Sé lo que estás pensando (23 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Sé lo que estás pensando
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—¿Por qué esperar tanto? —preguntó la sargento Wigg, que a Gurney le resultaba más interesante cada vez que hablaba.

Los ojos de Kline brillaban con posibilidades.

—Quizá Mellery reveló algo en uno de sus libros. Tal vez fue así como el asesino descubrió que era responsable de algún suceso trágico que no había relacionado con él antes. O quizás el éxito de Mellery fue la gota que colmó el vaso, lo que el asesino no pudo soportar. O quizá, como decía la primera nota, el asesino sólo se lo encontró un día por la calle. Un resentimiento en ascuas volvió a cobrar vida. El enemigo se cruza en el visor del rifle y… bang.

—Bang las pelotas —soltó Hardwick.

—¿Tiene una opinión diferente, investigador jefe Hardwick? —inquirió Kline con una sonrisa nerviosa.

—Cartas cuidadosamente compuestas, misterios numéricos, instrucciones para enviar el cheque a una dirección equivocada, una serie de poemas cada vez más amenazadores, mensajes ocultos a la Policía que sólo podían descubrirse a través de química de dactiloscopia, colillas de cigarrillo quirúrgicamente limpias, una herida de bala oculta, un rastro de pisadas imposible y una puta silla de playa, ¡por el amor de Dios! Es un bang muy retrasado.

—No pretendía excluir la premeditación —dijo Kline—. Pero en este punto estoy más interesado en el motivo básico que en los detalles. Quiero comprender la relación entre el asesino y su víctima. Comprender la conexión es normalmente la clave de una condena.

Esta respuesta de sermón generó un incómodo silencio que Rodríguez se encargó de romper.

—¡Blatt! —espetó al guía de Gurney, que estaba mirando sus copias de los dos primeros mensajes como si hubieran caído en su regazo desde el espacio exterior—. Pareces perdido.

—No lo entiendo. El criminal envía una carta a la víctima, le dice que piense en un número y que luego mire en un sobre cerrado. Piensa en el seiscientos cincuenta y ocho, mira en el sobre y allí está: seiscientos cincuenta y ocho. ¿Están diciendo que ocurrió de verdad?

Antes de que nadie pudiera responder, su compañero intervino.

—Y dos semanas después el tipo vuelve a hacerlo, esta vez por teléfono. Le dice que piense en un número y que luego mire en el buzón. La víctima piensa en el número diecinueve, mira en el buzón, y allí está el número en medio de una carta del criminal. Es raro de cojones.

—Tenemos la grabación que hizo la víctima de la llamada real —intervino Rodríguez, que lo dijo como si fuera un logro personal—. Pon la parte del número, Wigg.

Sin hacer comentarios, la sargento pulsó unas pocas teclas, y tras un intervalo de dos o tres segundos la llamada entre Mellery y su acosador, la que Gurney había escuchado a través del chisme de llamada de conferencia de Mellery, sonó. Quienes estaban sentados a la mesa se quedaron absortos por el acento extraño de la voz del que llamaba, por el miedo tenso que desprendía la de Mellery.

—Susurra el número.

—¿Que lo susurre?

—Sí.

—Diecinueve.

—Bien, muy bien.

—¿Quién eres?

—¿Aún no lo sabes? Tanto dolor y no tienes ni idea. Pensaba que esto podría ocurrir. He dejado algo para ti antes. Una notita. ¿Seguro que no la tienes?

—No sé de qué estás hablando.

—Ah, pero sabías que el número era el diecinueve.

—Me has dicho que piense en un número.

—Pero era el número correcto, ¿no?

—No lo entiendo.

Al cabo de un momento, la sargento Wigg pulsó dos teclas y dijo:

—Nada más.

Gurney se sintió apenado, enfadado y mareado.

Blatt puso las palmas hacia arriba, en un gesto de confusión.

—¿Qué diablos era eso, un hombre o una mujer?

—Casi con certeza, un hombre —dijo Wigg.

—¿Cómo demonios lo sabe?

—Realizamos un análisis de voz esta mañana, y la impresión muestra más tensión a medida que aumenta la frecuencia.

—¿Y?

—El tono varía de manera considerable de una fase a otra, incluso de palabra a palabra, y en cada caso la voz es mesurablemente menos tensa en frecuencias más graves.

—¿Lo que significa que la persona que llamaba se estaba tensando para hablar en un registro alto y que los tonos más bajos le salían con más naturalidad? —preguntó Kline.

—Exacto —contestó Wigg en su voz ambigua, pero no carente de atractivo—. No es una prueba concluyente, pero es lo que sugiere con fuerza.

—¿Y el ruido de fondo? —preguntó Kline.

También era una pregunta que Gurney tenía
in mente
. Había apreciado varios sonidos de vehículos, lo que situaba la llamada en una zona abierta, quizás en una calle concurrida o en el exterior de un centro comercial.

—Sabremos más después de que mejoremos el sonido, pero ahora mismo parece que hay tres niveles: la conversación, el tráfico y el zumbido de algún tipo de motor.

—¿Cuánto tardará? —preguntó Rodríguez.

—Depende de la complejidad de los datos capturados —dijo Wigg—. Calculo que entre doce y veinticuatro horas.

—Que sean doce.

Después de un silencio embarazoso, algo para lo que Rodríguez tenía talento, Kline formuló una pregunta a la sala.

—¿Y el asunto de los susurros? ¿Quién se suponía que no tenía que oír a Mellery diciendo el número diecinueve? —Se volvió hacia Gurney—. ¿Alguna idea?

—No. Pero dudo que tenga nada que ver con que alguien lo oyera.

—¿Por qué lo dice? —lo retó Rodríguez.

—Porque susurrar es una forma torpe de que no te oigan —susurró Gurney, de un modo bastante audible para subrayar su tesis. —Es como otros elementos peculiares del caso.

—¿Como qué? —insistió Rodríguez.

—Bueno, por ejemplo, ¿por qué la incertidumbre de la nota de referirse a noviembre o diciembre? ¿Por qué una pistola y una botella rota? ¿Por qué el misterio en las pisadas? Y otro pequeño detalle que no se menciona, ¿por qué no hay huellas de animales?

—¿Qué? —Rodríguez parecía desconcertado.

—Caddy Mellery dijo que ella y su marido oyeron sonidos de animales que chillaban, como si pelearan detrás de la casa, por eso él fue al piso de abajo y miró por la puerta de atrás. Pero no había huellas de animales cerca, y habrían sido muy obvias en la nieve.

—Nos estamos encallando. No veo qué importancia puede tener la presencia o ausencia de huellas de mapaches o de lo que estemos hablando.

—Dios —dijo Hardwick, sin hacer caso a Rodríguez y dedicando a Gurney una sonrisa de admiración—. Tienes razón. No había ni una señal en esa nieve que no estuviera hecha por la víctima o el asesino. ¿Por qué no me fijé en eso?

Kline se volvió hacia su ayudante.

—Nunca he visto un caso con tantos indicios y que tan pocos tengan sentido. —Negó con la cabeza—. O sea, ¿cómo demonios consiguió el asesino hacer eso con los números? ¿Y por qué dos veces? —Miró a Gurney—. ¿Está seguro de que los números no tenían ningún sentido para Mellery?

—Seguro al noventa por ciento, lo más seguro que puedo estar de algo.

—Volviendo a la imagen global —dijo Rodríguez—, estaba pensando en la cuestión del motivo que has mencionado antes, Sheridan…

El teléfono de Hardwick sonó. Lo sacó del bolsillo y se lo llevó a la oreja antes de que Rodríguez pudiera protestar.

—Mierda —dijo, después de escuchar unos diez segundos—. ¿Estás seguro? —Miró en torno a la mesa—. No hay bala. Han revisado el muro de atrás de la casa centímetro a centímetro. Nada.

—Que miren dentro de la casa —dijo Gurney.

—Pero dispararon fuera.

—Ya lo sé, pero probablemente Mellery no cerró la puerta. Una persona ansiosa en una situación como esa preferiría dejar la puerta abierta. Diles a los técnicos que consideren las posibles trayectorias y cualquier pared interior que hubiera estado en la línea de fuego.

Hardwick transmitió rápidamente las instrucciones y colgó.

—Buena idea —dijo Kline.

—Muy buena —secundó Wigg.

—Respecto a esos números —intervino Blatt, cambiando abruptamente de asunto—, casi seguro que ha de ser algún tipo de hipnosis o percepción extrasensorial.

—No creo —dijo Gurney.

—Pero ha de serlo. ¿Qué más podría ser?

Hardwick compartía la opinión de Gurney al respecto y respondió antes.

—Dios, Blatt, ¿cuándo fue la última vez que la Policía del estado investigó un crimen que implicara un control mental místico?

—¡Pero sabía lo que el tipo estaba pensando!

Esta vez Gurney respondió antes, a su manera conciliadora.

—Parece que alguien sabía exactamente lo que Mellery estaba pensando, pero apuesto a que nos estamos saltando algo y que resultará ser mucho más simple que leer la mente.

—Deje que le pregunte algo, detective Gurney. —Rodríguez se estaba recostando en su silla, con el puño derecho metido en la palma izquierda delante de su pecho—. Se estaban acumulando con rapidez, a través de una serie de cartas amenazadoras y llamadas telefónicas, pruebas que indicaban que Mark Mellery era el objetivo de un acosador homicida. ¿Por qué no llevó estas pruebas a la Policía antes del asesinato?

El hecho de que Gurney hubiera anticipado la pregunta y estuviera preparado para responderla no disminuyó su picor.

—Agradezco el título de detective, capitán, pero entregué ese título junto con mi placa y mi arma hace dos años. En cuanto a informar del asunto a la Policía mientras estaba ocurriendo, no se podía hacer nada práctico sin la cooperación de Mark Mellery, y dejó claro que él no colaboraría.

—¿Está diciendo que no podría haber puesto la situación en conocimiento de la Policía sin su permiso? —La voz de Rodríguez estaba subiendo, su actitud parecía más tensa.

—Me dejó claro que no quería a la Policía implicada, que consideraba la idea de la intrusión policial en el asunto más destructiva que útil y que tomaría todas las medidas necesarias para impedirlo. Si yo hubiera informado del asunto, él habría puesto impedimentos y se habría negado a seguir comunicándose conmigo.

—Sus posteriores conversaciones con usted no le hicieron mucho bien, ¿no?

—Desgraciadamente, capitán, tiene razón en eso.

La suavidad, la ausencia de resistencia en la respuesta de Gurney dejó a Rodríguez momentáneamente desequilibrado. Sheridan Kline entró en el espacio vacío.

—¿Por qué se oponía a que la Policía se implicara?

—Consideraba que la Policía era demasiado torpe e incompetente, incapaz de lograr algo positivo. Creía que era poco probable que lo hicieran sentir más seguro, y que, en cambio, era muy probable que perjudicaran la imagen de su instituto.

—Eso es ridículo —dijo Rodríguez, ofendido.

—Elefantes en una cacharrería, eso es lo que siempre repetía. Estaba decidido a no cooperar con la Policía, no quería que ésta entrara en su propiedad, no quería el contacto policial con sus huéspedes, ni informar personalmente. Parecía dispuesto a tomar medidas legales ante el menor atisbo de interferencia policial.

—Bien, sin embargo, lo que me gustaría saber… —empezó Rodríguez, pero lo cortó otra vez el familiar tono del teléfono de Hardwick.

—Hardwick… Sí… ¿Dónde…? Fantástico… Vale, bien. Gracias. —Se puso el teléfono en el bolsillo y le anunció a Gurney en una voz lo bastante alta para que todos lo oyeran—: Han encontrado la bala. En una pared interior. De hecho, en el centro del salón de la casa, en una línea directa desde la puerta de atrás, que estaba aparentemente abierta cuando dispararon.

—Felicidades —le dijo la sargento Wigg a Gurney. Luego, dirigiéndose a Hardwick, añadió—: ¿Alguna idea del calibre?

—Creen que es un trescientos cincuenta y siete, pero esperaremos a Balística.

Kline parecía preocupado. Dirigió una pregunta a nadie en particular.

—¿Mellery podría haber tenido otras razones para no querer a la Policía cerca?

Blatt, con expresión aturdida, añadió su propia pregunta:

—¿Qué demonios significa eso de unos elefantes en una cacharrería?

26

Un cheque en blanco

Cuando Gurney llegó a su granja de las afueras de Walnut Crossing, después de conducir a lo largo de los Catskills, el agotamiento lo había envuelto en una niebla emocional en la que se confundían hambre, sed, frustración, tristeza y dudas sobre sí mismo. Noviembre caminaba hacia el invierno y los días se hacían inquietantemente más cortos, sobre todo en los valles, donde las montañas circundantes propiciaban anocheceres tempranos. El coche de Madeleine no estaba en su sitio junto a la cabaña del jardín. La nieve, parcialmente fundida por el sol de mediodía y congelada de nuevo por el frío de la tarde, crujía bajo los zapatos.

La casa estaba sumida en un silencio sepulcral. Gurney encendió la lámpara de encima de la mesita de la cocina. Recordó que Madeleine había dicho algo sobre la cancelación de su cena-fiesta prevista debido a alguna reunión a la que todas las mujeres querían asistir, pero los detalles se le escapaban. Así que, al fin y al cabo, no había ninguna necesidad de las malditas pacanas. Puso un saquito de té Darjeeling en una taza, la llenó en el grifo y la metió en el microondas. Movido por el hábito, se dirigió a su sillón, situado en el otro lado de la cocina rústica. Se hundió en él y apoyó los pies en un taburete de madera. Dos minutos después, el sonido del timbre del microondas quedó absorbido en la textura de un sueño en sombras.

Lo despertó el sonido de las pisadas de Madeleine. Era una percepción hipersensible, quizá, pero algo en las pisadas sonaba a enfado. Le parecía que su dirección y su proximidad indicaban que debía de haberlo visto en la silla, pero que no había querido hablar con él.

Abrió los ojos a tiempo de verla salir de la cocina y dirigirse a su dormitorio. Se estiró, se levantó de las profundidades del sillón, fue al aparador a buscar un pañuelo de papel y se sonó la nariz. Oyó que se cerraba la puerta de un armario, con un exceso de ímpetu, y al cabo de un minuto Madeleine regresó a la cocina. Se había cambiado la blusa de seda por un jersey suelto.

—Estás despierto —dijo.

A David le pareció una crítica por haberse quedado dormido.

Madeleine encendió una fila de luces situadas sobre la encimera y abrió la nevera.

—¿Has comido? —Sonó como una acusación.

—No, he tenido un día agotador. Cuando he llegado a casa sólo me he hecho una taza de… Oh, mierda, se me olvidó.

Se acercó al microondas, sacó una taza de té oscuro y frío y la vació con bolsita y todo en el fregadero.

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