—En este caso, Batman ha tenido mucha ayuda —dijo Gurney—, pero no llamaba por eso. Quería devolverte tus llamadas, enterarme de qué estaba pasando contigo. ¿Alguna novedad?
—No mucho —dijo Kyle con sequedad—. He perdido mi empleo. Kate y yo hemos roto. Puede que cambie de carrera y vaya a la Facultad de Derecho. ¿Qué opinas?
Al cabo de un segundo de asombrado silencio, Gurney rio aún más fuerte.
—¡Dios mío! dijo. ¿Qué demonios ha pasado?
—La industria financiera se ha derrumbado (como habrás oído), junto con mi trabajo, mi matrimonio, mis dos casas y mis tres coches. Aunque es gracioso lo deprisa que puedes adaptarte a una catástrofe inimaginable. En cualquier caso, lo que me estaba preguntando es si debería ir a la Facultad de Derecho. Eso es lo que quería preguntarte. ¿Crees que tengo la mente adecuada para eso?
Gurney propuso a Kyle que viniera de la ciudad el fin de semana, y así podrían hablar sobre la situación con todo el detalle que quisiera durante todo el tiempo que quisiera. Su hijo accedió, incluso parecía contento con ello. Cuando colgó el teléfono, Gurney se quedó sentado unos buenos diez minutos, asombrado.
Había otras llamadas que quería hacer. Por la mañana llamaría a la viuda de Mark Mellery y le contaría que todo había terminado por fin, que Gregory Dermott Spinks estaba bajo custodia y que las pruebas de su culpabilidad eran claras, concretas y abrumadoras. Probablemente ella ya habría recibido una llamada personal de Sheridan Kline y quizá también de Rodríguez. Sin embargo, debía llamarla, aunque sólo fuera por su relación con Mark.
Luego estaba Sonya Reynolds. Según su acuerdo, le debía al menos uno de sus retratos especiales de ficha policial. Se le antojó poco importante, una pérdida de tiempo trivial. Aun así, la llamaría y al menos hablaría de ello y terminaría haciendo aquello a lo que se había comprometido originalmente. Pero nada más. La atención de Sonya era agradable, gratificante para el ego, incluso quizás un poco excitante, pero conllevaba un precio excesivamente alto, era demasiado peligrosa para cosas que importaban más.
El viaje de doscientos cincuenta kilómetros desde Wycherly a Walnut Crossing se prolongó cinco horas en lugar de tres, por culpa de la nieve. Cuando Gurney salió de la autovía del condado al camino que serpenteaba por la montaña hasta su casa, había caído en una especie de estupor de piloto automático. La ventana, abierta un resquicio durante la última hora, había proporcionado bastante frío a su cara y oxígeno a sus pulmones para posibilitar la conducción. Al llegar al prado que en suave pendiente separaba el granero de la casa, se fijó en que los copos de nieve que antes el viento había impulsado en horizontal por las carreteras estaban cayendo rectos. Condujo despacio por el césped, girando hacia el este justo antes de detenerse ante la casa, para que después, cuando la tormenta hubiera pasado, el calor del sol impidiera que se formara hielo en el parabrisas. Se quedó sentado, casi incapaz de moverse.
Estaba tan profundamente exhausto que cuando sonó su teléfono, tardó varios segundos en reconocer el sonido.
—¿Sí? —Su saludo podría haberse confundido con un silbido.
—¿Habla David? —La voz femenina le sonaba familiar.
—Sí, soy David.
—Ah, sonabas… extraño. Soy Laura. Del hospital. Querías que llamara… si pasaba algo añadió con una pausa suficiente para dar a entender cierta esperanza en que su petición tuviera raíces más profundas que la razón que le había dado.
—Exacto. Gracias por acordarte.
—Es un placer.
—¿Ha ocurrido algo?
—El señor Dermott ha fallecido.
—¿Disculpa? ¿Puedes repetírmelo?
—Gregory Dermott, el hombre del que querías estar informado, murió hace diez minutos.
—¿Causa de la muerte?
—Nada oficial, todavía, pero el escáner que le hicieron en el ingreso mostraba fractura de cráneo con hemorragia masiva.
—Sí. Supongo que no es una sorpresa con una lesión de ese tipo. —Le parecía que estaba sintiendo algo, pero la sensación era lejana e imposible de definir.
—No, no con esa clase de herida.
La sensación era débil pero inquietante, como un pequeño grito en medio de un viento rugiente.
—No. Bueno, gracias, Laura. Ha estado bien que llames.
—Claro. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?
—Creo que no —dijo él.
—Será mejor que duermas un poco.
—Sí. Buenas noches, y gracias otra vez.
Primero colgó el teléfono, luego apagó los faros del coche y volvió a hundirse en el asiento, demasiado agotado para moverse. Con la ausencia repentina de la luz de los faros, todo lo que le rodeaba le pareció impenetrablemente oscuro.
Lentamente, mientras sus pupilas se adaptaban, la absoluta negrura del cielo y el bosque cambió a un gris oscuro y el pasto cubierto de nieve a un gris más suave. Al este, donde a duras penas alcanzaba a discernir la cumbre, donde el sol se levantaría al cabo de una hora, parecía distinguirse un aura tenue. La nieve había dejado de caer. La casa de al lado del coche era inmensa, fría y tranquila.
Trató de analizar lo que había ocurrido en los términos más simples. El niño en el dormitorio con una madre solitaria y un padre demente y borracho. Los gritos y la sangre y la impotencia. El terrible daño físico y mental permanente. Los delirios homicidas de venganza y redención. El pequeño Spinks creció para convertirse en el loco Dermott que había asesinado a, por lo menos, cinco hombres y había estado a punto de matar a veinte más. Gregory Spinks, cuyo padre le había cortado la garganta a su esposa. Gregory Dermott, al que le habían aplastado fatalmente el cráneo en la casa donde todo había empezado.
Gurney miró afuera, a la silueta apenas visible de la colina. Sabía que había una segunda historia que considerar, una que necesitaba comprender mejor, la de su propia vida: el padre que no le hizo caso; el hijo crecido al que él, a su vez, no hizo caso; la obsesiva carrera profesional que le había dado tanta fama y tan poca paz; el hijo pequeño que había muerto cuando él no estaba mirando; y Madeleine, que parecía comprenderlo todo. Madeleine, la luz que casi había perdido. La luz que había puesto en peligro.
Estaba demasiado cansado para mover incluso un dedo, tenía demasiado sueño para sentir algo. En su mente apareció un vacío compasivo. Durante un rato, no estaba seguro de cuánto, fue como si no existiera, como si todo en él se hubiera reducido a un punto sin dimensión, un alfiler de conciencia y nada más.
Abrió los ojos de repente, justo cuando el borde ardiente del sol empezaba a brillar a través de las copas desnudas de los árboles, en la cumbre. Observó la uña radiante de luz que se hinchaba lentamente en un gran arco blanco. Entonces reparó en otra presencia.
Madeleine, con su parka naranja brillante la misma que había llevado el día que él la había seguido hasta el mirador, estaba de pie junto a la ventanilla del coche, mirándolo. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. Minúsculos cristales de hielo brillaron en el borde algodonoso de su capucha. Bajó la ventanilla.
Al principio no dijo nada, pero en su rostro vio, sintió, notó, no sabía cómo le había alcanzado la emoción una amalgama de aceptación y amor. Aceptación, amor y un profundo alivio de que una vez más hubiera vuelto a casa vivo.
Le preguntó con una naturalidad llena de emoción si quería desayunar.
Con la vitalidad de una llama saltarina, la parka naranja de Madeleine capturó el sol que ascendía. David salió del coche y la rodeó con sus brazos, para aferrarse a ella como si Madeleine fuera la vida misma.
Gracias a mi excelente editor, Rick Horgan, que se convirtió en una fuente constante de buenas ideas, cuya orientación inspirada e inspiradora lo mejoró todo, a quien se le ocurrió el título perfecto y quien tuvo el valor en el difícil mundo editorial actual de arriesgarse con la novela de un escritor novel; a Lucy Carson y a Paul Cirone, por su defensa, entusiasmo y eficacia; a Bernard Whalen, por su consejo y apoyo en las primeras fases; a Josh Kendall, por una perspicaz crítica y por una sugerencia maravillosa; y finalmente a Molly Friedrich, sencillamente la mejor y más brillante agente del mundo.
John Verdon, ha trabajado en varias agencias publicitarias en Manhattan como director creativo hasta que, como su protagonista, se trasladó a vivir al norte del estado de Nueva York en un entorno rural. Escritor tardío con una concepción literaria próxima a Thomas Harris, Harlan Coben o Michael Connelly, logró con su primera novela, la intriga policiaca “Sé Lo Que Estás Pensando” (2010), un notable recibimiento comercial.
El libro, convertido en best-seller internacional, presentaba al personaje Dave Gurney, un policía retirado de Nueva York que también fue eje central de su segunda novela, “No Abras Los Ojos” (2011).
[1]
(N. de la C.) Juego de palabras que hace el detective entre
Deepdick
y
Deepcock
(penetración profunda, completa ya sea en el sexo anal, oral o “clásico”) con el nombre de Deepak Chopra célebre escritor de libros de autoayuda.
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[2]
(N. de la C.) Se refiere a hacer una declaración como testigo de los hechos sucedidos antes del asesinato.
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[3]
(N. de la C.)
Peach
significa melocotón y
Pit
hoyo o pozo.
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[4]
(N de la C.)
Plum
significa ciruela y
Stone
piedra.
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[5]
(N de la C.)
Clam
en inglés significa almeja.
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[6]
(N. del T) Asesinato, en inglés. Tomado de una escena de la película de Stanley Kubrick
El resplandor
, basada en la novela homónima de Stephen King.
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