Nardo también se volvió.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero dejó que la pregunta muriera en su garganta. Se quedó muy quieto, mirando, alternativamente, al rostro de Dermott y a la pistola.
El tipo dio un paso hacia el interior del dormitorio, echó un pie atrás con destreza, enganchó con éste el borde de la puerta y la cerró de golpe a su espalda. Se oyó un pesado clic metálico al encajar el cierre. Una tenue sonrisa inquieta se extendió en la comisura de la boca de Dermott.
—Solos al fin —dijo, mofándose del tono de un hombre que espera una charla agradable—. Tanto que hacer añadió, tan poco tiempo.
Al parecer, la situación le resultaba divertida. La sonrisa fría se ensanchó un momento como una lombriz que se estira para contraerse enseguida.
—Quiero que sepan de antemano cuánto aprecio su participación en mi pequeño proyecto. Su cooperación mejorará todo. Primero, un detalle menor. Teniente, ¿puedo pedirle que se tumbe boca abajo en el suelo? —En realidad no era ninguna pregunta.
Gurney leyó en los ojos de Nardo una especie de cálculo rápido, pero no sabía qué opciones estaba considerando. Ni siquiera sabía si tenía idea de lo que realmente estaba ocurriendo.
Creyó interpretar algo en la mirada de Dermott: la paciencia de un gato que vigila a un ratón que no cuenta con ninguna escapatoria.
—Señor —dijo Nardo, que fingió algún tipo de dolorosa preocupación—, sería una buena idea que bajara la pistola.
Dermott negó con la cabeza.
—No tan buena como piensa.
Nardo parecía desconcertado.
—Sólo deje la pistola, señor.
—Eso es una opción. Pero hay una complicación. Nada en la vida es sencillo, ¿no?
—¿Complicación?
Nardo estaba hablando con Dermott como si éste fuera un ciudadano inofensivo que temporalmente había dejado la medicación.
—Planeo dejar la pistola después de dispararle. Si quiere que la deje ahora mismo, entonces tendré que dispararle ahora mismo. No quiero hacer eso, y estoy seguro de que usted tampoco lo desea. ¿Se da cuenta del problema?
Mientras Dermott hablaba, levantó el revólver hasta un punto en el cual apuntaba a la garganta de Nardo. Ya fuera por la firmeza de la mano o por la calma burlona en la voz, algo en las maneras de Dermott convenció a Nardo de que necesitaba intentar una estrategia diferente.
—Si dispara ese arma —dijo—, ¿qué cree que ocurrirá a continuación?
Dermott se encogió de hombros; la estrecha línea de su boca se estaba ampliando de nuevo.
—Usted muere.
Nardo asintió de manera vacilante, como si un estudiante le hubiera dado una respuesta obvia pero incompleta.
—¿Y? ¿Luego qué?
—¿Qué diferencia hay? —Dermott volvió a encogerse de hombros. El cañón de su arma apuntó al cuello de Nardo.
El teniente parecía estar haciendo un esfuerzo por mantener el control, por encima de su furia o su miedo.
—No mucha para mí, pero un montón para usted. Si aprieta el gatillo, al cabo de menos de un minuto tendrá dos docenas de policías encima. Le harán pedazos.
Dermott parecía divertido.
—¿Cuánto sabe de los cuervos, teniente?
Nardo bizqueó ante la incongruencia.
—Los cuervos son increíblemente estúpidos —dijo Dermott—. Cuando le disparas a uno, viene otro. Cuando disparas a ése, viene otro, y luego otro, y otro. Sigues disparando y siguen llegando.
Era algo que Gurney había oído antes, eso de que los cuervos no dejaban que uno de los suyos muriera solo. Si un cuervo estaba muriendo, otros llegaban para situarse a su lado y acompañarlo. La primera vez que había oído esa historia, de labios de su abuela cuando tenía diez u once años, tuvo que salir de la habitación porque sabía que iba a llorar. Fue al cuarto de baño. Le dolía el corazón.
—Una vez vi una foto de un cuervo al que dispararon en una granja de Nebraska —dijo Dermott con una mezcla de asombro y desprecio—. Un granjero con una escopeta estaba de pie junto a una pila de cuervos muertos que le llegaba a la altura del hombro.
Hizo una pausa como para darle a Nardo tiempo para apreciar el absurdo impulso suicida de los cuervos y la relación entre sus destinos.
Nardo negó con la cabeza.
—¿De verdad cree que puede quedarse ahí sentado y disparar a un policía detrás de otro a medida que vayan entrando sin que le vuelen la cabeza? Eso no va a ocurrir.
—Por supuesto que no. ¿Nunca le ha dicho nadie que una mente literal es una mente pequeña? Me gusta la historia de los cuervos, teniente, pero hay formas más eficaces de exterminar alimañas que dispararles de una en una. Gasearlas, por ejemplo. Gasear es muy eficaz si cuentas con el sistema de propagación adecuado. Quizá se haya fijado en que todas las habitaciones de esta casa tienen rociadores. Todas salvo ésta. Hizo una pausa otra vez, su ojo más animado centelleó con autofelicitación. Así pues, si le disparo a usted y todos los cuervos vienen volando, yo abro dos pequeñas válvulas en dos pequeñas tuberías y veinte segundos después… Su sonrisa adoptó un tono angelical. ¿Tiene idea del efecto que tiene el cloro concentrado en el pulmón humano? ¿Y de lo rápido que es?
Gurney observó a Nardo pugnando por calibrar a ese hombre aterrador y sereno, así como su amenaza de gasear. Durante un inquietante momento, pensó que el orgullo y la rabia del policía iban a impulsarlo a un fatal salto adelante; sin embargo, Nardo se limitó a respirar varias veces, lo cual pareció aliviar parte de la tensión, y habló con voz que sonó sincera y ansiosa.
—Los compuestos de cloro son peligrosos. Trabajé con ellos en una unidad antiterrorista. Un tipo obtuvo accidentalmente un poco de tricloruro de nitrógeno como producto secundario de otro experimento. Ni siquiera se dio cuenta. Se voló el pulgar. Puede que no sea tan fácil como cree pasar sus productos químicos por un sistema de ventilación. No estoy seguro de que pueda hacerlo.
—No pierda el tiempo tratando de engañarme, teniente. Suena como si estuviera intentando seguir una técnica de manual policial. ¿Qué dice? ¿«Exprese escepticismo en relación con el plan del criminal, cuestione su credibilidad, provóquelo para que proporcione detalles adicionales»? Si quiere saber más, no hay necesidad de que me engañe, basta con que me pregunte. No tengo secretos. Lo que tengo, sólo para que lo sepan, son dos depósitos de alta presión de doscientos litros, llenos de cloro y amoniaco, y un compresor industrial conectado directamente con la tubería del rociador principal que alimenta el sistema general de la casa. Hay dos válvulas cerradas en esta estancia que unirán el combinado de cuatrocientos litros, y que soltarán una enorme cantidad de gas en forma altamente concentrada. En cuanto a la improbable formación periférica de tricloruro de nitrógeno y la explosión resultante, lo consideraría un plus delicioso, pero me contentaré con la simple asfixia del Departamento de Policía de Wycherly. Sería muy divertido verlos volar en pedazos a todos, pero uno ha de conformarse. La avaricia rompe el saco.
—Señor Dermott, ¿de qué demonios trata todo esto?
Dermott arrugó el entrecejo en una parodia de alguien que podría estar considerando la pregunta en serio.
—Recibí una nota en el correo esta mañana: «Cuidado con el sol, cuidado con la nieve, / con la noche y el día, porque escapar no puedes». —Citó las palabras del poema de Gurney con sarcástico histrionismo, echándole una mirada inquisitiva al hacerlo—. Amenazas huecas, pero debo dar las gracias a quien lo envió. Me recordó lo corta que puede ser la vida: nunca hay que dejar para mañana lo que puedas hacer hoy.
—No entiendo lo que dice —contestó Nardo con sinceridad.
—Sólo haga lo que le digo y terminará entendiéndolo perfectamente.
—Bien, no hay problema. Pero no quiero que nadie resulte innecesariamente herido.
—No, por supuesto que no. —La sonrisa estirada, como de gusano, vino y se fue—. Nadie quiere eso. De hecho, para evitar heridas innecesarias, necesito que se tumbe boca abajo en el suelo ahora mismo.
Estaban de nuevo en el mismo punto. La pregunta era: ¿ahora qué? Gurney estaba mirando la cara de Nardo en busca de signos legibles. ¿Cuánto había entendido el teniente? ¿Había comprendido ya quién podía ser la mujer de la cama, o el psicópata sonriente con la botella de whisky y la pistola?
Al menos tenía que haberse dado cuenta, como mínimo, de que Dermott era el asesino del agente Sissek. Eso explicaría el odio en su mirada, algo que no podía ocultar. De repente, volvía a estar tenso. Nardo parecía cargado de adrenalina, con una emoción primitiva de «al cuerno las consecuencias» mucho más poderosa que la razón. Dermott también lo vio, pero lejos de acobardarle, pareció ponerle eufórico, renovar su energía. Su mano apretó suavemente la empuñadura del revólver; por primera vez, la sonrisa reveló un atisbo de los dientes.
Menos de un segundo antes de que una bala de calibre 38 acabara sin duda con la vida de Nardo, y menos de dos segundos antes de que una segunda bala terminara con la suya, Gurney rompió la situación con un furioso grito gutural:
—¡Haga lo que dice! ¡Túmbese en el puto suelo! ¡Al suelo, joder!
El efecto fue asombroso. Los dos hombres se quedaron paralizados; el arrebato de Gurney hizo añicos el impulso de la confrontación larvada.
El hecho de que nadie hubiera muerto le convenció de que estaba en la vía correcta, pese a que no estaba seguro de qué vía era exactamente. Le pareció que Nardo se sentía traicionado. Bajo su exterior más opaco, Dermott estaba desconcertado, pero se esforzaba, sospechó Gurney, por no permitir que la interrupción minara su control.
—Un consejo muy sensato de su amigo —le dijo Dermott a Nardo—. Yo en su lugar lo seguiría ahora mismo. El detective Gurney tiene una mente prodigiosa. Es un hombre muy interesante. Un hombre famoso. Puedes aprender mucho de una persona de una simple búsqueda en Internet. Le sorprendería la clase de información que aparece con un nombre y un código postal. La intimidad ya no existe.
El tono malvado de Dermott le provocó una arcada. Trató de recordarse que la especialidad de aquel tipo era persuadir a la gente de que sabía más de ellos de lo que realmente sabía. Sin embargo, la idea de que su error al no prever el problema del matasellos podía haber puesto en peligro a Madeleine era invasiva y casi insoportable.
Nardo se echó al suelo con reticencia y terminó tumbado sobre el estómago en la posición de un hombre que está a punto de hacer unas flexiones. Dermott le ordenó que pusiera las manos detrás de la nuca, «si no es mucho pedir». Durante un momento terrible, Gurney pensó que podría ejecutarlo de inmediato. En cambio, después de mirar al suelo con satisfacción al teniente, Dermott dejó la botella de whisky que llevaba en la mano en el arcón de cedro, al lado del gran ave de peluche, o mejor dicho, como ahora se dio cuenta Gurney, del gran ganso de peluche. Con un escalofrío recordó un detalle de los informes de laboratorio. Plumas de ganso. Entonces Dermott se agachó junto al tobillo derecho de Nardo, sacó una pequeña pistola automática de una funda que llevaba allí y se la colocó en su propio bolsillo. Una vez más, la sonrisa carente de humor destelló y se desvaneció.
—Saber dónde están todas las armas de fuego —explicó con una honradez aterradora— es la clave para evitar una tragedia. Hay demasiadas pistolas. Demasiadas pistolas en las manos equivocadas. Por supuesto, se argumenta muchas veces que las pistolas no matan, es la gente la que mata. Y han de admitir que hay cierta verdad en eso. La gente mata gente. Pero ¿quién va a saberlo mejor que los hombres de su profesión?
Gurney añadió a la corta lista de cosas que sabía con certeza el hecho de que esos discursos con aire de superioridad dirigidos a una audiencia cautiva, la pose educada, la gentileza amenazadora, los mismos elementos que habían caracterizado sus notas a sus víctimas tenían un propósito vital: alimentar su propia fantasía de omnipotencia.
Probando que Gurney tenía razón, Dermott se volvió hacia él y como un acomodador servil susurró: ¿Le importaría sentarse junto a aquella pared?
Indicó una silla de respaldo alto situada a la izquierda de la cama, junto a la mesita con los cheques enmarcados. Gurney fue a la silla y se sentó sin vacilar.
Dermott miró a Nardo y su expresión gélida contradijo el tono alentador.
—Lo tendremos todo preparado dentro de un momento. Sólo necesitamos un participante más. Aprecio su paciencia.
En el lado de la cara de Nardo visible para Gurney, el músculo de la mandíbula se tensó y un rubor rojo se elevó desde el cuello a la mejilla.
Dermott se movió con rapidez por la habitación hasta el otro rincón, se inclinó sobre el sillón de orejas y susurró algo a la mujer sentada.
—He de hacer pis —dijo ella, levantando la cabeza.
—La verdad es que no, ¿saben? —intervino Dermott mirando de nuevo a Gurney y Nardo—. Es una irritación creada por el catéter. Hace muchos años que lleva catéter. Una molestia por un lado, pero una conveniencia real por otro, también. El Señor da y el Señor quita. Cara y cruz. No puede haber la una sin la otra. ¿No era eso una canción?
Se detuvo como si tratara de situar algo, tarareó una tonada familiar con animada entonación y, sin soltar la pistola que sostenía en su mano derecha, ayudó a la mujer mayor a levantarse de la silla con la mano izquierda.
—Ven aquí, es hora de acostarse.
Al conducirla con sus pequeños pasos titubeantes por la habitación hasta la cama y ayudarla a ponerse en una posición semirreclinada contra las almohadas rectas, no dejó de repetir con su voz de niño pequeño:
—A rorro, a rorro, a rorro.
Mientras mantenía la pistola apuntando a una zona intermedia entre Nardo, en el suelo, y Gurney, en la silla, miró con pausa la estancia, pero nada en particular. Era difícil saber si estaba viendo lo que había allí o una capa superpuesta correspondiente a otra escena de otro tiempo o lugar. Acto seguido miró a la mujer en la cama del mismo modo y dijo con una especie de convicción fantasiosa de Peter Pan:
—Todo será perfecto. Todo será como siempre tuvo que ser.
Empezó a tararear unas pocas notas inconexas. Al continuar, Gurney reconoció la tonada de una canción de cuna:
En torno a la morera
. Quizá fue por la reacción incómoda que siempre experimentaba ante la falta de lógica de las canciones de cuna, o por las imágenes absurdas de ésa en concreto, o por la colosal falta de pertinencia de la música en un momento así, la cuestión es que oír esa melodía en esa estancia le dio ganas de vomitar.