—¿Datos de tratamientos?
—Hasta el punto en que constan en los sistemas básicos de codificación médica. ¿Qué sentido tiene esto?
—Suponga que fuera usted un
hacker
que quisiera acceder a una base médica muy grande, ¿cómo lo haría?
—No es una pregunta que se pueda responder.
—¿Por qué?
Dermott cerró los ojos de una manera que expresaba frustración.
—Demasiadas variables.
—¿Como cuáles?
—¿Como cuáles? —Dermott repitió la pregunta como si fuera el máximo exponente de la pura estupidez. Al cabo de un momento continuó con sus ojos aún cerrados—. El objetivo del
hacker
, el nivel de experiencia, su conocimiento del formato de datos, la estructura de la base de datos en sí, el protocolo de acceso, la redundancia del sistema de cortafuegos y alrededor de una docena de otros factores que dudo que pueda comprender, ya que carecerá de los conocimientos técnicos.
—Estoy seguro de que tiene razón en eso —dijo Gurney con suavidad. Pero digamos, sólo a modo de ejemplo, que un
hacker
con talento está tratando de compilar una lista de personas que fueron tratadas de una enfermedad en concreto…
Dermott levantó las manos en ademán de exasperación, pero Gurney siguió presionando.
—¿Sería muy difícil?
—Una vez más, no es una pregunta que se pueda responder. Algunas bases de datos son tan porosas que lo mismo daría que estuvieran colgadas en Internet. Otras podrían derrotar a los ordenadores de rotura de códigos más sofisticados del mundo. Todo depende del talento del diseñador del sistema.
Gurney captó una nota de orgullo en la última afirmación y decidió fertilizarla.
—Me apostaría la pensión a que no hay muchas personas mejores que usted.
Dermott sonrió.
—He cimentado mi carrera en superar a los
hackers
más astutos del planeta. Ninguno de mis protocolos de protección de datos se ha quebrado nunca.
El alarde planteaba una nueva posibilidad. ¿Podría ser que la capacidad de ese hombre para obstaculizar la entrada del asesino en ciertas bases de datos tuviera algo que ver con la decisión de éste de implicarlo en el caso a través de su apartado postal? La idea merecía ser considerada, aunque generaba más preguntas que respuestas.
Ojalá la Policía local pudiera afirmar el mismo grado de competencia.
El comentario sacó a Gurney de su especulación.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué quiero decir? —Dermott dio la impresión de meditar largo y tendido la respuesta—. Un asesino me está acosando, y no confío en la capacidad de la Policía para protegerme. Hay un loco suelto en el barrio, un loco que pretende matarme, luego matarle a usted, y usted responde haciéndome preguntas hipotéticas sobre hipotéticos
hackers
que acceden a hipotéticas bases de datos. No tengo ni idea de lo que está tratando de hacer, pero si está tratando de calmar mis nervios distrayéndome, le aseguro que no me está ayudando. ¿Por qué no se concentra en el peligro real? El problema no es una cuestión académica sobre el
software
. El problema es un chiflado que nos acecha con un cuchillo ensangrentado en la mano. Y la tragedia de esta mañana es prueba fehaciente de que la Policía es peor que inútil.
El tono enfadado del discurso se había descontrolado al final y eso hizo que Nardo subiera por la escalera y entrara en la habitación. Miró primero a Dermott, luego a Gurney y, por último, de nuevo a Dermott.
—¿Qué diablos está pasando?
Dermott se volvió y miró a la pared.
—El señor Dermott no se siente adecuadamente protegido —dijo Gurney.
—Adecuadamente prote… —soltó Nardo enfadado, luego se detuvo y empezó otra vez de una manera más razonable—. Señor, las posibilidades de que una persona no autorizada entre en esta casa, y mucho menos «un chiflado con un cuchillo ensangrentado», si no le he oído mal, son menos que cero.
Dermott continuó mirando hacia la pared.
—Deje que lo exprese de este modo —continuó Nardo—: si el hijo de puta tiene cojones de aparecer aquí, está muerto. Si trata de entrar, me comeré a ese cabrón para cenar.
—No quiero que me dejen solo en esta casa. Ni un minuto.
—No me está escuchando —gruñó Nardo—. No está solo. Hay policías en todo el barrio. Alrededor de toda la casa. No va a entrar nadie.
Dermott se volvió hacia Nardo y dijo desafiante:
—Suponga que ya está dentro.
—¿De qué demonios está hablando?
—¿Y si ya está en la casa?
—¿Cómo demonios podría estar ya en la casa?
—Esta mañana, cuando he salido a buscar al agente Sissek, suponga que mientras estaba rodeando el patio…, él entró por la puerta que no estaba cerrada. Podría haberlo hecho, ¿no?
Nardo lo miró con incredulidad.
—¿Y adonde habría ido?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Qué cree, que está escondido debajo de su cama?
—Es una buena pregunta, teniente. Pero la cuestión es que no conoce la respuesta. Porque en realidad no ha registrado la casa a conciencia, ¿verdad? Así que podría estar debajo de la cama.
—Dios mío —gritó Nardo—. Basta de gilipolleces.
Dio dos largas zancadas hacia los pies de la cama, agarró la parte de abajo y con un feroz gruñido levantó el borde de la cama en el aire y lo sostuvo a la altura de los hombros.
—¿Vale? —gruñó—. ¿Ve a alguien debajo? —Soltó la cama, que rebotó con un estruendo.
Dermott lo fulminó con la mirada.
—Lo que quiero, teniente, es competencia, no teatralidad infantil. ¿Un registro cuidadoso de la casa es demasiado pedir?
Nardo miró a Dermott con frialdad.
—Dígame, ¿dónde podría esconderse alguien en esta casa?
—¿Dónde? No lo sé. ¿En el sótano? ¿En el desván? ¿En armarios? ¿Cómo voy a saberlo?
—Sólo para que conste, señor, los primeros agentes que vinieron a la escena registraron la casa. Si hubiera estado aquí, lo habrían encontrado, ¿de acuerdo?
—¿Registraron la casa?
—Sí, señor, mientras estaban interrogándole a usted en la cocina.
—¿Incluidos el desván y el sótano?
—Exacto.
—¿Incluido el trastero?
—Revisaron todo.
—¡No han podido revisar el trastero! —gritó Dermott, desafiante—. Está cerrado con candado, y yo tengo la llave, y nadie me la ha pedido.
—Lo cual significa —replicó Nardo— que si sigue cerrado con candado nadie ha entrado. Es decir, que sería una pérdida de tiempo comprobarlo.
—No, eso significa que miente cuando afirma que ha registrado toda la casa.
La reacción de Nardo sorprendió a Gurney, que estaba preparándose para una explosión. En cambio, el teniente dijo con voz calmada:
—Deme la llave, señor. Iré a mirar ahora mismo.
—Así pues —concluyó Dermott como si fuera un abogado—, admite que se le pasó por alto, ¡que la casa no fue registrada como es debido!
Gurney se preguntó si esa repulsiva tenacidad era producto de la migraña de Dermott, un arranque de furia en su temperamento o la simple conversión del temor en agresividad.
Nardo parecía calmado de un modo no natural.
—¿La llave, señor?
Dermott murmuró algo ofensivo a juzgar por su expresión y se levantó de la silla. Cogió el llavero del cajón de la mesita de noche, sacó una llave más pequeña que el resto y la arrojó sobre la cama. Nardo la cogió sin mostrar ninguna reacción visible y salió del dormitorio sin decir ni una palabra más. Sus pisadas se alejaron con lentitud por la escalera. Dermott soltó las llaves que le quedaban en el cajón y empezó a cerrarlo, pero se detuvo.
—¡Mierda! —susurró.
Cogió de nuevo las llaves y empezó a sacar una segunda del apretado aro que las contenía. Una vez que la sacó, se dirigió a la puerta. No había dado más de un paso cuando tropezó con la alfombrilla de al lado de la cama y se golpeó la cabeza contra la jamba de la puerta. Un grito ahogado de rabia salió de entre sus dientes apretados.
—¿Está bien, señor? —preguntó Gurney, caminando hacia él.
—¡Bien! ¡Perfecto! —Las palabras salieron con furia.
—¿Puedo ayudarle?
Dermott daba la sensación de que trataba de calmarse.
—Tome —dijo—. Llévele esta llave. Hay dos candados. Con toda la confusión ridícula…
Gurney cogió la llave.
—¿Se encuentra bien?
Dermott hizo un gesto de indignación con la mano.
—Si me hubieran preguntado en primer lugar como deberían… —Su voz se fue apagando.
Gurney echó una última mirada de evaluación al hombre de aspecto desdichado y se dirigió al piso de abajo.
Como en la mayoría de las casas de las afueras, la escalera al sótano descendía desde detrás y debajo de la escalera al primer piso. Había una puerta que conducía a ella, que Nardo había dejado abierta. Gurney vio una luz abajo.
—¿Teniente?
—¿Sí?
La fuente de la voz parecía situada a cierta distancia del pie de la escalera de madera gastada, así que Gurney bajó con la llave. El olor una combinación húmeda de cemento, tuberías metálicas, madera y polvo despertó un vívido recuerdo del sótano del edificio de pisos de su infancia, el almacén de doble llave donde los inquilinos guardaban bicicletas y cochecitos de bebé que no se usaban, cajas de trastos; la luz mortecina que proyectaban unas pocas bombillas con telarañas; las sombras que nunca dejaban de ponerle la piel de gallina.
Nardo estaba de pie junto a una puerta de acero de color gris, al otro extremo de una habitación sin terminar de cemento, con vigas, paredes manchadas de humedad, un calentador de agua, dos tanques de aceite, una caldera, dos alarmas de humos, dos extintores y un sistema de rociadores.
—La llave sólo encaja en el candado —dijo—. También hay una cerradura. ¿Qué le pasa a este maniático de la seguridad? ¿Y dónde demonios está la otra llave?
Gurney se la entregó.
—Dice que se olvidó. Le ha echado la culpa.
Nardo la cogió con un gruñido de asco y la metió directamente en la cerradura.
—Enano cabrón —dijo, al tiempo que abría la puerta. No puedo creer que esté mirando… ¿Qué coño…?
Nardo, seguido por Gurney, caminó a tientas desde el umbral hasta la habitación que había detrás, que era considerablemente más grande que un trastero.
Al principio nada de lo que vieron tenía sentido.
¿Qué es esto?
Lo primero que Gurney pensó fue que habían entrado por la puerta equivocada. Claro que eso tampoco tenía ningún sentido. Aparte de la que había en lo alto de la escalera, era la única puerta del sótano. Pero aquello no era un simple almacén.
Estaban de pie en el rincón de un gran dormitorio, tenuemente iluminado, amueblado de un modo tradicional, con una gruesa moqueta. Delante de ellos había una cama
queensize
con colcha de flores y borde de volantes que se extendía alrededor de la base. Tenía varios almohadones mullidos con los mismos volantes a juego apoyados contra el cabecero. A los pies de la cama, había un arcón de cedro y encima de éste una gran ave de peluche hecha con algún tipo de tela de retazos. Una característica extraña en la pared de la izquierda atrajo la atención de Gurney: una ventana que a primera vista parecía proporcionar una visión de un campo abierto, pero la vista, se dio cuenta enseguida, era una transparencia en color tamaño póster, iluminada desde atrás, que presumiblemente pretendía aliviar la atmósfera claustrofóbica. Al mismo tiempo cayó en la cuenta del zumbido grave de algún tipo de sistema de circulación de aire.
—No lo entiendo —dijo Nardo.
Gurney estaba a punto de coincidir con él cuando se fijó en una mesita situada un poco más lejos, en la pared de la ventana falsa. Sobre la mesa había una lámpara de bajo consumo en cuyo círculo de luz ámbar vio tres marcos negros sencillos de los que se usan para exhibir diplomas. Se acercó para verlo mejor. En cada marco había una fotocopia de un cheque nominativo. Todos los cheques estaban extendidos a nombre de X. Arybdis. Todos eran por un importe de 289,87 dólares. De izquierda a derecha, estaban los firmados por Mark Mellery, Albert Schmitt y R. Kartch. Eran copias de los cheques originales que Gregory Dermott afirmaba haber recibido; los originales los había enviado sin cobrar a sus remitentes. Pero ¿por qué hacer copias antes de devolverlos? Y, más inquietante, ¿por qué demonios los había enmarcado? Gurney los cogió de uno en uno, como si una inspección más atenta pudiera proporcionar respuestas.
Entonces, de repente, mientras estaba mirando la firma del tercer cheque R. Kartch, la incontrolable sensación que había tenido sobre el nombre volvió a aflorar. Salvo que esta vez no sólo notó el desasosiego, sino que también averiguó la razón que la causaba.
—¡Maldición! —murmuró ante su ceguera.
De manera simultánea, Nardo emitió un ruido abrupto. Gurney lo miró, luego siguió la dirección de la mirada asombrada del teniente hasta el otro rincón de la amplia estancia. Allí, apenas visible entre las sombras, lejos del alcance de la débil luz proyectada por la lámpara de la mesa sobre los cheques enmarcados, parcialmente oculta por las orejas de un sillón Reina Ana y camuflada con un camisón del mismo tono rosado que la tapicería, distinguió a una mujer frágil sentada con la cabeza doblada hacia delante sobre su pecho.
Nardo soltó el clip de una linterna de cinturón y enfocó a la mujer.
Gurney suponía que su edad estaría situada en cualquier punto entre los cincuenta y los setenta años. La piel tenía una palidez mortal. El cabello rubio, peinado con profusión de rizos, no podía ser otra cosa que una peluca. Pestañeando, la mujer levantó la cabeza de manera tan gradual que apenas parecía estar moviéndose, girándola hacia la luz con una gracia curiosamente heliotrópica.
Nardo miró a Gurney, luego volvió a mirar a la mujer de la silla.
—He de hacer pis —dijo la mujer.
Su voz era alta, áspera, imperiosa. La altanera inclinación de la barbilla reveló una desagradable cicatriz en el cuello.
—¿Quién diablos es? —susurró Nardo, como si Gurney tuviera que saberlo.
De hecho, Gurney estaba seguro de que sabía exactamente quién era. También sabía que bajarle la llave a Nardo al sótano había sido un error garrafal.
Se volvió con rapidez hacia la puerta abierta, pero Gregory Dermott ya estaba allí de pie, con una botella de Four Roses en una mano y una 38 especial en la otra. No había rastro del hombre enfadado y voluble aquejado de migraña. Los ojos, que ya no se retorcían en una imitación de dolor y acusación, habían vuelto a lo que, suponía Gurney, era su estado normal: el derecho, entusiasta y determinado; el izquierdo, oscuro y frío como el plomo.