—De un modo instintivo la ha evaluado como arma potencial. Está muy bien, es muy apropiado. Tiene una simpatía natural con la personalidad de su personaje. Ahora, con esa botella en la mano, se queda de pie, y la mueve de un lado a otro a los pies de la cama de su mujer. La mira con rabia estúpida a ella y a su hijo pequeño y a su ganso de peluche. Muestra los dientes como un estúpido perro rabioso. —Dermott hizo una pausa y examinó el rostro de Nardo—. Enséñeme los dientes.
Los labios de Nardo se tensaron y se separaron. Gurney se dio cuenta de que no había nada artificial en la rabia de esa expresión.
—¡Muy bien! —se entusiasmó Dermott. ¡Perfecto! Tiene un talento auténtico para esto. Ahora se queda ahí con los ojos inyectados en sangre, con saliva en los labios, y le grita a su mujer, que está en la cama: «¿Qué coño está haciendo aquí?». Me señala a mí. Mi madre dice: «Calma, Jim, estaba enseñándonos su cuento a Dickie Duck y a mí». Usted dice: «Yo no veo ningún puto cuento». Mi madre le dice: «Mira, está aquí mismo, en la mesita». Pero usted tiene una mente sucia, algo que refleja en su cara sucia. Sus pensamientos sucios supuran como el sudor aceitoso en su apestosa piel. Mi madre le dice que está borracho y que debería irse a dormir a la otra habitación. Pero usted empieza a quitarse la ropa. Yo le grito que salga. Pero usted se quita toda la ropa y se queda ahí desnudo, mirándonos lascivamente. A mí me dan ganas de vomitar. Mi madre le grita, le grita que no sea tan asqueroso, que salga de la habitación. Usted dice: «¿A quién coño le estás hablando, zorra asquerosa?». Entonces parte la botella de whisky en el cabezal de la cama, salta sobre ella como un mono desnudo, con la botella rota en la mano. El nauseabundo hedor del whisky impregna la habitación. Su cuerpo apesta. Llama a mi madre zorra y…
—¿Cómo se llama? —le interrumpió Nardo.
Dermott parpadeó dos veces.
—Eso no importa.
—Claro que importa.
—He dicho que no importa.
—¿Por qué no?
Dermott parecía desconcertado por la pregunta, aunque sólo un poco.
—No importa cómo se llama porque nunca la llama por su nombre. La llama de distintas maneras, de maneras desagradables, pero nunca usa su nombre. Nunca le muestra ningún respeto. Quizás hace tanto tiempo que no usa su nombre que se le ha olvidado.
—Pero usted conoce su nombre, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. Es mi madre. Por supuesto que conozco el nombre de mi madre.
—Entonces, ¿cuál es?
—No le importa. A usted le da igual.
—Aun así, me gustaría saber cuál es.
—No quiero que su nombre esté en su sucio cerebro.
—Si he de simular ser su marido, he de saber su nombre.
—Ha de saber lo que yo quiero que sepa.
—No puedo hacerlo si no sé quién es esa mujer. No me importa lo que diga, para mí no tiene ningún sentido no conocer el nombre de mi propia esposa.
Gurney no tenía claro adonde quería ir a parar Nardo.
¿Se había dado cuenta finalmente de que iban a dirigirle para que representara la agresión de Jimmy Spinks sobre su esposa, Felicity, para que representara lo que había ocurrido veinticuatro años antes? ¿Había caído en la cuenta de que ese Gregory Dermott que un año antes había comprado esa casa podría muy bien ser el hijo de Jimmy y Felicity, el chico de ocho años al que los Servicios Sociales habían tomado bajo custodia tras el desastre familiar? ¿Se le había ocurrido que la mujer que estaba en la cama con una cicatriz en la garganta era casi con total seguridad Felicity Spinks, a la que su hijo había sacado del centro donde había permanecido ingresada desde hacía tanto tiempo?
¿Nardo tenía la esperanza de cambiar la dinámica homicida de la pequeña «obra» que se estaba desarrollando revelando de qué se trataba? ¿Estaba tratando de crear una distracción psicológica con la esperanza de encontrar una vía de escape? ¿O sólo estaba caminando a tientas en la oscuridad, tratando de retrasar lo más posible, como fuera posible, lo que Dermott tenía en la mente?
Por supuesto, cabía otra posibilidad. Lo que Nardo estaba haciendo, y la manera en que estaba reaccionando Dermott, podría no tener ningún sentido. Tal vez era la clase de disputa ridículamente trivial por la cual los niños pequeños se pegan con palas de plástico en un arenero y por la cual los hombres airados se pegan y se matan en peleas de bar. Desanimado, sospechó que esa última hipótesis era tan buena como cualquier otra.
—Que piense que no tiene sentido no tiene importancia —dijo Dermott, de nuevo ajustando medio centímetro el ángulo del ganso, con la mirada fija en la garganta de Nardo—. Nada de lo que piense usted tiene la menor importancia. Es hora de que se quite la ropa.
—Primero dígame su nombre.
—Es hora de que se quite la ropa, rompa la botella y salte en la cama como un mono desnudo. Como un estúpido, baboso y horrible monstruo.
—¿Cómo se llama?
—Es la hora.
Gurney vio un leve movimiento en el músculo del antebrazo de Dermott, lo cual significaba que su dedo se estaba tensando en el gatillo.
—Sólo dígame el nombre.
Cualquier duda que le quedara de lo que estaba ocurriendo había desaparecido. Nardo había trazado su línea en la arena y había apostado toda su hombría, de hecho su vida, a lograr que su adversario respondiera la pregunta. Dermott, por su parte, había invertido todo en mantener el control. Gurney se preguntó si Nardo tenía alguna idea de lo importante que era tener el control para el hombre al que estaba tratando de enfrentarse. Según Rebecca Holdenfield de hecho, en opinión de cualquiera que supiera algo de los asesinos en serie, el control era lo que merecía todo, cualquier riesgo. El control absoluto con la sensación de omnisciencia omnipotencia que generaba era la euforia definitiva. Amenazar ese objetivo de frente, sin una pistola en la mano, era suicida.
Parecía que la ceguera ante ese hecho había puesto una vez más a Nardo a un milímetro de la muerte, y esta vez Gurney no podía salvarlo gritándole que se sometiera. Esa táctica no funcionaría una segunda vez.
Ahora el homicidio estaba a punto de producirse, su momento llegaba como una veloz nube de tormenta en los ojos de Dermott. Gurney nunca se había sentido tan impotente. No se le ocurría ninguna forma de detener ese dedo en el gatillo.
Fue entonces cuando oyó la voz, limpia y fría como plata pura. Era, sin lugar a dudas, la voz de Madeleine, que le decía algo que le había dicho años atrás en cierta ocasión cuando él se sentía irremisiblemente frustrado por el caso Jason Strunk.
«Sólo hay una salida de un callejón sin salida.»
Por supuesto, pensó. Qué absurdamente obvio, caminar en sentido contrario.
Si pretendes detener a un hombre que tiene una abrumadora necesidad de controlarlo todo de matar para obtener ese control precisas hacer exactamente lo contrario de lo que te dicte el instinto. Tras reflexionar sobre la frase de Madeleine, se dio cuenta de lo que necesitaba hacer. Era atroz, patentemente irresponsable y legalmente indefendible, si no funcionaba. Pero sabía que funcionaría.
—Ahora, vamos, Gregory— susurró. ¡Dispárele!
Hubo un momento de incomprensión compartida en el que ambos hombres pugnaron por asimilar lo que acababan de escuchar, como si pudieran pugnar por comprender un trueno en un día sin nubes. Dermott vaciló. La dirección del arma en el ganso se movió un poco hacia Gurney, hacia la silla situada contra la pared.
Los labios de Dermott se extendieron hacia ambos lados en su imitación mórbida de una sonrisa.
—¿Perdón?
En la afectada indiferencia, Gurney sintió un temblor de inquietud.
—Ya me ha oído, Gregory —dijo—. Le he dicho que le dispare.
—¿Usted me ha dicho… a mí?
Gurney suspiró con elaborada impaciencia.
—Me está haciendo perder tiempo.
—¿Perder…? ¿Qué demonios cree que está haciendo? —La pistola en el ganso se movió más en la dirección de Gurney. Su indiferencia había desaparecido.
Nardo tenía los ojos como platos. A Gurney le costaba calibrar las emociones que se mezclaban detrás del asombro. Como si fuera Nardo quien le exigía saber lo que estaba pasando, Gurney se volvió hacia él y dijo, con la máxima naturalidad que pudo:
—A Gregory le gusta matar a gente que le recuerda a su padre.
Hubo un sonido ahogado en la garganta de Dermott, como el principio de una palabra o un grito que se quedó encajado ahí. Gurney permaneció decididamente concentrado en Nardo y continuó con el mismo tono insulso.
—El problema es que necesita que le den un empujoncito de cuando en cuando. Se queda empantanado en el proceso. Y, por desgracia, comete errores. No es tan listo como cree. ¡Oh, Cielo santo! —Hizo una pausa y sonrió de manera especulativa a Dermott, cuyos músculos de la mandíbula estaban ahora visibles—. ¿Tiene posibilidades, verdad? El pequeño Gregory no es tan listo como cree. ¿Qué le parece, Gregory? ¿Cree que podría empezar un nuevo poema así? —Casi le guiñó el ojo, pero pensó que eso podría ser ir demasiado lejos.
Dermott lo miró con odio, confusión y algo más. Esperaba que ese algo más fuera un remolino de interrogantes que un obseso por el control se vería obligado a resolver antes de matar al único hombre capaz de ayudarle a hacerlo. La siguiente palabra de Dermott, con su entonación tensa, le dio esperanza.
—¿Errores?
Gurney asintió con aire apesadumbrado.
—Unos cuantos, me temo.
—Es usted un mentiroso, detective. Yo no cometo errores.
—¿No? ¿Cómo los llama entonces, si no los llama errores? ¿Cagadas de Dickie Duck?
Incluso en el momento de decirlo se preguntó si no había dado el paso fatal. En ese caso, en función de dónde le diera la bala, podría no saberlo nunca. Fuera como fuese, no quedaba una ruta de retirada segura. Gurney detectó una serie de minúsculas vibraciones en las comisuras de los labios de Dermott. Reclinado incongruentemente en esa cama, pareció mirar a Gurney desde una atalaya en el Infierno.
Gurney en realidad sólo sabía de un error que hubiera cometido Dermott, un error relacionado con el cheque de Kartch que finalmente había encajado en su lugar sólo un cuarto de hora antes, cuando había visto la copia enmarcada de ese cheque en la mesita. Pero suponiendo que pudiera afirmar que había reconocido el error y su significado desde el principio, ¿qué efecto habría tenido en el hombre que estaba tan desesperado por creer que poseía el control total?
Una vez más, la máxima de Madeleine llegó a su mente, marcha atrás. Si no puedes retroceder, adelante a toda velocidad. Se volvió hacia Nardo, como si pudiera no hacer caso del asesino en serie que estaba en la sala.
—Una de sus cagadas más tontas fue cuando me dio los nombres de los hombres que le habían enviado los cheques. Uno de los nombres era Richard Kartch. La cuestión es que éste envió el cheque en un sobre en blanco, sin nota alguna. La única identificación era el nombre impreso en el mismo cheque. El nombre que aparecía en el cheque era «R. Kartch», y ésa era también la forma en que firmaba. La R podría haber sido de Robert, Ralph, Randolph, Rupert y una docena de nombres más. Pero Gregory (aunque al mismo tiempo decía que no conocía de nada ni había tenido ningún contacto con el remitente, salvo por el nombre y la dirección en el cheque en sí) sabía que era Richard, lo cual yo vi en el buzón de la casa de Kartch en Sotherton. Así que, en ese momento, supe que estaba mintiendo. Y la razón era obvia.
Esto fue demasiado para Nardo.
—¿Lo sabía? Entonces, ¿por qué demonios no nos lo dijo para que pudiéramos detenerlo?
—Porque sabía lo que iba a hacer y por qué iba a hacerlo, y no tenía interés en detenerlo.
Nardo tenía aspecto de haber entrado en un universo alternativo, donde las moscas daban manotazos a las personas.
Un sonido agudo atrajo la atención de Gurney hacia la cama. La mujer mayor estaba entrechocando sus chapines de cristal rojos como Dorothy al salir de Oz de camino a Kansas. La pistola en el ganso apuntaba directamente a Gurney. Dermott estaba haciendo un esfuerzo (al menos Gurney esperaba que requiriera un esfuerzo) para dar la impresión de no inmutarse por la revelación de Kartch. Articuló las palabras con peculiar precisión.
—Sea cual sea el juego al que está jugando, detective, voy a terminarlo yo.
Gurney, con toda la experiencia interpretativa que pudo aprovechar, trató de hablar con la confianza de quien está apuntando con una Uzi al pecho de su enemigo.
—Antes de formular una amenaza —dijo con voz suave—, asegúrese de que comprende la situación.
—¿Situación? Si disparo, usted muere. Si disparo otra vez, él muere. Los babuinos entran por la puerta y mueren. Ésa es la situación.
Gurney cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la pared, con un suspiro profundo.
—¿Tiene idea…, alguna idea? —empezó, luego negó con la cabeza, cansado—. No, no, por supuesto que no. ¿Cómo iba a tenerla?
—¿Una idea de qué, detective? —Dermott usó el título con exagerado sarcasmo.
Gurney rio. Fue una suerte de risa trastornada, concebida para plantear nuevas preguntas en la mente de Dermott, pero en realidad estaba cargada con la energía de un creciente caos emocional que se apoderaba de su interior.
—¿Sabe a cuántos hombres he matado? —Susurró, mirando a Dermott con salvaje intensidad, rezando para que el hombre no reconociera el propósito de consumir tiempo de su desesperada improvisación, rezando para que los policías de Wycherly se dieran cuenta de la ausencia de Nardo. ¿Cómo diablos no se habían dado cuenta todavía? ¿O lo habían hecho? El cristal seguía entrechocando.
—Los polis estúpidos matan gente todo el tiempo —dijo Dermott, me importa bien poco.
—No me refiero a hombres. Me refiero a hombres como Jimmy Spinks. Adivine a cuántos hombres como Jimmy Spinks he matado.
Dermott pestañeó.
—¿De qué demonios está hablando?
—Estoy hablando de matar borrachos. De limpiar el mundo de animales alcohólicos, de acabar con la escoria de la Tierra.
Una vez más hubo una vibración casi imperceptible en la boca de Dermott. Había captado su atención, de eso no cabía duda. ¿Ahora qué? Qué otra cosa salvo deslizarse sobre la ola. No había otra salida. Improvisó:
—Una noche, en la terminal de autobuses de la autoridad portuaria, cuando era un poli novato, me pidieron que sacara a unos indigentes de la entrada trasera. Uno no se quería ir. Olía a whisky desde tres metros de distancia. Le volví a decir que saliera del edificio, pero en lugar de dirigirse a la puerta empezó a caminar hacia mí. Sacó un cuchillo de cocina del bolsillo, un cuchillo pequeño con el filo de sierra de los que usas para pelar una naranja. Blandió el cuchillo de manera amenazadora y no hizo caso de mi orden de soltarlo. Dos testigos que vieron la confrontación desde la escalera mecánica juraron que disparé en defensa propia. —Hizo una pausa y sonrió. Pero no es cierto. Si hubiera querido, podría haberlo reducido sin despeinarme siquiera. En cambio, le disparé en la cara y los sesos le salieron por la parte de atrás de la cabeza. ¿Sabe por qué lo hice, Gregory?