Entonces Dermott añadió la letra, pero no la letra adecuada. Cantó como un niño:
«Vamos a la cama otra vez, a la cama otra vez, a la cama otra vez. Vamos a la cama otra vez, temprano por la mañana»
.
—He de hacer pis —dijo la mujer.
Dermott continuó cantando su extraña tonadilla como si fuera una canción de cuna. Gurney se preguntó si el hombre estaba lo bastante distraído para permitir un salto por encima de la cama. Pensó que no. ¿Más adelante dispondría de un momento más apropiado? Si la historia del gas de cloro de Dermott era un plan de acción y no sólo una fantasía para dar miedo, ¿cuánto tiempo les quedaba? Suponía que no mucho.
Encima de ellos, la casa permanecía en completa calma. No había ninguna indicación de que ninguno de los otros policías de Wycherly hubiera descubierto la ausencia del teniente o de que, si alguien lo había hecho, se hubiera dado cuenta de qué implicaba. Gurney reparó en que no había voces altas, ni pies que se arrastraban, ningún atisbo de actividad exterior en absoluto, lo cual significaba que salvar la vida de Nardo, y la suya, probablemente dependería de lo que pudiera ocurrírsele a él en los siguientes cinco o diez minutos para desbaratar los planes del psicópata que estaba ahuecando los almohadones de la cama.
Dermott dejó de cantar. Caminó de lado por el borde de la cama hasta un punto desde el cual pudiera apuntar con igual facilidad a Nardo y a Gurney. Empezó a mover el arma adelante y atrás como si fuera un bastón, rítmicamente; apuntaba a uno y luego al otro, y vuelta a empezar. A Gurney se le ocurrió, quizá por el movimiento de sus labios, que Dermott estaba moviendo la pistola al ritmo de una canción. La posibilidad de que esa recitación silenciosa fuera puntuada al cabo de pocos segundos por una bala en una de sus cabezas parecía abrumadoramente real, lo bastante real para impulsar a Gurney a lanzar una pulla verbal.
Con la voz más tranquila y despreocupada posible, preguntó:
—¿Se pone alguna vez los chapines de rubí?
Los labios de Dermott dejaron de moverse, y su expresión facial se transformó en un vacío profundo y peligroso. Su pistola perdió el ritmo. La dirección del cañón se posó lentamente en Gurney como la bola de una ruleta que se detiene en un número perdedor.
No era la primera vez que estaba encañonado por un arma, pero nunca en sus cuarenta y siete años de vida se había sentido tan cerca de la muerte. Notaba una sensación de sequedad en la piel, como si la sangre se le estuviera retirando a un lugar más seguro. Luego, de manera extraña, sintió calma. Recordó los relatos que había leído de hombres sobre un mar helado, la tranquilidad alucinatoria que sentían antes de perder la conciencia. Miró a través de la cama a Dermott, a aquellos ojos emocionalmente asimétricos: uno como el de un cadáver de una antigua batalla; el otro encendido de odio. En ese segundo ojo percibió que se desarrollaba un rápido cálculo. Quizá la referencia de Gurney a los chapines robados en The Laurels había cumplido su propósito: plantear preguntas que requerían solución. Quizá Dermott se estaba preguntando cuánto sabía y cómo ese conocimiento podía afectar al desenlace de aquella situación.
El psicópata resolvió sus dudas con desalentadora rapidez. Sonrió, mostrando por segunda vez un atisbo de dientes pequeños y perlados.
—¿Recibió mis mensajes? —preguntó de un modo juguetón.
La paz que había envuelto a Gurney se estaba desvaneciendo. Sabía que responder la pregunta mal crearía un problema mayor. Y lo mismo no responderla. Esperaba que Dermott sólo se estuviera refiriendo a las dos cosas que parecían mensajes que había encontrado en The Laurels.
—¿Se refiere a la pequeña cita de
El resplandor
?
—Ése es uno —dijo Dermott.
—Obviamente apuntarse como «señor y señora Scylla». —Gurney sonó aburrido.
—Ese el segundo, pero el tercero era el mejor, ¿no le parece?
—El tercero me pareció estúpido —dijo Gurney, desesperadamente bloqueado, repasando sus recuerdos de la excéntrica posada y su medio propietario Bruce Wellstone.
Su comentario produjo un destello de rabia en Dermott, seguido de una especie de cautela.
—Me pregunto si de verdad sabe de qué estoy hablando, detective.
Gurney reprimió su urgencia de protestar. Había descubierto que con frecuencia el mejor farol es el silencio. Y era más fácil pensar cuando no estabas hablando.
La única cosa peculiar que podía recordar era que Wellstone había mencionado algo de unos pájaros, y que algo no tenía sentido en esa época del año. ¿Qué diablos de pájaros eran? ¿Y qué pasaba con el número? Algo respecto al número de pájaros…
Dermott estaba perdiendo la paciencia. Era el momento de otro golpe.
—Los pájaros —dijo Gurney con astucia.
Al menos esperaba que sonara a astucia y no a estupidez. Algo en los ojos de Dermott le decía que el golpe podía haber conectado. Pero ¿cómo? ¿Y entonces qué? ¿Qué importaba de los pájaros? ¿Cuál era el mensaje? ¿La parte incorrecta del año? ¿Para qué? Camachuelos de pecho rosa. Eso es lo que eran. ¿Y qué? ¿Qué tenían que ver esos camachuelos de pecho rosa con nada?
Decidió seguir con el farol y ver adonde le llevaba.
—Camachuelos de pecho rosa —dijo con una mueca enigmática.
Dermott trató de ocultar un destello de sorpresa bajo una sonrisa paternalista. Gurney deseaba saber de qué se trataba, quería saber qué estaba simulando saber. ¿Cuál era el maldito número que había mencionado Wellstone? No tenía ni idea de qué decir a continuación, de cómo responder a una pregunta directa si ésta se producía. No se produjo.
—Tenía razón con usted —dijo Dermott con petulancia—, desde nuestra primera conversación telefónica, supe que era más listo que la mayoría de su grupo de babuinos.
Hizo una pausa, asintiendo para sus adentros con aparente placer.
—Está bien —continuó—. Un mono inteligente. Será capaz de apreciar lo que está a punto de ver. De hecho, creo que seguiré su consejo. Al fin y al cabo, es una noche especial, una noche perfecta para unos zapatos mágicos.
Mientras seguía hablando, iba retrocediendo hacia una cajonera apoyada contra la pared del otro lado de la sala. Sin apartar la mirada de Gurney, abrió el cajón de arriba y sacó, con llamativo cuidado, un par de zapatos. El estilo le recordó a los zapatos de vestir de medio tacón y abiertos por detrás que se ponía su madre para ir a la iglesia, salvo que esos zapatos estaban hechos de cristal de color rubí, cristal que brillaba como sangre translúcida en la luz tenue.
Dermott cerró el cajón con el codo y volvió a la cama con los zapatos en una mano y la pistola en la otra, todavía apuntando a Gurney.
—Agradezco su aportación, detective. Si no hubiera mencionado los zapatos, no habría pensado en ellos. La mayoría de los hombres en su situación no serían tan serviciales.
Gurney supuso que la burla no sutil en el comentario pretendía hacerle ver que el asesino poseía un control tan absoluto de la situación que podía fácilmente sacar provecho de cualquier cosa que otro pudiera decir o hacer. Se inclinó sobre la cama, le quitó las viejas zapatillas gastadas de pana a la mujer y las sustituyó por los chapines de color rojo brillante. Sus pies eran pequeños, y los zapatos se deslizaron con suavidad.
—¿Dickie Duck se va a acostar? —preguntó la anciana, como un niño que recita su parte favorita de un cuento de hadas.
—Matará a la serpiente y le cortará la cabeza, luego Dickie Duck se irá a dormir —replicó él con voz cantarina.
—¿Dónde ha estado mi pequeño Dickie?
—Matando al gallo para salvar a la gallina.
—¿Por qué Dickie hace lo que hace?
—Por sangre que es tan roja como rosa pintada, para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.
Dermott miró a la anciana con expectación, como si la conversación ritual no hubiera terminado. Se inclinó hacia ella, para ayudarla con un susurro audible.
—¿Qué hará Dickie esta noche?
—¿Qué hará Dickie esta noche? —preguntó ella con el mismo susurro.
—Llamará a los cuervos hasta que estén todos muertos, luego Dickie Duck se irá a dormir.
La mujer movió las puntas de los dedos de manera ensimismada por los rizos de su peluca, como si imaginara que se peinaba de un modo etéreo. La sonrisa de su rostro le recordó a Gurney la de un heroinómano.
Dermott también la estaba observando. Su mirada era repugnantemente no filial, la punta de la lengua se movía adelante y atrás entre sus labios como un pequeño parásito resbaladizo. Entonces pestañeó y miró a su alrededor.
—Creo que estamos listos para empezar —dijo con brío.
Se aupó a la cama y trepó por encima de las piernas de la mujer hasta el otro lado, cogiendo el ganso del arcón al hacerlo. Se apoyó contra las almohadas al lado de ella y colocó el peluche en su regazo.
—Ya casi estamos.
El tono alegre del comentario habría sido apropiado para alguien que coloca una vela en un pastel de cumpleaños. En cambio, lo que estaba haciendo era meter el revólver, con el dedo todavía en el gatillo, en un bolsillo profundo cortado en la parte de atrás del ganso.
«Dios santo pensó Gurney. ¿Fue así como le disparó a Mark Mellery? ¿Fue así como el residuo de relleno de plumas terminó en la herida del cuello y en la sangre del suelo? ¿Es posible que en el momento de su muerte Mellery estuviera mirando un puto ganso?»
La imagen era tan grotesca que tuvo que contener una necesidad de reír. ¿O era un espasmo de terror? Fuera cual fuese la emoción, era brusca y poderosa. Se había enfrentado a muchos enajenados sádicos, asesinos sexuales de toda calaña, sociópatas con piolets, incluso caníbales, pero nunca antes se había visto forzado a idear una solución para escapar de una pesadilla tan compleja, a sólo un movimiento de dedo de que una bala acabara alojada en su cerebro.
—Teniente Nardo, levántese, por favor. Es la hora de su entrada. —El tono de Dermott era ominoso, teatral, irónico.
En un susurro tan bajo que Gurney no estaba seguro de haberlo oído o imaginado, la vieja mujer empezó a murmurar.
—Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. —Parecía más el tictac de un reloj que una voz humana.
Gurney observó que Nardo descruzaba las manos, estirando y apretando los dedos. Se levantó del suelo, a los pies de la cama, con la elasticidad de un hombre en muy buena forma. Su mirada dura pasó de la extraña pareja en la cama a Gurney y de nuevo a la cama. Si algo de esa escena le sorprendió, su rostro pétreo no lo delató. La única cosa obvia, por la forma en que miraba al ganso y al brazo de Dermott detrás de él, era que había adivinado dónde estaba la pistola.
En respuesta, Dermott empezó a acariciar la espalda del ganso con la mano libre.
—Una última pregunta, teniente, en relación con sus intenciones antes de que empecemos. ¿Piensa hacer lo que le diga?
—Claro.
—Interpretaré la respuesta literalmente. Voy a darle una serie de instrucciones y usted las sigue con precisión. ¿Está claro?
—Sí.
—Si fuera un hombre menos confiado, podría poner en duda su seriedad. Espero que valore la situación. Deje que ponga todas mis cartas sobre la mesa para impedir cualquier mal entendido. He decidido matarle. Es algo que ya no se puede alterar. La única cuestión que queda abierta es cuándo lo mataré. Esa parte de la ecuación depende de usted. ¿Me sigue hasta ahora?
—Usted me mata, pero yo decido cuándo. —Nardo habló con una especie de desprecio aburrido que a Dermott le pareció gracioso.
—Exacto, teniente. Usted decide cuándo. Pero sólo hasta cierto punto, por supuesto, porque en última instancia todos tendrán un fin apropiado. Hasta entonces puede permanecer vivo diciendo lo que yo le ordene que diga y haciendo lo que yo le ordene que haga. ¿Aún me sigue?
—Sí.
—Por favor, recuerde que, en cualquier momento, tiene la opción de morir al instante con el sencillo recurso de no seguir mis instrucciones. La obediencia añadirá momentos preciosos a su vida. La resistencia los restará. ¿Podría ser más simple?
Nardo lo miró sin pestañear.
Gurney deslizó los pies unos centímetros hacia las patas de su silla para situarse en la mejor posición posible para abalanzarse sobre la cama, esperando que la dinámica emocional entre los dos hombres explotara en cuestión de segundos.
Dermott dejó de acariciar el ganso.
—Por favor, vuelva a colocar los pies donde los tenía dijo sin apartar la mirada de Nardo.
Gurney hizo lo que le ordenaron, con un nuevo respeto por la visión periférica de Dermott.
—Si vuelve a moverse, los mataré a los dos sin decir ni una palabra más. Ahora, teniente —continuó plácidamente Dermott—, escuche con atención cuál es su papel. Es usted un actor en una obra. Su nombre es Jim. La función es sobre Jim, su mujer y su hijo. La función es corta y sencilla, pero tiene un gran final.
—He de hacer pis —dijo la mujer con voz ausente, acariciando otra vez los rizos rubios con las yemas de los dedos.
—No pasa nada, madre —respondió sin mirarla—. Todo irá bien. Todo será como siempre debería haber sido.
Dermott ajustó la posición del ganso ligeramente en su regazo, para apuntar, supuso Gurney, hacia Nardo.
—¿Todo listo?
Si la mirada firme de Nardo fuera veneno, Dermott ya habría muerto tres veces. En cambio, sólo había un pequeño destello en la comisura de su boca que podría ser una sonrisa, una mueca o tal vez un atisbo de excitación.
—Por esta vez, tomaré su silencio por un sí. Pero le haré una advertencia amistosa. Cualquier posterior ambigüedad en sus respuestas resultará en el inmediato final de la obra y de su vida. ¿Me entiende?
—Sí.
—Bien. Se alza el telón. Empieza la obra. Estamos a finales de otoño. El momento del día es al caer la tarde, ya ha oscurecido. Ambiente inhóspito, un poco de nieve en la calle, un poco de hielo. De hecho, la noche se parece mucho a ésta. Es su día libre. Ha pasado el día en un bar del pueblo, bebiendo todo el día, con sus colegas borrachos. Llega a casa cuando empieza la función. Entra tambaleándose en el dormitorio de su mujer. Tiene la cara colorada y está enfadado. Sus ojos son apagados y estúpidos. Tiene una botella de whisky en la mano. Dermott señaló la Four Roses que estaba en el arcón. Puede usar esa botella de ahí. Cójala.
Nardo se acercó y la cogió. Dermott asintió de manera aprobadora.