Sé lo que estás pensando (27 page)

Read Sé lo que estás pensando Online

Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Sé lo que estás pensando
7.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué demonios se supone que significa todo esto? —bravuconeó Hardwick, traicionado por una expresión de inquietud en los ojos.

—Significa, o bien que un criminal muy listo y muy cuidadoso se tomó muchas molestias para hacer algo sin sentido, o bien que nuestra reconstrucción de lo que ocurrió aquí está equivocada.

Blatt, que había seguido la conversación como si fuera un partido de tenis, miró a Hardwick. Éste tenía pinta de estar saboreando un gusto amargo en la boca.

—¿Alguna posibilidad de que consigas algo de café?

Blatt frunció los labios a modo de queja, pero retrocedió hacia la casa, presumiblemente para hacer lo que le habían pedido.

Hardwick se tomó su tiempo para encender un cigarrillo.

—Hay algo más que no tiene sentido. Estaba mirando un informe sobre los datos de las huellas de pisadas. El espacio entre las huellas que vienen de la calle hasta la posición de la silla que estaba detrás del granero promedia ocho centímetros más que entre las huellas que iban del cadáver al bosque.

—¿Significa que el criminal caminó más deprisa cuando llegó que cuando se fue?

—Exactamente eso.

—O sea, ¿que tenía más prisa para llegar al granero y sentarse a esperar que para alejarse de la escena después del crimen?

—Ésa es la interpretación de los datos que hace Wigg, y no se me ocurre ninguna otra.

Gurney negó con la cabeza.

—Te estoy diciendo, Jack, que nuestras lentes están desenfocadas. Y por cierto, hay otro dato extraño que me inquieta. ¿Dónde se encontró exactamente la botella de whisky?

—A unos treinta metros del cadáver, siguiendo las huellas que se alejaban.

—¿Por qué allí?

—Porque es allí donde la dejó. ¿Cuál es el problema?

—¿Por qué llevarla? ¿Por qué no dejarla junto al cadáver?

—Un descuido. En el calor del momento no se dio cuenta de lo que tenía en la mano. Cuando cayó en la cuenta, la tiró. No veo el problema.

—Quizá no lo hay. Pero las pisadas son muy regulares, relajadas, sin prisa: como si estuviera siguiendo un plan.

—¿Adónde coño quieres ir a parar? —Hardwick estaba mostrando la frustración de un hombre que trata de que no se le caiga la compra de una bolsa rota.

—En este caso, todo ajusta a la perfección, todo está bien planeado, todo es muy cerebral. Mi instinto me dice que todo está donde está por alguna razón.

—¿Me estás diciendo que llevó el arma treinta metros y la soltó allí por una razón premeditada?

—Eso diría.

—¿Qué maldita razón podría tener?

—¿Qué efecto tuvo en nosotros?

—¿De qué estás hablando?

—Este tipo está tan centrado en la Policía como lo estaba en Mark Mellery. ¿Se te ha ocurrido que las singularidades de la escena del crimen podrían formar parte de un juego que está jugando con nosotros?

—No, no se me ha ocurrido. Francamente, es bastante descabellado.

Gurney contuvo las ganas de formular su hipótesis:

—Entiendo que el capitán Rod todavía piensa que nuestro hombre es uno de los huéspedes.

—Sí, «uno de los lunáticos del manicomio» es como lo ha dicho.

—¿Estás de acuerdo?

—¿En que son lunáticos? Completamente. ¿En que uno de ellos es el asesino? Quizá.

—¿Y quizá no?

—No estoy seguro, pero no se lo digas a Rodríguez.

—¿Tiene algún candidato favorito?

—Cualquiera de los drogadictos le serviría. Ayer continuaba con que el Instituto Mellery para la Renovación Espiritual no era más que un centro de rehabilitación no regulado para capullos ricos.

—No veo la conexión.

—¿Entre qué?

—¿Qué tiene que ver exactamente la drogadicción con el asesinato de Mark Mellery?

Hardwick dio una última calada pensativa al cigarrillo, luego lanzó la colilla a la tierra húmeda, bajo el seto de hojas de acebo. Gurney reflexionó que era algo que no haría nadie en la escena de un crimen, ni siquiera después de que la hubieran peinado, pero era exactamente la clase de cosas de Hardwick a las que se había acostumbrado en su anterior colaboración. Tampoco le sorprendió que se acercara al seto para apagar la colilla en ascuas con la punta del zapato. Ésa era la forma que tenía de darse tiempo para pensar en lo que iba a decir, o a no decir, a continuación. Cuando la colilla quedó apagada y bien enterrada en el suelo, Hardwick habló.

—Probablemente no tiene mucho que ver con el asesinato, pero sí mucho que ver con Rodríguez.

—¿Algo de lo que puedas hablar?

—Tiene una hija en Greystone.

—¿El hospital mental de Nueva Jersey?

—Sí. Daño permanente. Drogas de club, metanfetamina, crac. Se frió unos cuantos circuitos cerebrales y trató de matar a su madre. Según la forma en que lo ve Rodríguez, cualquier drogadicto en el mundo es responsable de lo que le haya ocurrido. No es un tema con el que pueda ser razonable.

—Entonces, ¿cree que un adicto mató a Mellery?

—Eso es lo que quiere que haya ocurrido, y eso es lo que piensa.

Una ráfaga de aire húmedo, aislada, barrió el patio desde el seto cubierto de nieve. Gurney sintió un escalofrío y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.

—Pensaba que sólo quería impresionar a Kline.

—Eso también. Para lo capullo que es, es bastante complicado. Fanático del control. Un repugnante manojo de ambiciones. Completamente inseguro. Obsesionado con castigar a los adictos. Y no está muy contento contigo, por cierto.

—¿Por alguna razón específica?

—No le gustan los desvíos del procedimiento estándar. No le gustan los tipos listos. No le gusta que haya nadie más cerca de Kline que él. A saber qué más no le gusta.

—No parece el marco mental ideal para dirigir una investigación.

—Sí, bueno, ¿qué más novedades hay en el mundo de la justicia criminal? Pero sólo porque un tipo sea un capullo no significa que siempre se equivoque.

Gurney aceptó este elemento de sabiduría
hardwickiana
sin hacer comentarios, luego cambió de tema.

—¿El foco en los huéspedes significa que se están descuidando otras vías?

—¿Como cuáles?

—Como hablar con gente de la zona. Moteles, posadas, hostales…

—No se está descuidando nada —dijo Hardwick, que de repente se puso a la defensiva—. Se contactó con los hogares (no hay tantos, menos de una docena en la carretera entre el pueblo y el instituto) en las primeras veinticuatro horas, en un esfuerzo que no produjo ninguna información. Nadie oyó nada, nadie vio nada ni recordó nada. Un par de personas creyeron oír coyotes. Un par más pensaron haber oído ulular un búho.

—¿A qué hora fue eso?

—¿A qué hora fue qué?

—Lo del búho.

—No tengo ni idea, porque ellos no tenían ni idea. En plena noche, fue lo más que se aproximaron.

—¿Alojamientos?

—¿Qué?

—¿Alguien ha comprobado los alojamientos de la zona?

—Hay un motel justo a la salida del pueblo, un edificio destartalado que frecuentan los cazadores. Estaba vacío esa noche. Los únicos otros lugares en un radio de cinco kilómetros son dos hostales. Uno está cerrado en invierno. El otro, si no recuerdo mal, tenía una habitación reservada la noche del crimen: un avistador de pájaros y su madre.

—¿Un avistador de pájaros en noviembre?

—Me pareció extraño, así que consulté algunas webs de avistamiento de aves. Parece que los que van en serio prefieren el invierno: no hay hojas en las ramas, mejora la visibilidad, hay muchos faisanes, búhos, perdices nivales, carboneros capirotados, bla, bla, bla.

—¿Hablaste con ellos?

—Blatt habló con uno de los propietarios, una pareja de maricas con nombres idiotas, ninguna información útil.

—¿Nombres idiotas?

—Uno de ellos era Peachpit
[3]
o algo así.

—¿Peachpit?

—Algo así. No…, Plumstone
[4]
, eso es. Paul Plumstone, ¿Puedes creerlo?

—¿Alguien habló con los observadores de pájaros?

—Creo que se marcharon antes de que Blatt pasara por allí, pero no estoy seguro.

—¿Nadie hizo el seguimiento?

—Joder. ¿Qué coño iban a saber? Si quieres visitar a los Peachpit, adelante. El sitio se llama The Laurels, está dos kilómetros montaña abajo desde el instituto. Tengo una cantidad limitada de hombres asignados a este caso y no puedo perder el tiempo persiguiendo a cualquier persona que haya pasado por Peony.

—Claro.

El significado de la respuesta de Gurney era, a lo sumo, vaga, pero pareció apaciguar un poco a Hardwick, que dijo en un tono casi cordial:

—Hablando de personal, he de volver al trabajo. ¿Qué has dicho que estabas haciendo aquí?

—Pensaba que si me paseaba otra vez sobre el terreno se me podría ocurrir algo.

—¿Ésa es la metodología del as de la resolución de crímenes del Departamento de Policía de Nueva York? ¡Es patético!

—Lo sé, Jack, lo sé. Pero ahora mismo es lo mejor que puedo hacer.

Hardwick volvió a entrar en la casa negando con la cabeza en un exagerado gesto de incredulidad.

Gurney inhaló el olor húmedo de la nieve y, como siempre, éste desplazó por un momento todos los pensamientos racionales, agitando una poderosa emoción infantil para la cual no tenía palabras. Enfiló el césped blanco hacia el bosque. El olor de la nieve lo arrulló con recuerdos; recuerdos de historias que su padre le había leído cuando tenía cinco o seis años, historias de su padre que eran más vívidas para él que cualquier otra cosa de su vida real, historias de pioneros, cabañas en el monte, sendas en el bosque, indios buenos, indios malos, ramitas rotas, huellas de mocasines en la hierba, el tallo roto de un helecho que ofrecía indicios cruciales del paso del enemigo y los gritos de los pájaros del bosque, algunos reales, otros imitados por los indios a modo de comunicaciones en código: imágenes muy concretas, ricas en detalles. Era irónico, pensó, que los recuerdos de las historias que su padre le había contado en su infancia hubieran sustituido la mayoría de sus recuerdos del hombre mismo. Por supuesto, además de contarle historias, su padre nunca había tenido mucho que ver con él. Más que nada, su padre trabajaba. Trabajaba e iba a lo suyo.

Trabajaba e iba a lo suyo. Una frase capaz de resumir una vida. De hecho, describía su propia conducta con la misma precisión que la de su padre. En las barreras que había erigido para no reconocer esas similitudes estaban apareciendo, últimamente, grandes fisuras. Sospechaba no sólo que se estaba convirtiendo en su padre, sino que lo había hecho hacía tiempo.

Trabajaba e iba a lo suyo. Qué pequeño y gélido el sentido de su vida. Qué humillante era ver cuánto de su tiempo en la Tierra podía incluirse en una frase tan corta. ¿Qué clase de marido era si sus energías estaban tan circunscritas? ¿Y qué clase de padre? ¿Qué clase de padre está tan absorto en sus prioridades profesionales que…? No, basta de eso.

Gurney se adentró en el bosque, siguiendo la que recordaba que era la ruta de las pisadas, ahora medio borrada por la nieve fresca. Cuando estuvo en el bosque de árboles de hoja perenne, donde, de manera inverosímil, terminaba la senda, inhaló la fragancia de pino, escuchó el profundo silencio del lugar y esperó la inspiración. No le llegó. Disgustado tras haber esperado lo contrario, se forzó a revisar por vigésima vez lo que sabía en realidad de los sucesos de la noche del crimen. ¿Que el asesino había entrado a pie en la propiedad desde la calle? ¿Que llevaba una 38 especial de la Policía, una botella de Four Roses rota, una silla plegable, un par de botas extra y un reproductor de sonido con los chillidos animales que sacaron a Mellery de la cama? ¿Que llevaba un mono de Tyvek, guantes y una gruesa chaqueta de pluma que podría haber usado para amortiguar el ruido? ¿Que se sentó detrás del granero a fumar cigarrillos? ¿Que hizo salir a Mellery al patio, lo mató de un tiro y luego se encarnizó apuñalándolo con una botella al menos catorce veces? ¿Que luego caminó tranquilamente por el césped y se dirigió ochocientos metros hacia el bosque, colgó un par de botas adicional en la rama de un árbol y desapareció sin dejar rastro?

El rostro de Gurney se había convertido en una mueca, en parte por el deprimente frío húmedo del día, y en parte porque ahora, con más claridad que nunca, se dio cuenta de que lo que «sabía» del crimen no tenía el menor sentido.

29

Hacia atrás

Noviembre era el mes que menos le gustaba, un mes de luz menguante, un mes de incertidumbre que se arrastraba entre el otoño y el invierno.

Esta percepción parecía exacerbar la sensación de que estaba dando tumbos en la niebla en el caso Mellery, sin que pudiera ver algo que tenía delante de sus narices.

Cuando llegó a casa desde Peony ese día, decidió, de manera atípica, compartir su confusión con Madeleine, que estaba sentada a la mesa de pino con unos restos de té y pastel de arándanos.

—Me gustaría conocer tu
input
de algo —dijo, lamentando de inmediato haber elegido esa palabra. A Madeleine no le gustaban las palabras como
input
.

Ella inclinó la cabeza con curiosidad, que David tomó como una invitación.

—El Instituto Mellery ocupa cuarenta hectáreas entre Filchers Brook Road y Thornbush Lane, en la colina que domina el pueblo. Hay treinta y pico hectáreas de bosque, quizá cuatro hectáreas de jardines, macizos de flores, una zona de aparcamiento y tres edificios: el centro de conferencias principal, que también incluye las oficinas y las habitaciones de huéspedes, la residencia privada de Mellery y un granero para el material de mantenimiento.

Madeleine levantó la mirada hacia el reloj colgado en la pared de la cocina, y él se apresuró:

—Los agentes encargados encontraron un conjunto de pisadas que entraban en la propiedad por Filchers Brook Road y conducían a una silla que había detrás del granero. Desde la silla continuaban hasta el lugar donde mataron a Mellery y desde allí a un punto situado a ochocientos metros en dirección al bosque, donde se detenían. No hay más pisadas. No hay rastro de cómo el individuo que dejó esas huellas pudo salir sin dejar más rastros.

—¿Es una broma?

—Estoy describiendo las pruebas reales de la escena.

—¿Y qué hay de la otra calle que mencionaste?

—Thornbush Lane está a treinta metros de la última huella.

—El oso ha vuelto —dijo Madeleine, después de un breve silencio.

Other books

Ansel Adams by Mary Street Alinder
The Cowboy's Surrender by Anne Marie Novark
Full Count by Williams, C.A.
Tenderness by Robert Cormier
The Ranger by Ace Atkins
Essential Beginnings by Kennedy Layne
Swept Away by Candace Camp
A Teenager's Journey by Richard B. Pelzer