Hacia la mañana, Madeleine medio lo despertó al levantarse de la cama. Se sonó la nariz con suavidad en silencio. Por un segundo, David se preguntó si había estado llorando, pero era una idea nebulosa, fácilmente sustituible por la más probable explicación de que estaba sufriendo una de sus alergias de otoño. Era vagamente consciente de que ella había ido al lavabo y que se había puesto el albornoz. Poco después, oyó o imaginó no estaba seguro de cuál de las dos cosas sus pisadas en las escaleras del sótano. Poco después de eso, ella pasó de largo en silencio junto a la puerta del dormitorio. Cuando la primera luz del alba se extendió por la habitación hasta el pasillo, ella apareció, como un espectro, con algo en las manos, algún tipo de caja.
A él todavía le pesaban los párpados por el agotamiento y dormitó una hora más.
Dicotomías
Cuando se levantó, no fue porque sintiera que había descansado ni siquiera estaba del todo despierto, sino porque levantarse parecía preferible a hundirse de nuevo en un sueño que lo había dejado sin ningún recuerdo de sus detalles, pero con una sensación clara de claustrofobia. Era como una de las resacas que había experimentado en sus días de facultad.
Se obligó a ducharse, lo cual sólo mejoró levemente su humor; luego se vistió y fue a la cocina. Le alivió ver que Madeleine había preparado suficiente café para los dos. Ella estaba sentada a la mesa del desayuno, pensativa, mirando por la puerta cristalera y sosteniendo su gran taza esférica humeante con ambas manos, como para calentárselas. Se sirvió una taza de café y se sentó frente a ella.
—Buenos días —dijo.
Ella esbozó una vaga sonrisita por toda respuesta.
David siguió la mirada de su esposa por el jardín hasta la ladera boscosa situada al otro extremo del pasto. Un viento enfurecido estaba desnudando los árboles de las pocas hojas que les quedaban. Por lo general, los vientos fuertes ponían nerviosa a Madeleine, desde que un enorme roble cayó en la carretera delante de su coche el día que se habían mudado a Walnut Crossing, pero esa mañana parecía demasiado preocupada para fijarse.
Al cabo de un minuto o dos, Madeleine se volvió hacia él, y su expresión se intensificó como si acabara de reparar en algo de su atuendo o de su porte.
—¿Adónde vas? —preguntó.
David vaciló.
—A Peony. Al instituto.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —La voz de David sonó áspera por la irritación—. Porque Mellery todavía se niega a informar de su problema a la policía local, y quiero empujarle un poco más en esa dirección.
—Eso puedes hacerlo por teléfono.
—No tan bien como cara a cara. Además, quiero recoger copias de todos los mensajes escritos y una copia de su grabación de la llamada de anoche.
—¿No está FedEx para eso?
Él la miró.
—¿Qué problema hay en que vaya al instituto?
—El problema no es adónde vas, sino por qué vas.
—¿Para convencerlo de que acuda a la Policía? ¿Para recoger los mensajes?
—¿De verdad crees que vas a conducir hasta Peony sólo para eso?
—¿Por qué demonios más?
Ella le dedicó una mirada larga, casi compasiva, antes de responder.
—Vas —dijo— porque te has enganchado a esto y no puedes soltarlo. Vas porque no puedes quedarte al margen.
Entonces ella cerró los ojos muy despacio. Era como el difuminado del final de una película.
David no sabía qué decir. Con mucha frecuencia, Madeleine terminaba así las discusiones, diciendo o haciendo algo que parecía saltar por encima del hilo de sus ideas y dejándolo en silencio.
Esta vez pensó que conocía la razón del efecto que le causaba, al menos parte de la razón. En su tono había oído un eco de su discurso al terapeuta, el discurso que de manera tan vívida había recordado unas horas antes. La coincidencia le resultaba inquietante. Era como si el presente y el pasado de Madeleine, se hubieran unido contra él para susurrarle uno en cada oído.
Se quedó un buen rato en silencio.
Al final, Madeleine llevó las tazas de café al fregadero y las lavó. A continuación, en lugar de dejarlas en el escurreplatos como solía hacer, las secó y volvió a colocarlas en el armarito que había sobre el aparador.
Sin dejar de mirar en el armarito, como si hubiera olvidado por qué estaba allí, preguntó.
—¿A qué hora te vas?
Él se encogió de hombros y miró por la estancia como si la respuesta adecuada pudiera estar en una de las paredes. Al hacerlo, su mirada se vio atraída por un objeto situado en la mesita de café que había delante de la chimenea, al fondo de la sala. Era una caja de cartón, del mismo tamaño y forma de las que podían conseguirse en una licorería. Sin embargo, lo que de verdad captó su atención y la retuvo fue la cinta blanca que rodeaba la caja y quedaba anudada por encima con un sencillo lazo blanco.
Dios bendito. Eso era lo que ella había traído del sótano.
Aunque la caja parecía más pequeña de cómo la recordaba de hacía tantos años y el cartón de un marrón más oscuro, la cinta era inconfundible, inolvidable. Los hindúes tenían razón: el blanco y no el negro era el color natural para penar.
Sintió un vacío en los pulmones, como si la gravedad le estuviera dejando sin aliento, y atrajera su alma hacia abajo. Danny. Los dibujos de Danny. «Mi pequeño Danny». David tragó saliva y apartó la mirada, la desvió de tan inmensa pérdida. Se sentía demasiado débil para moverse. Miró a través de la puerta cristalera, tosió, se aclaró la garganta, trató de sustituir recuerdos agitados con sensaciones inmediatas, trató de regir la mente diciendo algo, oyendo su propia voz, quebrando el espantoso silencio.
—No creo que llegue tarde —dijo—. Le hizo falta toda su fuerza, toda su voluntad, para levantarse de la silla. Debería estar en casa a tiempo para comer —añadió sin sentido, sin apenas saber lo que estaba diciendo.
Madeleine lo observó con una sonrisa lánguida que no llegaba a ser una sonrisa y no dijo nada.
—Será mejor que me vaya —dijo él—. He de llegar a tiempo a esto.
A ciegas, casi tropezando, la besó en la mejilla y se dirigió al coche. Se olvidó de coger la chaqueta.
* * *
El paisaje era diferente esa mañana, más invernal, con el color del otoño casi desaparecido de los árboles. Claro que él apenas lo notó. Estaba conduciendo maquinalmente, casi sin ver, consumido por la imagen de la caja, por el recuerdo de su contenido, por el significado de su presencia en la mesa.
¿Por qué? ¿Por qué ahora, después de tantos años? ¿Con qué fin? ¿En qué estaba pensando Madeleine? Había atravesado Dillweed, había pasado por Abelard sin apenas fijarse. Se sentía mareado. Tenía que concentrarse en otra cosa, calmarse.
Concéntrate en adónde vas, en por qué vas. Trató de forzar su mente en la dirección de los mensajes, los poemas, el número diecinueve. Mellery pensando en el número diecinueve. Encontrándolo en la carta. ¿Cómo podía haberlo hecho? Era la segunda vez que Arybdis o Charybdis o como fuera que se llamara lograba algo imposible. Había ciertas diferencias entre los dos casos, pero el segundo era tan desconcertante como el primero.
La imagen de la caja en la mesita del café le desconcertaba sin piedad, así como el contenido de la caja: recordaba haberlo empaquetado hacía tanto tiempo… Los garabatos a lápiz de Danny. Oh, Dios. La hoja de cositas naranjas que Madeleine había insistido en que eran caléndulas. Y el gracioso dibujo que podría haber sido un globo verde o quizás un árbol o un chupachup. Oh, Jesús.
Antes de darse cuenta, estaba aparcando en la cuidada zona de estacionamiento de gravilla del instituto, sin que apenas hubiera registrado el recorrido en su conciencia. Miró a su alrededor, tratando de centrarse, batallando por colocar su mente en el mismo lugar que su cuerpo.
Poco a poco se relajó, sintiéndose casi adormilado, con la vacuidad que solía seguir a una emoción intensa. Miró su reloj. La cuestión es que había llegado justo a tiempo. Al parecer, esa parte de él funcionaba sin intervención consciente, como un sistema nervioso autónomo. Cerró el coche, preguntándose si el frío habría llevado al interior a los jugadores de rol, y enfiló el serpenteante camino que conducía a la casa. Como en su anterior visita, Mellery abrió la puerta antes de que él llamara.
Gurney entró para refugiarse del viento.
—¿Alguna novedad?
Mellery negó con la cabeza y cerró la antigua y pesada puerta, pero no antes de que media docena de hojas secas se deslizaran al otro lado del umbral.
—Vamos al despacho —dijo—. Hay café, zumo…
—Un café está bien —dijo Gurney.
Una vez más eligieron los sillones de orejas situados junto al fuego. En la mesa baja que había entre ellos se hallaba un gran sobre de papel Manila. Haciendo un gesto hacia él, Mellery dijo:
—Fotocopias de los mensajes escritos y una grabación de la llamada. Ahí lo tienes todo.
Gurney cogió el sobre y se lo colocó en el regazo.
Mellery lo miró con expectación.
—Deberías ir a la Policía —dijo Gurney.
—Ya hemos discutido eso antes.
—Hemos de volver a hacerlo.
Mellery cerró los ojos y se masajeó la frente como si le doliera. Cuando abrió de nuevo los ojos, parecía haber tomado una decisión.
—Ven a mi conferencia esta mañana. Es la única forma de que lo entiendas. —Habló rápidamente como para desalentar cualquier objeción—. Lo que ocurre aquí es muy sutil, muy frágil. Enseñamos a nuestros huéspedes qué es la conciencia, la paz, la claridad. Ganarnos su confianza es fundamental. Los estamos exponiendo a algo que puede cambiar sus vidas. Pero es como escribir en el cielo. En un cielo en calma es legible, pero a la que haya un poco de viento se vuelve un galimatías. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—No estoy seguro.
—Tú ven a la conferencia —le rogó Mellery.
* * *
Eran exactamente las 10.00 cuando Gurney siguió a Mellery a una gran sala situada en la planta baja del edificio principal. Parecía la sala de estar de un caro hotel rural. Había una docena de sillones y media docena de sofás orientados hacia una gran chimenea. La mayoría de los veinte asistentes ya estaban sentados. Unos pocos se entretuvieron en un aparador en el que había una cafetera de plata y una bandeja con
croissants
.
Mellery caminó con aire desenvuelto hasta un lugar situado delante de la chimenea y se encaró a su público. Los que estaban junto al aparador se apresuraron a ocupar sus asientos y todos se sumieron en un silencio expectante. Mellery señaló a Gurney un sillón situado junto a la chimenea.
—Os presento a David —anunció Mellery, que sonrió en dirección a Gurney—. Quiere saber más sobre lo que hacemos, de modo que le he invitado a sentarse con nosotros en nuestra reunión matinal.
Varias voces ofrecieron amables saludos, y todas las caras exhibieron sonrisas, la mayoría de las cuales parecían auténticas. Él captó la mirada de la mujer de aspecto frágil que lo había abordado de manera obscena el día anterior. Parecía recatada e incluso se ruborizó un poco.
—Los roles que han dominado nuestras vidas —empezó Mellery sin más preámbulo— son aquellos en los que no reparamos. Las necesidades que nos arrastran de un modo más implacable son aquellas de las que somos menos conscientes. Para ser felices y libres hemos de ver los roles que desempeñamos por lo que son, y sacar a la luz del día nuestras necesidades ocultas.
Estaba hablando de un modo calmado y directo que captaba por completo la atención de su público.
—El primer escollo en nuestra búsqueda es el de suponer que ya nos conocemos, que conocemos nuestros motivos, que sabemos por qué nos sentimos de este modo frente a las circunstancias y la gente que nos rodea. Para poder progresar, necesitaremos tener una mente más abierta. Para descubrir la verdad en mí mismo, debo dejar de insistir en que ya la conozco. Nunca quitaré la roca de mi camino si no logro verla tal y como es.
Justo cuando Gurney estaba pensando que esta última observación estaba expandiendo la niebla New Age, la voz de Mellery se alzó con brusquedad.
—¿Sabéis cuál es esa roca? Esa roca es la imagen que tenemos de nosotros mismos, de quien creemos que somos. La persona que creo que soy mantiene encerrada a la persona que soy en realidad, sin luz ni comida ni amigos. La persona que creo que soy ha estado tratando de asesinar a la persona que soy en realidad desde el nacimiento de ambas.
Mellery hizo una pausa, aparentemente sobrecogido por una emoción desesperada. Miró a su público, y ellos apenas parecían respirar. Cuando reanudó el discurso, su voz había bajado a un tono de conversación, pero todavía estaba cargado de sentimiento.
—La persona que creo que soy está aterrorizada de la persona que soy en realidad, aterrorizada de lo que los demás puedan pensar de esa persona. ¿Qué me harían si supieran qué clase de persona soy realmente? ¡Es mejor estar a salvo! ¡Es mejor esconder la persona real, matar de hambre a la persona real, enterrar a la persona real!
De nuevo hizo una pausa y dejó que el fuego errático de su mirada remitiera.
—¿Cuándo empieza todo? ¿Cuándo nos convertimos en ese conjunto de gemelos disfuncionales: la persona inventada en nuestra cabeza y la persona real encerrada y agonizante? Creo que empieza muy pronto. Sé que en mi propio caso los gemelos estaban bien establecidos, cada uno en su propio lugar inquieto, cuando tenía nueve años. Os contaré una historia y pido disculpas a aquellos que ya me la han oído contar.
Gurney echó un vistazo por la sala, notando entre los rostros atentos unas cuantas sonrisas de reconocimiento. La perspectiva de escuchar una de las historias de Mellery por segunda o tercera vez, lejos de aburrir o molestar a nadie, sólo parecía incrementar su anticipación. Era como la respuesta de un niño pequeño a la promesa de que iban a volver a explicarle su cuento favorito.
—Un día, cuando me iba a la escuela, mi madre me dio un billete de veinte dólares para que hiciera unas compras al volver a casa por la tarde: una botella de leche y una barra de pan. Cuando salí de la escuela a las tres, me detuve en un pequeño puesto que había junto al patio de la escuela y me compré una Coca-Cola antes de ir al colmado. Era un lugar al que iban algunos de los chicos después de clase. Puse el billete de veinte dólares sobre el mostrador para pagar la Coca-Cola, pero antes de que el hombre del mostrador lo cogiera para darme el cambio, uno de los otros chicos se acercó y lo vio: «Eh, Mellery, ¿de dónde has sacado los veinte pavos?», dijo. Bueno, resulta que el chico era el más fuerte de cuarto, que era el curso en el que estaba. Yo tenía nueve años, y él, once. Había repetido dos veces y daba miedo, no era alguien con el que debería salir o hablar siquiera. Se metía en un montón de peleas, y contaban que se colaba en casas ajenas para robar. Cuando me preguntó de dónde había sacado el dinero, iba a decirle que me lo había dado mi madre para comprar leche y pan, pero temía que se burlara de mí, que me llamara niño de mamá, y quise decir algo que lo impresionara, así que dije que lo había robado. Me miró con interés, lo cual me hizo sentir bien. Entonces me preguntó a quién se lo había robado, y le dije lo primero que se me ocurrió. Le dije que se lo había robado a mi madre. Él asintió, sonrió y se alejó. Bueno, yo me sentí aliviado e incómodo al mismo tiempo. Al día siguiente, me había olvidado. Pero al cabo de una semana, se me acercó en el patio y me dijo: «Eh, Mellery, ¿has robado más dinero a tu madre?». Le dije que no. Y él me contestó: «¿Por qué no le robas otros veinte pavos?». Yo no sabía qué decir, me limité a mirarlo. Entonces él puso una sonrisa que daba miedo y me soltó: «Róbale veinte dólares y dámelos, o le contaré a tu madre que le robaste veinte dólares la semana pasada». Sentí que se me helaba la sangre.