Ya fuera por el ambiente creado por los destellos de luz detrás de las colinas ennegrecidas, o ya fuera por la siniestra persistencia de los truenos, o por su propio cansancio, la cuestión era que la personalidad oculta detrás de los mensajes estaba emergiendo de las sombras. La indiferencia de la voz en esos poemas, el propósito sangriento, la sintaxis, el odio y el cálculo cuidadosos: antes ya había visto combinadas esas cualidades con un efecto atroz. Al mirar por la ventana del despacho, rodeado por la atmósfera inquietante de la tormenta que se avecinaba, sintió en esos mensajes la absoluta frialdad de un psicópata. Un psicópata que se hacía llamar X. Arybdis.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que estuviera equivocado. No sería la primera vez que cierto estado de ánimo, sobre todo por la tarde, en especial cuando estaba solo, provocaba que extrajera conclusiones erróneas.
Aun así…, ¿qué había en el nombre? ¿En qué cajón polvoriento de sus recuerdos rebullía levemente?
Decidió acostarse pronto, mucho antes de que Madeleine regresara del concierto, decidido a devolver las cartas a Mellery al día siguiente y a insistirle de nuevo en que acudiera a la Policía. Las apuestas eran demasiado altas; el riesgo, demasiado palpable. Sin embargo, una vez que estuvo en la cama, le resultó imposible descansar. Su mente era una pista de carreras sin línea de salida ni de meta. Era una sensación con la que estaba familiarizado: un precio que había pagado (eso había llegado a creer) por la intensa atención que dedicaba a cierta clase de desafíos. Una vez que su mente obsesionada caía en esta rutina circular, en lugar de caer vencida por el sueño, sólo le quedaban dos opciones: podía dejar que el proceso siguiera su curso, lo cual quizá se prolongaría tres o cuatro horas, o podía obligarse a levantarse de la cama y vestirse.
Al cabo de unos minutos, estaba en el patio, vestido con tejanos y con un cómodo jersey viejo de algodón. La luna llena detrás del cielo encapotado creaba una tenue iluminación que permitía ver el granero. Decidió caminar en esa dirección, por el camino lleno de surcos del césped.
Más allá del granero se hallaba el estanque. A medio camino se detuvo y oyó el sonido de un coche que subía por el camino desde el pueblo. Calculó que estaría a menos de un kilómetro. En ese tranquilo rincón de los Catskills, donde los esporádicos aullidos de coyotes constituían el sonido más fuerte de la noche, un vehículo podía oírse a gran distancia.
Pronto los faros del coche barrieron la maraña de solidago marchito que bordeaba el prado. Madeleine giró el vehículo hacia el granero, se detuvo en la gravilla crujiente y apagó los faros. Salió y caminó hacia él: con precaución, ajustando las pupilas a la semioscuridad.
—¿Qué estás haciendo? —La pregunta sonó suave, amistosa.
—No podía dormir. La cabeza me iba a mil. Pensaba dar una vuelta por el estanque.
—Creo que va a llover. —Un rugido en el cielo puntuó la observación de Madeleine.
David asintió con la cabeza.
Ella se quedó de pie a su lado en el sendero y respiró profundamente.
—¡Qué bien huele! Vamos a caminar un poco —propuso, cogiéndole del brazo.
Al llegar al estanque, el sendero se ensanchaba en una franja segada. En algún lugar del bosque, ululó un búho, o, más precisamente, se oyó un sonido familiar que ambos pensaron que podría ser un búho cuando lo oyeron por primera vez ese verano, y cada vez estaban más seguros de que se trataba de un búho. Se daba cuenta de que ese proceso de creciente convicción no tenía lógica, pero David también sabía que señalarlo, por interesante que este truco mental pudiera parecerle a él, sería un comentario incordiante y aburrido para ella. Así que no dijo nada, feliz de conocerla lo bastante bien para saber cuándo quedarse callado, y caminaron hasta el otro lado del estanque en un silencio cordial. Ella tenía razón con lo del olor: una maravillosa dulzura en el aire.
Disfrutaban de momentos así de vez en cuando, momentos de sencillo amor y de cercanía silenciosa que le recordaban los primeros años de su matrimonio, los años anteriores al accidente.
«El accidente.» Esa etiqueta densa y genérica con la cual envolvía el suceso en su memoria para impedir que sus detalles afilados le rebanaran el corazón. El accidente, la muerte que eclipsó el sol y que convirtió su matrimonio en una combinación cambiante de hábito, deber, compañerismo nervioso y raros momentos de esperanza: extrañas ocasiones en que algo brillante y claro como un diamante llegaba hasta ellos, y le recordaba lo que había sido y lo que podría volver a ser posible.
—Siempre pareces estar combatiendo con algo —dijo ella—, apretándole con los dedos en torno al interior de su brazo, justo encima del codo.
Acertaba otra vez.
—¿Cómo ha ido el concierto? —preguntó al fin Gurney.
—La primera mitad fue barroco, encantador. La segunda mitad era del siglo XX, no tan encantador.
David estaba a punto de meter baza con su propia opinión negativa de la música moderna, pero se lo pensó mejor.
—¿Qué te impide dormir? —preguntó ella.
—No estoy seguro.
Madeleine percibió su escepticismo. Se soltó de su brazo. Algo chapoteó en el estanque a unos metros de ellos.
—No podía quitarme de la cabeza el asunto de Mellery —dijo.
Madeleine no respondió.
—No paraba de darle vueltas en la cabeza a trozos y piezas de todo ese asunto sin llegar a ninguna parte, sólo conseguía sentirme incómodo, demasiado cansado para pensar con claridad.
Una vez más, ella no le ofreció nada, salvo un silencio reflexivo.
—He estado pensando en ese nombre de la nota. ¿X. Arybdis?
—¿Cómo lo…? ¿Nos oíste mencionarlo?
—Tengo buen oído.
—Lo sé, pero siempre me sorprende.
—Podría no ser realmente X. Arybdis, ¿sabes? —dijo ella de ese modo casual que él sabía que era cualquier cosa menos casual.
—¿Qué?
—Podría no ser X. Arybdis.
—¿Qué quieres decir?
—Estaba sufriendo una de esas atrocidades atonales en la segunda mitad del concierto, pensando que algunos de los compositores modernos tienen que odiar el chelo. ¿Por qué forzar a un instrumento tan hermoso a hacer ruidos tan desagradables? Esos aullidos horribles y deshilvanados…
—¿Y…? —dijo él en voz baja, tratando de impedir que su curiosidad sonara nerviosa.
—Y tendría que haberlo dejado en ese punto, pero no podía, porque tenía que llevar a Ellie.
—¿Ellie?
—Ellie, la que vive al pie de la colina. Era mejor no coger dos coches. Pero ella parecía estar disfrutando, Dios sabe por qué.
—¿Sí?
—Así que me pregunté: «¿Qué puedo hacer para pasar el tiempo y no matar a los músicos?».
Hubo otro chapoteo en el estanque, y ella se detuvo para escuchar. Medio vio, medio sintió su sonrisa. A Madeleine le gustaban las ranas.
—¿Y?
—Y pensé que podía empezar a preparar mi lista de tarjetas de Navidad (casi estamos en noviembre), así que saqué mi pluma y, por detrás de mi programa, en la parte superior, escribí
«Xmas Cards»
. No toda la palabra
Christmas
, sino la abreviación XMAS dijo, deletreándola.
En la oscuridad, David podía sentir más que ver la mirada inquisitiva de su esposa, como si estuviera preguntándole si lo estaba entendiendo.
—Continúa —dijo David.
—Cada vez que veo esa abreviación, me acuerdo del pequeño Tommy Milakos.
—¿Quién?
—Tommy estaba enamorado de mí en noveno grado en Nuestra Señora de la Castidad.
—Pensaba que era Nuestra Señora de las Penas —dijo Gurney con una punzada de irritación.
Madeleine se detuvo para dejar que su chiste pudiera captarse, luego continuó.
—Da igual. Cierto día, la hermana Inmaculada, una mujer muy grande, empezó a gritarme porque abrevié
«Christmas»
como «Xmas» en un cuestionario del santoral católico. Ella decía que cualquiera que escribía de esa manera estaba voluntariamente tachando a Cristo de la Navidad. Estaba furiosa. Pensaba que iba a pegarme. Pero, justo entonces, Tommy (el dulce Tommy de ojos castaños) se levantó de un salto y gritó: «No es una X». La hermana Inmaculada se quedó asombrada. Fue la primera vez que alguien había osado interrumpirla. Ella se lo quedó mirando, pero Tommy le sostuvo la mirada, mi pequeño campeón. «No es una letra inglesa dijo. Es una letra griega. Es igual que la "ch" inglesa. Es la primera letra de Cristo en griego.» Y, por supuesto, Tommy Milakos era griego, así que nadie lo puso en duda.
Pese a la oscuridad, David pensó que podía verla sonriendo con dulzura al recordarlo, incluso sospechaba que había oído un pequeño suspiro. Quizá se equivocaba con el suspiro, eso esperaba. Y otra distracción, ¿había delatado Madeleine una preferencia personal por los ojos castaños sobre los azules? «Contente, Gurney, está hablando de noveno grado.»
Madeleine continuó.
—Así que quizá X. Arybdis es, en realidad, «Ch. Arybdis», o quizá «Charybdis». ¿No es eso algo de la mitología griega?
—Sí, lo es —dijo David, tanto para sus adentros como para ella—. Entre Scylla y Charybdis…
—Como entre la espada y la pared.
David asintió.
—Algo así.
—¿Cuál es cuál?
David daba la impresión de que no había oído la pregunta, su mente se aceleraba al examinar las implicaciones que podía tener aquello de Charybdis, jugando con las posibilidades.
—¿Eh? —Se dio cuenta de que Madeleine le había preguntado algo.
—Scylla y Charybdis —dijo ella—. Entre la espada y la pared. ¿Cuál es cuál?
—No es una traducción directa, sino una aproximación al significado. Scylla y Charybdis eran, en realidad, peligros reales cuando se navegaba por el estrecho de Messina. Los barcos tenían que pasar entre ellos y tendían a acabar destrozados. En la mitología, se personalizaban en demonios de destrucción.
—Cuando dices peligros…, ¿a qué te refieres?
—Scylla era el nombre de un saliente rocoso afilado contra el que los barcos chocaban y se hundían.
Al ver que él no continuaba de inmediato, Madeleine insistió.
—¿Y Charybdis?
Gurney se aclaró la garganta. Algo de la idea de Charybdis le resultaba especialmente inquietante.
—Charybdis era una suerte de remolino. Un remolino muy poderoso. Una vez que un hombre quedaba atrapado en él, no lograba salir. Lo tragaba y lo despedazaba.
Recordaba con inquietante claridad una ilustración que había visto años antes en una edición de la
Odisea
que mostraba a un navegante atrapado en el violento torbellino, con el rostro contorsionado por el horror.
Una vez más oyeron esa especie de ululato procedente del bosque.
—Vamos —dijo Madeleine—. Entremos en casa. Se va a poner a llover en cualquier momento.
David se quedó quieto, perdido en sus pensamientos acelerados.
—Vamos —le instó ella—. Antes de que nos empapemos.
La siguió hasta el coche y Madeleine condujo despacio por el prado hasta la casa.
—¿No piensas en todas las «X» que ves como una posible «CH», no?
—Por supuesto que no.
—Entonces ¿por qué…?
—Porque «Arybdis» sonaba griego.
—Claro. Por supuesto.
Madeleine miró hacia él, en el otro asiento, con expresión ilegible, tal vez inducida por la noche nublada. Al cabo de un rato, le dijo con una pequeña sonrisa en la voz.
—¿Nunca dejas de pensar?
Entonces, tal y como ella había pronosticado, empezó a llover.
Destinatario desconocido
Después de quedar bloqueado varias horas en la periferia de las montañas, un frente frío invadió la zona, y trajo consigo el azote del viento y de la lluvia. Por la mañana, el suelo apareció cubierto de hojas y el aire estaba cargado con los olores intensos del otoño. Gotitas de agua en la hierba del prado fracturaban la luz del sol en destellos carmesí.
Cuando Gurney caminó hasta su coche, algo le despertó un recuerdo de infancia, el tiempo en que el olor dulce de la hierba era el olor de la paz y la seguridad. Luego desapareció: borrado por sus planes para el día.
Se estaba dirigiendo al Instituto de Renovación Espiritual. Si Mark Mellery iba a resistirse a informar a la Policía, Gurney quería discutir esa decisión con él cara a cara. No era que quisiera lavarse las manos. De hecho, cuanto más lo ponderaba, más curiosidad sentía respecto al lugar prominente que su antiguo compañero de clase ocupaba en el mundo y cómo podría relacionarse con quién y con qué lo estaba amenazando en ese momento. Siempre y cuando tuviera cuidado con no sobrepasar unos límites, Gurney imaginaba que en la investigación habría espacio tanto para él como para la Policía local.
Había llamado a Mellery para avisarle de su visita. Era una mañana perfecta para conducir a través de las montañas. La ruta a Peony lo llevó primero a Walnut Crossing, que, como muchos pueblos de los Catskills había crecido en el siglo XIX en torno a un cruce de carreteras estatales importantes. El cruce permanecía, si bien su importancia había disminuido. El nogal que había dado nombre a la localidad había desaparecido hacía mucho tiempo, junto con la prosperidad de la región. Sin embargo, la depresión económica, pese a su gravedad, tenía una apariencia pintoresca: graneros y silos erosionados, arados oxidados y carros de heno, pastos abandonados en las colinas donde había crecido el solidago, ya casi marchito. La carretera de Walnut Crossing, que en última instancia conducía a Peony, se enroscaba por un valle de postal donde un puñado de viejas granjas buscaban formas innovadoras de sobrevivir. La de Abelard era una de ellas. Encajonada entre el pueblo de Dillweed y el río, estaba consagrada al cultivo ecológico de verduras sin pesticidas, que luego se vendían en el almacén de Abelard, junto con pan fresco, queso de los Catskills y muy buen café. Cuando Gurney aparcó en uno de los espacios de aparcamiento de tierra que había delante del combado porche delantero, sintió, de hecho, la necesidad urgente de tomarse uno de esos cafés.
Al otro lado de la puerta, en el espacio de techo alto, contra la pared de la derecha, Gurney vio una fila de tazas de café y se dirigió hacia ellas. Se llenó un recipiente de casi medio litro, sonriendo al percibir el rico aroma: mejor que el Starbucks y a mitad de precio.
Por desgracia, la idea de Starbucks iba aparejada con la imagen de cierta clase de joven y exitoso cliente de la famosa cadena, y eso inmediatamente le hizo pensar en Kyle, lo que le arrancó una pequeña mueca mental de dolor. Era su reacción estándar. Sospechaba que surgía del deseo frustrado de tener un hijo que pensara que un policía listo merecía admiración, el deseo de que le tuviera más en cuenta a la hora de tomar sus decisiones. Kyle, al que era imposible enseñarle nada, intocable en ese Porsche absurdamente caro que se había costeado con sus absurdamente elevados ingresos de Wall Street a la absurdamente temprana edad de veinticuatro años. Aun así, tenía que llamarlo, aunque el joven sólo quisiera hablarle de su último Rolex o de su viaje de esquí a Aspen.