—Mejor margaritas que psicópatas homicidas.
—Fuiste tú la que me metió en esto del arte.
—Ah, ya veo. Por mi culpa te pasas estas preciosas mañanas de otoño mirando a los ojos de asesinos en serie.
El broche que le sostenía el pelo levantado y lejos de la cara parecía estar soltándose, y varios mechones de cabello oscuro le caían delante los ojos lo cual ella, al parecer, no notó, y le daba una extraña expresión atribulada que le pareció conmovedora.
—¿Por qué estamos discutiendo exactamente?
—Averígualo. Tú eres el detective.
Mirándola, Gurney perdió interés en llevar la discusión más allá.
—Quiero enseñarte algo —dijo. Vuelvo enseguida.
Salió del estudio y regresó al cabo de un minuto con su copia manuscrita del desagradable poemita que Mellery le había leído por teléfono.
—¿Qué te parece esto?
Ella lo leyó tan deprisa que alguien que no la conociera habría podido pensar que no lo había llegado a leer.
—Suena serio —dijo devolviéndoselo.
—Estoy de acuerdo.
—¿Qué crees que ha hecho?
—Ah, buena pregunta. ¿Te has fijado en eso?
Ella recitó los dos versos relevantes.
«No hice lo que hice / por gusto ni dinero.»
Gurney pensó que si Madeleine no tenía memoria fotográfica, poseía algo que se le parecía mucho.
—Entonces, ¿qué es exactamente lo que ha hecho y qué está planeando hacer? —continuó ella en un tono retórico que no invitaba a dar respuesta—. Estoy segura de que lo descubrirás. Puede que incluso termines con un asesinato que resolver, por la forma en que suena esa nota. Luego puedes recopilar los indicios, seguir las pistas, atrapar al asesino, pintar su retrato y dárselo a Sonya para su galería. ¿Cómo es el dicho? ¿No hay mal que por bien no venga?
La sonrisa de Madeleine parecía definitivamente peligrosa.
En momentos como ése, la pregunta que se le ocurría a David era la que menos quería considerar: ¿mudarse al condado de Delaware había sido un gran error?
Sospechaba que había accedido al deseo de ella de vivir en el campo para compensarla por toda la inmundicia que había tenido que tragar como mujer de un policía: siempre postergada por el trabajo. A ella le encantaban los bosques, las montañas, los prados y los espacios abiertos, y David sentía que le debía un nuevo entorno, una nueva vida, y había supuesto que él podría adaptarse a todo. Había un poco de orgullo en ello. O quizá de autoengaño. Tal vez un deseo de desembarazarse de su culpa por medio de un gran gesto. Estúpido, sin lugar a dudas. La verdad era que no se había adaptado bien al cambio. No era tan flexible como ingenuamente había imaginado. Mientras trataba de encontrar un lugar significativo para él mismo en medio de ninguna parte, seguía cayendo instintivamente en aquello en lo que era bueno; quizá demasiado bueno, de un modo obsesivo. Incluso en sus pugnas por apreciar la naturaleza. Los malditos pájaros, por ejemplo. La observación de las aves. Había logrado convertir el proceso de observación e identificación en una vigilancia. Tomaba notas de sus idas y venidas, de sus hábitos, de sus patrones de alimentación, de sus características de vuelo. A cualquiera le habría parecido un recién descubierto amor por las pequeñas criaturas de Dios. Pero no se trataba de eso en absoluto. No era amor, sino análisis. Era sondear.
Descifrar.
Dios santo, ¿de verdad estaba tan limitado?
¿De verdad era demasiado limitado, demasiado pequeño y rígido en su enfoque de la vida como para ser capaz de devolverle a Madeleine aquello de lo cual la había privado su devoción por el trabajo? Y mientras estaba considerando las dolorosas posibilidades, quizás había más cosas que enmendar que sólo cierta obsesión por su trabajo.
O quizá sólo una cosa más.
Aquello de lo que tanto les costaba hablar.
La estrella caída.
El agujero negro cuya terrible gravedad había retorcido su relación.
La espada y la pared
El radiante clima otoñal se deterioró esa misma tarde. Las nubes, que por la mañana se habían ceñido a ser las clásicas alegres bolas de algodón, se oscurecieron. Se oía un premonitorio fragor de truenos, tan alejados que no quedaba clara la dirección de la que procedían. Eran más como una presencia intangible en la atmósfera que el producto de una tormenta específica; la percepción se fortaleció al persistir durante varias horas, sin que aparentemente se acercaran y sin cesar por completo. Esa tarde, Madeleine fue a un concierto local con una de sus nuevas amigas de Walnut Crossing. No era un evento al que esperaba que asistiera Gurney, de modo que él no se sintió culpable por quedarse en casa para trabajar en su proyecto.
Poco después de la partida de Madeleine, David se descubrió sentado ante la pantalla de su ordenador, mirando el retrato de la ficha policial de Peter Possum Piggert. Lo único que había hecho hasta entonces era importar el archivo gráfico y configurarlo como un proyecto nuevo, al que le había puesto un nombre pésimamente resultón:
El naufragio de Edipo
.
En la versión de Sófocles de la antigua tragedia, Edipo mata a un hombre que resulta ser su padre, se casa con una mujer que resulta ser su madre y engendra dos hijas con ella, lo que causa gran desgracia a todos los implicados. Para la psicología freudiana, el relato griego es un símbolo de la fase de desarrollo vital de un niño en la cual desea la ausencia (desaparición, muerte) del padre, de modo que él pueda poseer en exclusiva el afecto de su madre. En el caso de Peter Possum Piggert, no obstante, no existía ni ignorancia exculpatoria ni ningún elemento de simbolismo. Sabiendo con exactitud qué estaba haciendo y a quién, Peter, a la edad de quince años, mató a su padre, comenzó una nueva relación con su madre y engendró dos hijas con ella. Pero no se detuvo ahí. Quince años después mató a su madre en una disputa sobre una nueva relación que él había iniciado con las hijas de ambos, a la sazón de trece y catorce años.
La participación de Gurney en la investigación había empezado cuando se descubrió la mitad del cuerpo de la señora Iris Piggert enredado en el mecanismo del timón de un barco que hacía un crucero diario por el Hudson y que se encontraba amarrado en un muelle de Manhattan, y terminó con la detención de Peter Piggert en un complejo de mormones tradicionalistas en el desierto de Utah, adonde había ido a vivir como marido de sus dos hijas.
A pesar de la depravación de los crímenes, macerada en sangre y horror familiar, Piggert siguió siendo una figura serena y taciturna en todos los interrogatorios, y a lo largo del proceso penal que se instruyó contra él, mantuvo bien oculto su Mr. Hyde y un aspecto más de mecánico deprimido que de polígamo parricida e incestuoso.
Gurney miró a Piggert en la pantalla, y éste le devolvió la mirada. Desde la primera vez que lo interrogó, y ahora todavía más, Gurney sentía que el rasgo más importante de aquel hombre era una necesidad (llevada a límites estrambóticos) de controlar su entorno. La gente, incluso la familia, de hecho, más que nada la familia, formaba parte de ese entorno, y lograr que cumplieran sus deseos era esencial. Si tenía que matar a alguien para reafirmar su control, que así fuera. El sexo, como la gran fuerza impulsora que aparentaba ser, tenía más que ver con el poder que con la lujuria.
Al examinar el semblante impasible en busca de un vestigio del demonio, una ráfaga de viento levantó un remolino de hojas secas. Resbalaron, como si alguien en el patio las estuviera barriendo con una escoba; unas pocas tocaron suavemente en los cristales de la puerta. La agitación de las hojas, unida a los truenos intermitentes, hacía que le costara concentrarse. Le había seducido la idea de quedarse solo durante unas horas para progresar en el retrato, sin alzamientos de cejas ni preguntas desagradables. Sin embargo, se sentía inquieto. Examinó los ojos de Piggert, pesados y oscuros sin nada de la mirada feroz que había animado los ojos de Charlie Manson, el príncipe del sexo y el crimen de la prensa sensacionalista, pero de nuevo le distrajeron el viento y las hojas, y enseguida el trueno. Más allá del contorno de las colinas, hubo un tenue destello en el cielo oscuro. Dos versos de uno de aquellos poemas amenazadores se habían estado colando de un modo intermitente en su cerebro. Ahora volvieron a aparecer y se quedaron allí.
Darás lo que has quitado al recibir lo dado
.
Al principio era un acertijo imposible. Las palabras eran demasiado generales; tenían demasiado significado y demasiado poco; aun así, no podía quitárselas de la cabeza.
Abrió el cajón del escritorio y sacó la secuencia de mensajes que le había dado Mellery. Cerró el ordenador y apartó el teclado para poder colocar los mensajes en orden, empezando por la primera nota:
¿Crees en el destino? Yo sí, porque pensaba que no volvería a verte y, de repente, un día, allí estaba. Todo volvió: cómo sonaba, cómo se movía, y más que ninguna otra cosa, cómo pensaba. Si alguien te pidiera que pensaras en un número, yo sé en qué número pensarías. ¿No me crees? Te lo demostraré. Piensa en cualquier número del uno al mil: el primero que se te ocurra. Imagínatelo. Ahora verás lo bien que conozco tus secretos. Abre el sobrecito.
Aunque ya lo había hecho antes, examinó el sobre exterior, por dentro y por fuera, así como el papel en el que se había escrito el mensaje para comprobar que en ninguna parte había el menor rastro del número 658 ni siquiera una marca de agua, algo que pudiera proponer el número que parecía haber surgido de un modo espontáneo en la mente de Mellery. No había nada semejante. Después podrían realizarse tests más significativos, pero por el momento estaba convencido de que lo que fuera que había permitido al autor de la nota saber que Mellery elegiría el 658, no era una huella sutil en el papel.
El mensaje contenía una serie de afirmaciones que Gurney enumeró en un bloc:
Te conocía en el pasado, pero perdí contacto contigo.
Te volví a encontrar, recientemente.
Recuerdo muchas cosas de ti.
Puedo probar que conozco tus secretos anotando y metiendo en el sobre cerrado el siguiente número que se te ocurrirá.
El tono le asombraba por lo espeluznantemente juguetón, y la referencia a conocer los «secretos» de Mellery podía leerse como una amenaza, reforzada por la petición de dinero en el sobre más pequeño.
¿Te sorprende que supiera que ibas a elegir el 658? ¿Quién te conoce tan bien? Si quieres la respuesta, primero has de devolverme los 289,87 dólares que me costó encontrarte. Envía esa cantidad exacta a: P. O. Box 49449, Wycherly, CT 61010. Envíame efectivo o un cheque nominativo. Hazlo a nombre de X. Arybdis (Ése no siempre fue mi nombre.)
Además de la inexplicable predicción del número, la pequeña nota reiteraba la afirmación de un íntimo conocimiento personal y especificaba 289,87 dólares como el coste acarreado por localizar a Mellery (aunque la primera mitad del mensaje lo hacía sonar como un encuentro casual) y como un requisito para que el autor revelara su identidad; ofrecía la alternativa de pagar la cantidad en cheque o en efectivo; daba un nombre para el cheque: X. Arybdis; ofrecía una explicación de por qué Mellery no reconocería el nombre, y proporcionaba un apartado postal en Wycherly al que enviar el dinero. Gurney anotó todo esto en su bloc amarillo, porque le resultaba útil para organizar sus pensamientos.
Había cuatro cuestiones principales. ¿Cómo podía explicarse la predicción numérica sin recurrir a la hipótesis de hipnosis de
El mensajero del miedo
o a fenómenos de percepción extrasensorial? El otro número específico en la nota, 289,87 dólares, ¿tenía algún significado más allá de lo dicho? ¿Por qué la opción de efectivo o cheque, que sonaba como una parodia de un anuncio de
marketing
directo? ¿Y qué tenía ese nombre, Arybdis, que continuaba resonando en un rincón oscuro de la memoria de Gurney? Anotó estas cuestiones junto con las otras notas.
A continuación situó los tres poemas en la secuencia marcada por sus sellos postales.
¿Cuántos ángeles brillantes bailan sobre un alfiler? ¿Cuántos anhelos se ahogan por el hecho de beber? ¿Has pensado alguna vez que el vaso era un gatillo y que un día te dirás: «Dios mío, cómo he podido»?
Darás lo que has quitado al recibir lo dado.
Sé todo lo que piensas, sé cuándo parpadeas, sé dónde has estado, sé adónde irán tus pasos. Vamos a vernos solos, señor 658.
No hice lo que hice por gusto ni dinero, sino por unas deudas pendientes de saldar. Por sangre que es tan roja como rosa pintada. Para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.
Lo primero que le asombró fue el cambio en la actitud. El tono juguetón de los dos mensajes en prosa se había tornado de persecutorio en el primer poema, a abiertamente amenazador en el segundo, y a vengativo en el tercero. Dejando de lado la cuestión de la seriedad con que debía tomarse, el mensaje en sí era claro: el autor (¿X. Arybdis?) estaba diciendo que pretendía saldar cuentas con Mellery (¿matarlo?) por una fechoría del pasado relacionada con el alcohol. Mientras Gurney escribía la palabra «matarlo» en las notas que estaba tomando, su atención volvió a saltar a los dos primeros versos del segundo poema:
Darás lo que has quitado al recibir lo dado.
Ahora sabía con exactitud lo que significaban las palabras, y el significado era de una sencillez escalofriante. Por la vida que arrebataste, se te arrebatará la vida. Lo que hiciste a otros, se te hará a ti.
No estaba seguro de si el escalofrío que sentía le convenció de que tenía razón, o bien si saber que tenía razón provocó el escalofrío, pero, en cualquier caso, no tenía duda sobre el significado de los versos. No obstante, esto no respondía al resto de sus preguntas. Sólo las hacía más urgentes, y generaba otras nuevas.
¿La amenaza de un homicidio era sólo una amenaza, concebida para infligir el dolor de la aprensión, o era una declaración de intenciones reales? ¿A qué se estaba refiriendo el autor cuando decía «No hice lo que hice» en el primer verso del tercer poema? ¿Había hecho antes a alguien lo que ahora se proponía hacerle a Mellery? ¿Éste podría haber hecho algo en relación con alguien más con quien el autor ya había tratado? Gurney tomó nota para preguntarle a Mellery si algún amigo o conocido suyo había sido asesinado, asaltado o amenazado.