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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (2 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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David y Madeleine Gurney vivían en una sólida casa de labranza del siglo XIX, enclavada en el rincón de un prado solitario, al final de un camino sin salida en las colinas del condado de Delaware, a unos ocho kilómetros del pueblo de Walnut Crossing. Un bosque de cerezos, arces y robles rodeaba la pradera de cuatro hectáreas.

La casa conservaba su sencillez arquitectónica original. En el año que hacía que la poseían, los Gurney habían restaurado las desafortunadas modernizaciones llevadas a cabo por el anterior propietario, para conferirle a su hogar una apariencia más autentica. Habían sustituido, por ejemplo, inhóspitas ventanas de aluminio por otras con marco de madera que poseían el estilo de luz partida de un siglo antes. No lo habían hecho por obsesión por la autenticidad histórica, sino en reconocimiento de que la estética original era, en cierto modo, la más «adecuada». El aspecto que una casa ha de tener y la sensación que debe transmitir eran los temas en los cuales Madeleine y David estaban en completa armonía, algo que, él tenía la sensación, cada vez era menos frecuente.

Esa idea le había estado corroyendo el ánimo durante la mayor parte del día, y el comentario de su mujer sobre la fealdad del retrato en el que estaba trabajando no hizo sino reactivarla. Esa misma tarde, mientras intentaba dormir la siesta en su silla de teca favorita, después de plantar los tulipanes, notó las pisadas de Madeleine, que se acercó a él a través de la hierba alta que le llegaba hasta los tobillos. En cuanto las pisadas se detuvieron ante su silla, David abrió un ojo.

—¿Crees —dijo ella en su tono calmado y benévolo— que es demasiado tarde para sacar la canoa? —El tono sugería tanto una pregunta como un reto.

Madeleine era una mujer delgada y atlética de cuarenta y cinco años que fácilmente podía pasar por una de treinta y cinco. Su mirada era franca, serena, inquisitiva. El cabello castaño y largo, con la excepción de unos pocos mechones sueltos, estaba recogido bajo su sombrero de jardín de ala ancha.

—¿De verdad te parece feo? —respondió, sumido en sus pensamientos.

—Por supuesto que es feo —dijo ella sin vacilación—. ¿Se supone que no ha de serlo?

David torció el gesto al considerar el comentario.

—¿Te refieres al motivo? —preguntó.

—¿A qué más podría referirme?

—No lo sé —se encogió de hombros.

—Resultabas un poco desdeñosa, tanto respecto a la ejecución como al motivo.

—Lo lamento.

No parecía lamentarlo. Cuando estaba a punto de decírselo, Madeleine cambió de tema.

—¿Tienes ganas de ver a tu antiguo compañero de clase?

—No muchas —dijo, ajustando el respaldo del asiento. No me entusiasma recordar el pasado.

—A lo mejor tiene un asesinato para que lo resuelvas.

Gurney miró a su mujer, estudió la ambigüedad de su expresión.

—¿Crees que eso es lo que quiero? —preguntó con tibieza.

—¿No eres famoso por eso? —La rabia estaba empezando a tensarle la voz.

Era una reacción que había observado desde hacía meses. Creía entender de qué se trataba. Tenían ideas diferentes de lo que había supuesto su retiro, qué clase de cambios iba a provocar en sus vidas y, más concretamente, cómo se suponía que iba a cambiarlo a él. Últimamente, además, había estado creciendo cierto resentimiento en torno a esa nueva afición de David: el proyecto de los retratos de asesinos que estaba absorbiendo su tiempo. Él sospechaba que la negatividad de Madeleine en este aspecto podría estar relacionada, en parte, con el entusiasmo de Sonya.

—¿Sabes que también es famoso? —preguntó Madeleine.

—¿Quién?

—Tu compañero de clase.

—La verdad es que no. Dijo algo al teléfono de que había escrito un libro, y lo comprobé al momento. No se me había ocurrido que fuera famoso.

—Dos libros —afirmó Madeleine—. Es director de algún tipo de instituto en Peony, y pronunció una serie de conferencias que pasaron en la PBS. Imprimí el texto de las solapas del libro. Por si quieres echarle un vistazo.

—Supongo que él mismo me dirá todo lo que hay que saber de él y de sus libros. No parece tímido.

—Como quieras. He dejado las copias en tu escritorio, por si cambias de opinión. Por cierto, Kyle ha llamado antes.

David la miró en silencio.

—Le dije que le llamarías.

—¿Por qué no me has avisado? —preguntó, más irritado de lo que pretendía. Su hijo no llamaba muy a menudo.

—Le he preguntado si quería que te localizara. Ha dicho que no quería molestarte, que no era urgente.

—¿Ha dicho algo más?

—No.

Se volvió y cruzó la gruesa capa de hierba húmeda en dirección a la casa. Cuando alcanzó la puerta lateral y puso la mano en el pomo, pareció recordar algo más, volvió a mirarlo y habló con exagerado desconcierto.

—Según la solapa del libro, tu antiguo compañero de clase parece un santo, perfecto en todo. Un gurú de la buena conducta. Cuesta imaginar que necesite consultar a un detective de homicidios.

—Un detective de homicidios retirado —la corrigió Gurney.

Pero ella ya se había ido y no había intentado amortiguar el portazo.

3

Problema en el paraíso

El día siguiente fue más espléndido que el anterior. Era la perfecta foto de octubre en un calendario de Nueva Inglaterra. Gurney se despertó a las siete de la mañana, se duchó y se afeitó, se puso los tejanos y un jersey fino de algodón, y estaba tomándose un café sentado en una silla de lona en el patio de piedras azules al que se accedía desde el dormitorio. El patio y la puerta cristalera habían sido idea de Madeleine.

Era buena en esa clase de cosas, tenía sensibilidad para lo que era posible, lo que era apropiado. Revelaba mucho de ella: sus instintos positivos, su imaginación práctica, su innato buen gusto. Sin embargo, cuando se quedaba enredado en sus disputas con ella, los fangos y zarzas de las expectativas que cada uno cultivaba en privado, le resultaba difícil recordar las muchas virtudes de su esposa.

Tenía que acordarse de llamar a Kyle. Aunque esperaría tres horas por la diferencia horaria entre Walnut Crossing y Seattle. Se hundió más en la silla, sujetando la taza de café caliente con las dos manos.

Miró la delgada carpeta que había sacado junto con su café y trató de imaginar la aparición del compañero de la universidad al que no había visto desde hacía veinticinco años. La foto de la solapa del libro que Madeleine había impreso de la web de una librería le avivó el recuerdo no sólo de la cara, sino también de la personalidad, que completó con el timbre de voz de un tenor irlandés y con una sonrisa increíblemente encantadora.

Cuando eran estudiantes universitarios en el campus de Fordham Rose Hill, en el Bronx, Mark Mellery era un personaje alocado cuyos arranques de humor y sinceridad, de energía y de ambición, estaban teñidos por algo más oscuro. Tendía a caminar por la cornisa: una especie de genio acelerado, a un tiempo inquieto y calculador, siempre al borde de una espiral destructiva.

Según la biografía que aparecía en su página web, la dirección de la espiral, que lo había hundido rápidamente a los veintitantos años, se había revertido a los treinta y tantos gracias a una suerte de transformación espiritual radical.

Tras poner su taza de café en el estrecho brazo de madera de la silla, Gurney abrió la carpeta en su regazo, sacó el mensaje de correo electrónico que había recibido de Mellery una semana antes y volvió a leerlo, línea a línea.

Hola, Dave:

Espero que no consideres inapropiado que un viejo compañero de clase contacte contigo después de transcurrido tanto tiempo. Uno nunca puede estar seguro de lo que una voz del pasado puede evocar. He mantenido el contacto con nuestro pasado académico a través de nuestra asociación de alumnos, y me han fascinado las noticias publicadas a lo largo de los años referidas a miembros de nuestra promoción. Me alegré al ver, en más de una ocasión, tus hazañas estelares y el reconocimiento que estabas recibiendo. (Un artículo en nuestro
Alumni News
se refería a ti como «el detective más condecorado del Departamento de Policía de Nueva York», lo cual no me sorprendió demasiado, al recordar al Dave Gurney que conocí en la universidad.) Luego, hace más o menos un año, vi que te habías retirado del Departamento de Policía y que te habías trasladado al condado de Delaware. Me llamó la atención, porque resulta que yo resido en Peony, a un tiro de piedra, como se suele decir. Dudo que hayas oído hablar de ello, pero ahora dirijo una especie de casa de retiro aquí, el Instituto para la Renovación Espiritual. Suena pedante, lo sé, pero, en realidad, es una institución que tiene «los pies en el suelo».

Aunque he pensado muchas veces a lo largo de los años que me gustaría volver a verte, una situación inquietante me ha dado por fin el empujón que necesitaba para dejar de pensar en ello y ponerme en contacto contigo. Se trata de algo en lo que creo que tu consejo podría serme de suma utilidad. Me gustaría hacerte una breve visita. Si pudieras reservarme un hueco de media hora, iría a tu casa de Walnut Crossing o a cualquier otro lugar que a ti te convenga.

Mis recuerdos de nuestras conversaciones en el campus y aún más de nuestras conversaciones en el Shamrock Bar por no mencionar tu destacada experiencia profesional me convencen de que eres la persona adecuada con la que hablar de la compleja cuestión que se me ha presentado. Se trata de un extraño enigma que sospecho que te interesará. La capacidad de sumar dos y dos de formas que escapan a todos los demás siempre fue tu mayor virtud. Cuando pienso en ti, siempre recuerdo tu lógica impecable y tu clarividencia, cualidades que necesito, y mucho, ahora mismo. Te llamaré en breve al número que aparece en el listado de alumnos con la esperanza de que sea correcto y esté actualizado.

Con muchos buenos recuerdos,

Mark Mellery

P. S. Aunque termines tan desconcertado como yo por este problema y no puedas ofrecerme ningún consejo, no dejará de ser un placer volver a verte.

La llamada había llegado dos días después. Gurney había reconocido la voz de inmediato, pues inquietantemente no había cambiado, salvo por un leve temblor de ansiedad.

Después de unos pocos comentarios de autodesaprobación por no haber mantenido el contacto, Mellery fue al grano. ¿Podía ver a Gurney dentro de unos días? Cuanto antes mejor, porque la «situación» era urgente. Había ocurrido otro «suceso». Realmente era imposible hablarlo por teléfono, como Gurney comprendería cuando se vieran. Mellery tenía que enseñarle unas cosas. No, no era un asunto para la Policía local, por razones que le explicaría cuando se vieran. No, tampoco era una cuestión legal, al menos de momento. No se había cometido ningún delito, ni nadie había sido específicamente amenazado, al menos no podía probarlo. Señor, era tan difícil hablar de esta manera; sería mucho más fácil hacerlo en persona. Sí, se daba cuenta de que Gurney no se dedicaba a la investigación privada. Pero sólo media hora: ¿disponía de media hora?

Gurney aceptó, pese a los sentimientos contradictorios que había experimentado desde el principio. Su curiosidad solía imponerse a su reticencia; en este caso tenía curiosidad por el atisbo de histeria que acechaba en el matiz melifluo de la voz de Mellery. Y, por supuesto, un enigma por descifrar le atraía más poderosamente de lo que iba a admitir.

Después de releer por tercera vez el mensaje de correo electrónico, Gurney volvió a guardarlo en la carpeta y dejó que su mente vagara por los recuerdos que despertaba en los rincones de su memoria: las clases matinales en las que Mellery se había presentado resacoso y aburrido, el modo gradual en que volvía a la vida por la tarde, sus pullas de ingenio irlandés y su perspicacia a altas horas de la noche, potenciada por el alcohol. Era un actor nato, estrella indiscutida de la sociedad dramática de la facultad: un hombre joven que, por más lleno de vida que pudiera estar en el Shamrock Bar, estaba sin duda el doble de vivo encima del escenario. Dependía del público: un hombre que sólo alcanzaba su máxima cota bajo la nutritiva luz de la admiración.

Gurney abrió la carpeta y miró el mensaje una vez más. Le molestaba cómo describía Mellery su relación. El contacto entre ellos había sido menos frecuente, menos significativo y menos amistoso de lo que sugería. Sin embargo, tenía la impresión de que Mellery había elegido sus palabras con esmero a pesar de su sencillez, la nota había sido escrita y reescrita, ponderada y corregida y que la adulación, como el resto de la carta, tenía un objetivo. Ahora bien, ¿cuál era ese objetivo? El más obvio era asegurarse de que Gurney aceptara una reunión cara a cara y comprometerlo en la solución de fuera cual fuese el «misterio» que había surgido. Más allá de eso, resultaba difícil saberlo. Estaba claro que el problema revestía su importancia, lo cual explicaría el tiempo y la atención que sin duda se había tomado para que las frases fluyeran y causaran la sensación buscada, para que expresaran una mezcla eficaz de afectuosidad y angustia.

Sin olvidar el detalle de la posdata. Además del sutil desafío implícito en la sugerencia de que Gurney podría ser derrotado por el enigma, fuera cual fuese, también obstruía una ruta de salida fácil, y dificultaba cualquier posible excusa que pudiera verse tentado a dar, en el sentido de que no se dedicaba a la investigación privada o de que no podría resultarle útil. El objetivo de la redacción era identificar cualquier reticencia a reunirse con él como un grosero rechazo a un viejo amigo.

Sin duda, se había esmerado a la hora de redactar el mensaje.

Meticulosidad. Eso era algo nuevo, ¿no? Sin duda esa cualidad no era una piedra angular del viejo Mark Mellery.

Este cambio le parecía interesante.

En el momento perfecto, Madeleine salió por la puerta de atrás de la casa y recorrió unos dos tercios del camino hasta donde se hallaba sentado Gurney.

—Ha llegado tu invitado —anunció de plano.

—¿Dónde está?

—En casa.

Gurney bajó la mirada. Una hormiga avanzaba zigzagueando por el brazo de su silla. La hizo salir volando de un capirotazo.

—Pídele que venga aquí dijo. Hace demasiado buen día para estar dentro.

—¿Verdad que sí? —contestó ella, haciendo que el comentario sonara conmovedor e irónico al mismo tiempo—. Por cierto, tiene la misma pinta que en su foto de la solapa; todavía más.

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