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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (3 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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—¿Todavía más qué? ¿Qué se supone que significa eso?

Madeleine ya estaba volviendo a la casa y no respondió.

4

Te conozco tan bien que sé lo que estás pensando

Mark Mellery avanzó a grandes zancadas por la hierba. Se acercó a Gurney como si planeara abrazarlo, pero algo le hizo reconsiderar tal muestra de afecto.

—¡Davey! —exclamó, extendiendo la mano.

«¿Davey?»

—¡Dios mío! —continuó Mellery. ¡Estás igual! Vaya, ¡me alegro de verte! Me alegro de verte tan bien. ¡Davey Gurney! En Fordham decían que te parecías a Robert Redford en
Todos los hombres del presidente
. Aún te pareces, ¡no has cambiado nada! Si no supiera que tienes cuarenta y siete años como yo, diría que tienes treinta.

Agarró la mano de Gurney entre las suyas como si fuera un objeto precioso.

—Mientras venía conduciendo desde Peony, estaba recordando lo tranquilo y sereno que eras siempre. Un oasis emocional, eso es lo que eras, ¡un oasis emocional! Y aún tienes ese aspecto. Davey Gurney: calmado, tranquilo y sereno, además de poseer la mente más aguda de la ciudad. ¿Cómo te ha ido?

—He sido afortunado —dijo Gurney, liberando la mano y hablando con un tono tan carente de emoción como cargado de entusiasmo lo estaba el de Mellery—. No puedo quejarme.

—Afortunado… —Mellery pronunció las sílabas como si tratara de recordar el significado de una palabra extranjera—. Tienes una casa bonita. Muy bonita.

—Madeleine tiene buen ojo para estas cosas. ¿Nos sentamos? —Gurney señaló un par de sillas de teca ajadas por el clima y situadas una frente a otra entre el manzano y una pila de agua para pájaros.

Mellery empezó a dirigirse hacia el lugar indicado, pero se detuvo.

—Me he dejado…

—¿Puede ser esto?

Madeleine estaba caminando hacia ellos desde la casa, sosteniendo ante sí un elegante maletín. Discreto y caro, era como todo lo demás en la apariencia de Mellery, desde los zapatos ingleses de importación (aunque confortablemente ablandados y no demasiado lustrados) hasta la americana de cachemir entallada a la perfección (si bien levemente arrugada): un aspecto al parecer calculado para apuntar que allí había un hombre que sabía cómo emplear el dinero sin dejar que éste lo usara a él, un hombre que había logrado el éxito sin adorarlo, un hombre al que la buena fortuna le llegaba de un modo natural. En cambio, la mirada atribulada expresaba un mensaje diferente.

—Ah, sí, gracias —dijo Mellery, aceptando el maletín de Madeleine con evidente alivio—. Pero ¿dónde…?

—Te lo has dejado en la mesita de café.

—Sí, claro. Estoy un poco despistado hoy. Gracias.

—¿Quieres tomar algo?

—¿Tomar?

—Tenemos un poco de té helado. O, si prefieres otra cosa…

—No, no, el té es perfecto. Gracias.

Mientras Gurney observaba a su antiguo compañero de clase, de repente se le ocurrió lo que Madeleine había querido decir con que Mellery tenía la misma pinta que en la foto de la solapa de sus libros, «todavía más».

La cualidad más evidente en la fotografía era una suerte de perfección informal: la ilusión de un retrato espontáneo, aficionado, pero sin las sombras poco favorecedoras o la composición torpe que caracterizan un retrato aficionado auténtico. Mellery personificaba justo ese sentido de descuido de elaboración artesana, el deseo guiado por el ego de no mostrar el ego. Como de costumbre, la percepción de Madeleine había sido atinada.

—En tu
mail
mencionabas un problema —dijo Gurney, yendo al grano con una brusquedad rayana con la grosería.

—Sí —respondió Mellery.

Sin embargo, en lugar de ir al grano, Mellery evocó un recuerdo que parecía concebido para dar una puntada más en el lazo de obligación que implicaba su antigua camaradería. Narró un debate tonto que un compañero de clase de ambos había mantenido con un profesor de filosofía. Durante su relato, se refirió a sí mismo, a Gurney y al protagonista como los Tres Mosqueteros del campus de Rose Hill, tratando de lograr que una anécdota de segundo curso sonara heroica. A Gurney el intento le resultó embarazoso y no ofreció a su invitado ninguna respuesta más allá de la mirada expectante.

—Bueno —dijo Mellery, volviendo con incomodidad al asunto que les ocupaba—. No sé muy bien por dónde empezar.

«Si no sabes por dónde empezar tu propia historia, qué demonios haces aquí», pensó Gurney.

Mellery finalmente abrió su maletín, retiró dos libros delgados en rústica y se los entregó a Gurney, con cuidado, como si fueran frágiles. Eran los libros descritos en las páginas de la web que había impreso Madeleine y que él había mirado antes. Uno se titulaba
Lo único que importa
y tenía el subtítulo: «El poder de la conciencia para salvar vidas». El otro se titulaba
Con toda sinceridad
y el subtítulo rezaba: «La única forma de ser feliz».

—Puede que no hayas oído hablar de estos libros. Tuvieron un éxito moderado, pero no fueron lo que se dice superventas. —Mellery sonrió con lo que parecía una imitación bien practicada de la humildad—. No estoy sugiriendo que tengas que leerlos ahora mismo. —Volvió a sonreír como si eso le divirtiera—. No obstante, podrían darte una pista respecto a lo que está ocurriendo, o a por qué está ocurriendo, una vez que te explique mi problema…, o quizá debería decir mi aparente problema. Todo este asunto me tiene un poco perplejo.

«Y más que un poco asustado», pensó Gurney.

Mellery respiró hondo, hizo una pausa y empezó su relato como un hombre que camina con frágil determinación hacia una ola de agua helada.

—Primero debería hablarte de las notas que he recibido.

Buscó en su maletín y sacó dos sobres. Abrió uno, extrajo de él una hoja de papel en blanco con texto escrito a mano por una cara y otro sobre más pequeño del tamaño de una tarjeta de invitación. Le pasó el papel a Gurney.

—Ésta fue la primera comunicación que recibí, hace unas tres semanas.

Gurney cogió el papel y se apoyó en el respaldo de la silla para examinarlo. A la primera notó la pulcritud de la caligrafía. Las palabras estaban escritas de un modo preciso y elegante: de inmediato le vino a la mente la imagen de la hermana Mary Joseph mientras escribía en la pizarra de su escuela de primaria. Sin embargo, más extraño si cabe que la escrupulosa caligrafía era el hecho de que la nota se había escrito con pluma y tinta roja. ¿Tinta roja? El abuelo de Gurney había usado tinta roja. Tenía frasquitos redondos de tinta azul, verde y roja. Recordaba muy poco de su abuelo, pero recordaba la tinta. ¿Aún se vendía tinta roja para pluma?

Gurney leyó la nota torciendo el gesto, luego volvió a leerla. No había ni saludo ni firma.

¿Crees en el destino? Yo sí, porque pensaba que no volvería a verte y, de repente, un día, allí estaba. Todo volvió: cómo sonaba, cómo se movía, y más que ninguna otra cosa, cómo pensaba. Si alguien te pidiera que pensaras en un número, yo sé en qué número pensarías. ¿No me crees? Te lo demostraré. Piensa en cualquier número del uno al mil: el primero que se te ocurra. Imagínatelo. Ahora verás lo bien que conozco tus secretos. Abre el sobrecito.

Gurney emitió un gruñido evasivo y miró de manera inquisitiva a Mellery, que había estado observándolo mientras leía.

—¿Tienes alguna idea de quién te envió esto?

—Ni la menor idea.

—¿Alguna sospecha?

—No.

—Hum. ¿Participaste en el juego?

—¿El juego? —Estaba claro que Mellery no lo consideraba así—. Si lo que quieres decir es si pensé en un número, sí. En esas circunstancias habría sido difícil no hacerlo.

—¿Así que pensaste en un número?

—Sí.

—¿Y?

Mellery se aclaró la garganta.

—El número en el que pensé era el seiscientos cincuenta y ocho.

Lo repitió, articulando los dígitos (seis, cinco, ocho), como si pudieran significar algo para Gurney. Cuando vio que no, respiró con nerviosismo y continuó.

—El número seiscientos cincuenta y ocho no tiene ningún significado especial para mí. Sólo fue el primero que se me ocurrió. Me he devanado los sesos, tratando de recordar algo que pudiera asociar con él, cualquier razón por la que pudiera haberlo elegido, pero no se me ha ocurrido nada. Es sólo el primero que se me ocurrió insistió con nerviosa sinceridad.

Gurney lo miró con creciente interés.

—¿Y en el sobrecito…?

Mellery le pasó el sobre que acompañaba la nota y observó con atención mientras Gurney lo abría, sacaba un trozo de libreta y leía el mensaje escrito en el mismo estilo delicado y con la misma tinta roja.

¿Te sorprende que supiera que ibas a elegir el 658? ¿Quién te conoce tan bien? Si quieres la respuesta, primero has de devolverme los 289,87 dólares que me costó encontrarte. Envía esa cantidad exacta a: P. O. Box 49449, Wycherly, CT 61010. Envíame efectivo o un cheque nominativo. Hazlo a nombre de X. Arybdis (Ése no siempre fue mi nombre.)

Después de volver a leer la nota, Gurney le preguntó si había contestado.

—Sí. Envié un cheque por el importe mencionado.

—¿Porqué?

—¿Qué quieres decir?

—Es mucho dinero. ¿Por qué decidiste mandarlo?

—Porque me estaba volviendo loco. El número, ¿cómo podía saberlo?

—¿Han cobrado el cheque?

—No, lo cierto es que no —dijo Mellery—. He estado controlando mi cuenta a diario. Por eso envié un cheque en lugar de efectivo. Pensaba que podría ser una buena idea para averiguar algo respecto a ese tal Arybdis; al menos sabría dónde depositaba los cheques. Todo el asunto era muy inquietante.

—¿Qué te inquietaba exactamente?

—¡El número, por supuesto! —gritó Mellery. ¿Cómo podía ese tipo saber algo así?

—Buena pregunta —dijo Gurney—. ¿Ese tipo?

—¿Qué? Ah, ya veo a qué te refieres. Sólo pensaba…, no lo sé, es sólo lo que se me ocurrió. Supongo que X. Arybdis me sonaba masculino por alguna razón.

—X. Arybdis. Es un nombre muy extraño —dijo Gurney—. ¿Significa algo para ti? ¿Te suena de algo?

—De nada.

El nombre no significaba nada para Gurney, pero tampoco le sonaba del todo ajeno. Se tratara de lo que se tratase estaba sepultado en su memoria.

—Después de que mandaras el cheque, ¿volvió a contactar contigo?

—¡Ah, sí! —dijo Mellery, una vez más buscando en su maletín y sacando otras dos hojas de papel.

—Recibí esta nota hace diez días. Y esta otra el día después de que te enviara mi mensaje preguntando si nos podíamos reunir.

Se las pasó a Gurney, como un niño pequeño que le enseña a su padre dos nuevos moratones. Parecían estar escritas por la misma mano meticulosa y con la misma pluma que las dos primeras notas, pero el tono había cambiado.

La primera estaba compuesta por ocho breves líneas:

¿Cuántos ángeles brillantes

bailan sobre un alfiler?

¿Cuántos anhelos se

ahogan por el hecho de beber?

¿Has pensado alguna vez que

el vaso era un gatillo y que un

día te dirás: «Dios mío,

cómo he podido»?

Las ocho líneas de la segunda eran igual de crípticas y amenazadoras:

Darás lo que has quitado

al recibir lo dado.

Sé todo lo que piensas,

sé cuándo parpadeas,

sé dónde has estado,

sé adónde irán tus pasos.

Vamos a vernos solos,

señor 658.

A lo largo de los diez minutos siguientes, durante los cuales leyó cada nota media docena de veces, la expresión de Gurney se tornó más oscura, y la angustia de Mellery, más obvia.

—¿Qué piensas? —preguntó Mellery al fin.

—Tienes un enemigo listo.

—Me refiero a qué piensas de la cuestión del número.

—¿Qué?

—¿Cómo podía saber qué número se me ocurriría?

—De buenas a primeras, diría que no lo podía saber.

—¡No podía saberlo, pero lo sabía! O sea, ésa es la clave, ¿no? No podía saberlo, pero lo sabía. Nadie podía saber que el número en el que pensaría sería el seiscientos cincuenta y ocho, pero no sólo lo sabía, sino que lo sabía al menos dos días antes que yo, cuando echó la maldita carta al correo.

Mellery, de repente, se levantó de la silla, caminó por el césped hacia la casa y volvió, pasándose las manos por el cabello.

—No hay forma científica de hacerlo. No hay forma concebible de lograrlo. ¿No te das cuenta de lo descabellado que es esto?

Gurney estaba apoyando la barbilla en las puntas de sus dedos en ademán pensativo.

—Hay un principio filosófico simple que me parece fiable al cien por cien. Si ocurre algo, tiene que haber una forma de que ocurra. Este asunto de los números ha de tener una explicación simple.

—Pero…

Gurney levantó la mano como el joven agente de tráfico que había sido durante sus primeros seis meses en el Departamento de Policía de Nueva York.

—Siéntate. Relájate. Estoy seguro de que conseguiremos averiguarlo.

5

Posibilidades desagradables

Madeleine trajo un par de tés helados y regresó a la casa. El olor de la hierba al sol impregnaba el aire. La temperatura era de veintiún grados. Un revuelo de pinzones purpúreos se posó sobre el comedero de semillas de cardo. El sol, los colores, los aromas eran intensos, pero pasaron desapercibidos para Mellery, cuyos pensamientos angustiosos parecían ocuparle por completo.

Mientras tomaban el té, Gurney trató de evaluar los motivos y la honestidad de su invitado. Sabía que etiquetar a alguien demasiado deprisa podía inducir a error, pero hacerlo solía ser irremediable. Lo principal era ser consciente de la falibilidad del juicio y estar dispuesto a revisar la etiqueta en el momento en que se contara con más información.

Su intuición le decía que Mellery era un farsante clásico, un fingidor a muchos niveles que hasta cierto punto creía en su propia falsedad. Su acento, por ejemplo, que recordaba de la época de la universidad, era un acento de ninguna parte, de algún lugar imaginario de cultura y refinamiento. Seguramente ya no era impostado era parte integrante de su persona, pero hundía sus raíces en un suelo imaginario. El caro corte de pelo, la piel hidratada, los dientes blanquísimos, el físico ejercitado y la manicura apuntaban a un telepredicador de primera. Sus maneras eran las de un hombre ansioso de parecer a gusto en el mundo, un hombre agraciado con la posesión de todo aquello de lo que carecen los humanos ordinarios. Gurney se dio cuenta de que todo ello había estado presente de forma incipiente veintiséis años atrás. Mark Mellery simplemente se había convertido en más de lo mismo, pues siempre había sido así.

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