Gurney pagó su café y regresó al coche. Mientras estaba pensando en la llamada que debía hacer, sonó su teléfono. No le gustaban las coincidencias y le alivió descubrir que no se trataba de Kyle, sino de Mark Mellery.
—Acabo de recibir el correo de hoy. Te he llamado a casa, pero habías salido. Madeleine me ha dado tu móvil. Espero que no te importe que llame.
—¿Cuál es el problema?
—Me han devuelto el cheque. El tipo que tiene el apartado postal en Wycherly donde envié el cheque de 289,87 dólares a Arybdis me lo devolvió con una nota que dice que no hay nadie con ese nombre, que me había equivocado con la dirección. Pero la he comprobado otra vez. Era el número correcto. ¿Davey? ¿Estás ahí?
—Estoy aquí. Estoy tratando de entenderlo.
—Deja que te lea la nota: «Encontré la carta que adjunto en mi apartado postal. Tiene que haber un error en la dirección. Aquí no hay nadie llamado X. Arybdis». Y lo firma: Gregory Dermott. El encabezamiento de la hoja dice: «GD Security Systems», y hay una dirección y un número de teléfono de Wycherly.
Gurney estaba a punto de explicarle que estaba casi seguro de que X. Arybdis no era un nombre real, sino un curioso juego con el nombre de una especie de remolino mitológico que despedazaba a sus víctimas, pero decidió que la cuestión ya era bastante inquietante. Aquello podía esperar hasta que llegara al instituto. Le dijo a Mellery que estaría allí al cabo de una hora.
¿Qué demonios estaba pasando? No tenía sentido. ¿Cuál podía ser el propósito de exigir una cantidad de dinero concreta, pedir que extendieran el cheque a nombre de un oscuro personaje mitológico, y luego que lo enviaran a una dirección equivocada con la posibilidad de que lo devolvieran al remitente? ¿Por qué era necesario ese preámbulo tan complejo y en apariencia inútil a los desagradables poemas que siguieron?
Los aspectos desconcertantes del caso iban incrementándose, y también el interés de Gurney.
El lugar perfecto
Peony era una ciudad dos veces borrada de la historia que quería reflejar. Estaba al lado de Woodstock, y aspiraba al mismo pasado de camisetas teñidas y psicodelia de concierto de rock, aunque Woodstock, a su vez, nutría su propio sucedáneo de aura gracias a la asociación de su nombre con el concierto de neblina de marihuana que, en realidad, se había celebrado en una granja situada a ochenta kilómetros, en Bethel. La imagen de Peony era el producto de humo y espejos, y sobre estos cimientos quiméricos se habían alzado estructuras comerciales predecibles: librerías New Age, antros de tarotistas, emporios druídicos y Wicca, tiendas de tatuajes, espacios de
performances
artísticas, restaurantes vegetarianos. Constituía un centro de gravedad para niños del
flower power
que ya se acercaban a la senilidad, para pánfilos en viejas furgonetas Volkswagen y chiflados eclécticos vestidos con cualquier cosa, desde piel hasta plumas.
Por supuesto, entre todos estos elementos de extraño colorido había multitud de oportunidades intercaladas para que los turistas se gastaran el dinero: tiendas y comedores cuyos nombres y decoración eran sólo un poco extravagantes y cuyas tarifas estaban concebidas para visitantes con dinero a los que les gustaba imaginar que estaban explorando la vanguardia cultural.
La red de carreteras que irradiaba del distrito comercial de Peony llevaba al dinero. Los precios de las propiedades inmobiliarias se habían duplicado o triplicado después del 11S, cuando los neoyorquinos de posibles y paranoia galopante quedaron cautivados por la fantasía de un santuario rural. Casas en las colinas que rodeaban el pueblo crecieron en tamaño y número, los Ford Bronco y los Chrevrolet Blazer dejaron paso a los Hummer y a los Land Rover, y quienes llegaban a pasar fines de semana en el campo iban vestidos con lo que Ralph Lauren les decía que llevaba la gente en el campo.
Cazadores, bomberos y maestros cedieron su lugar a abogados, banqueros de inversiones y mujeres de cierta edad cuyos acuerdos de divorcio financiaban sus actividades culturales, tratamientos cutáneos y participación en actividades de expansión mental con gurús de esto y lo otro. De hecho, Gurney sospechaba que el apetito de la población local por las soluciones a los problemas vitales basadas en gurús podría haber persuadido a Mark Mellery de establecer su negocio allí.
Salió de la autopista del condado justo antes del centro del pueblo, siguiendo sus instrucciones de Google Maps para llegar a Filchers Brook Road, que serpenteaba en su ascenso por una colina boscosa. Esto lo llevó en última instancia a un murete de pizarra autóctona de casi un metro veinte de altura situado al borde de la calle. El murete iba en paralelo a la calle, retirado unos tres metros, durante casi medio kilómetro y estaba tapado en parte por un macizo de ásteres azul pálido. En medio de la extensión del pequeño muro había dos aberturas separadas unos quince metros, la entrada y la salida de un camino circular. Un discreto letrero de bronce fijado en la pared de la primera de estas aberturas rezaba:
Instituto Mellery
PARA LA RENOVACIÓN ESPIRITUAL
Cuando dobló por el sendero de entrada pudo comprobar cuál era la estética del lugar. Allá donde miraba, Gurney tenía la impresión de perfección no planeada. Al lado del sendero de grava, las flores de otoño parecían crecer en azarosa libertad. Sin embargo, estaba seguro de que esta imagen despreocupada, no diferente de la de Mellery, recibía una cuidadosa atención. Como en muchas de las casas de ricos discretos, la nota entonada era de meticulosa informalidad, la naturaleza como debería ser, sin que quedara ninguna flor mustia sin podar. Siguiendo el sendero, Gurney llegó a la fachada de una gran mansión georgiana, tan bien cuidada como los jardines.
De pie delante de la casa había un hombre de aspecto altivo con barba pelirroja que lo miraba con interés. Gurney bajó la ventanilla y preguntó dónde se hallaba la zona de aparcamiento. El hombre respondió con acento británico de clase alta que tenía que seguir el camino hasta el final.
Desgraciadamente, éste condujo a Gurney a salir de nuevo a Filchers Brook Road por la otra abertura en el muro de piedra. Dio la vuelta para volver a entrar y siguió otra vez el camino hasta la fachada de la casa, donde el espigado inglés de nuevo lo miró con interés.
—El final del camino me llevó a la calle —dijo Gurney—. ¿No he entendido algo?
—¡Qué estúpido soy! —gritó el hombre con exagerado disgusto que entraba en conflicto con su porte natural—. Creo que lo sé todo, pero la mayor parte del tiempo me equivoco.
Gurney tenía el palpito de que podría estar en presencia de un loco. También en ese punto se fijó en una segunda figura. A la sombra de un rododendro gigante, observándolos con intensidad, había un hombre bajo y fornido, con aspecto de que podría estar esperando para una prueba de
Los Soprano
.
—Ah —gritó el inglés, señalando con entusiasmo camino adelante—, allí tiene su respuesta. Sarah lo llevará bajo su ala protectora. ¡Es la persona adecuada para usted! —Dicho esto, con gran teatralidad, se volvió y se alejó, seguido a cierta distancia por el gánster de cómic.
Gurney siguió conduciendo hasta encontrarse con la mujer que estaba junto al sendero, con expresión solícita en su rostro regordete. Su voz exudaba empatía.
—Dios mío, Dios mío, lo hemos tenido conduciendo en círculos. No es una forma bonita de darle la bienvenida. —El nivel de preocupación en sus ojos era alarmante—. Deje que le aparque el coche, así podrá ir directo a la casa.
—No es necesario. ¿Podría decirme dónde está la zona de aparcamiento?
—¡Por supuesto! Usted sígame. Me aseguraré de que no se pierda esta vez. —Su tono hacía que la tarea pareciera de mayores proporciones de lo que uno podría imaginar.
La mujer le hizo una señal a Gurney para que la siguiera. Fue un ademán amplio, como si estuviera guiando una caravana. En la otra mano, a un costado, llevaba un paraguas cerrado. Su ritmo deliberado expresaba preocupación ante la posibilidad de que Gurney la perdiera de vista. Al llegar a un hueco entre los arbustos, se hizo a un lado, y señaló a Gurney un estrecho desvío del sendero que pasaba a través de los arbustos. Cuando Gurney llegó a su altura, ella extendió el paraguas hacia su ventana abierta.
—¡Cójalo! —gritó.
Gurney se detuvo, desconcertado.
—Ya sabe lo que dicen del clima de montaña —explicó ella.
—No me hará falta.
Gurney pasó junto a la mujer y accedió a la zona de aparcamiento, un lugar que parecía capaz de acomodar el doble de coches de los que había allí, que David cifró en dieciséis. El espacio rectangular estaba enclavado entre las ubicuas flores y arbustos. Una gran haya situada en un extremo separaba la zona de aparcamiento de un granero rojo de tres plantas, cuyo color era vivido bajo el sol inclinado.
Eligió un espacio entre dos gargantuescos monovolúmenes. Mientras estaba aparcando, reparó en una mujer que observaba el proceso desde detrás de un lecho de dalias. Al salir del coche, Gurney sonrió educadamente. Era una mujer primorosa como una violeta, de huesos pequeños y rasgos delicados, con un aspecto anticuado. Si fuera una actriz, pensó Gurney, sería una candidata natural para representar a Emily Dickinson en
La bella de Amherst
.
—Me preguntaba si podría decirme dónde puedo encontrar a Mark… —Pero la violeta lo interrumpió con su propia pregunta.
—¿Quién coño le ha dicho que puede aparcar aquí?
Un peculiar ministerio
Desde la zona de aparcamiento, Gurney siguió un camino de adoquines rodeando la mansión georgiana que supuso que se utilizaría como oficina y centro de conferencias del instituto hasta una pequeña casa también de estilo georgiano situada unos ciento cincuenta metros detrás de la mansión. Un pequeño letrero dorado junto al camino anunciaba:
Residencia Privada
.
Mark Mellery abrió la puerta antes de que Gurney llamara. Vestía la misma clase de atuendo informal que había llevado en su visita a Walnut Crossing. Contra el fondo de la arquitectura y el paisaje del instituto, la indumentaria le daba un aura de caballero.
—¡Me alegro de verte, Davey!
Gurney entró en un espacioso vestíbulo de suelo de castaño amueblado con antigüedades, y Mellery lo condujo hasta un estudio situado en la parte de atrás de la casa. Un fuego que crepitaba en la chimenea perfumaba la sala con un rastro de humo de cerezo.
Dos sillones de orejas situados uno frente a otro a derecha e izquierda de la chimenea y el sofá colocado de cara al hogar formaban una zona de asientos en forma de U. Cuando se hubieron acomodado en los sillones, Mellery le preguntó a Gurney si había tenido algún problema para encontrar el camino. Le contó las tres peculiares conversaciones que había tenido, y Mellery le explicó que los tres individuos eran huéspedes del instituto y que su conducta respondía a una parte de su terapia de autodescubrimiento.
—En el curso de su estancia —explicó Mellery—, cada huésped representa diez papeles diferentes. Un día puede ser el liante. Parece que ése era el papel que Worth Partridge, el caballero británico, estaba representando cuando lo abordaste. Otro día él podría ser el Solícito, ése es el papel que representaba Sarah, que quería aparcarte el coche. Otro es el Confrontador. Parece que la última dama con la que te has encontrado estaba representando ese papel con un exceso de entusiasmo.
—¿Cuál es el objetivo?
Mellery sonrió.
—La gente representa ciertos roles en sus vidas. El contenido de los roles (los guiones, si lo prefieres) es coherente y predecible, aunque, por lo general, es inconsciente y rara vez se ve como una cuestión de elección.
Estaba entusiasmándose con aquella explicación, a pesar de que la había pronunciado centenares de veces.
—Lo que hacemos aquí es simple, aunque muchos de nuestros huéspedes lo consideran profundo. Hacemos que cobren conciencia de los roles que desempeñan inconscientemente, de cuáles son los beneficios y costes de estos roles, y de cómo afectan a otros. Una vez que nuestros huéspedes ven sus patrones de conducta con claridad, los ayudamos a que comprendan que cada modelo es una elección. Pueden retenerlo o descartarlo. Después (y ésta es la parte más importante), les proporcionamos un programa de acción para sustituir modelos defectuosos por otros más sanos.
Gurney se fijó en que la ansiedad del hombre había retrocedido mientras hablaba. El tema en cuestión había puesto un brillo evangélico en su mirada.
—Por cierto, todo esto podría sonarte familiar. Modelo, elección y cambio son las tres palabras de las que más se abusa en el mundo raído de la autoayuda. Sin embargo, nuestros huéspedes nos cuentan que lo que hacemos aquí es diferente, el núcleo es diferente. Justo el otro día, uno de ellos me dijo: «Dios lleva este instituto de la mano».
Gurney trató de mantener su voz carente de escepticismo.
—La experiencia terapéutica que proporcionas ha de ser muy fuerte.
—A algunos se lo parece.
—He oído que algunas terapias fuertes buscan mucho la confrontación.
—Aquí no —dijo Mellery—. Nuestro enfoque es suave y cordial. Nuestro pronombre favorito es «nosotros», no «tú». Hablamos de nuestros fallos, temores y limitaciones. Nunca señalamos a nadie ni acusamos a nadie de nada. Creemos que las acusaciones tienden a fortalecer los muros de negación más que a romperlos. Después de que te mires alguno de mis libros, comprenderás mejor la filosofía.
—Sólo pensaba que en ocasiones podrían ocurrir cosas sobre el terreno, por así decirlo, que no formen parte de la filosofía.
—Lo que decimos es lo que hacemos.
—¿Ninguna confrontación?
—¿Por qué insistes tanto?
—Me pregunto si alguna vez le has dado a alguien una patada en las pelotas tan fuerte como para que desee devolvértela.
—Nuestra línea de actuación rara vez enfada a nadie. Además, sea quien sea mi amigo por correspondencia, forma parte de mi vida anterior a este instituto.
—Tal vez sí, tal vez no.
Una expresión de perplejidad apareció en el semblante de Mellery.
—Tiene fijación por mis días de bebida, algo que hice borracho, así que fue antes de que fundara el instituto.
—O bien podría ser alguien implicado contigo en el presente que leyera sobre tu alcoholismo en tus libros y que quiera asustarte.