Cuando Gurney estaba volviendo a la vida con su café del sábado por la mañana, el disco pálido del sol se estaba elevando sobre un risco boscoso a un par de kilómetros al este. No había soplado viento durante la noche, y todo lo que había fuera, desde el patio al tejado del granero, estaba cubierto con casi diez centímetros de nieve.
No había dormido bien. Se había quedado atrapado durante horas en un bucle interminable de preocupaciones enlazadas. Algunas, que ahora se disolvían a la luz del día, implicaban a Sonya. En el último momento, él había pospuesto su planeado encuentro
afterhours
. La incertidumbre de lo que podría ocurrir allí, su incertidumbre sobre lo que quería que ocurriera le habían hecho aplazarlo.
Se sentó, como había hecho durante la semana anterior, de espaldas a la sala donde la caja atada con una cinta que contenía los dibujos de Danny descansaba sobre la mesita. Dio un sorbo al café y miró el prado, cubierto por un manto blanco.
La visión de la nieve siempre le recordaba su olor. En un impulso fue a la puerta cristalera y la abrió. La sensación gélida del aire le arrancó una cadena de recuerdos: nieve apilada hasta la altura del pecho en las calles; sus manos rosadas, que le dolían de tanto hacer bolas; trozos de hielo metidos en la lana de los puños de la chaqueta; ramas de árboles que se combaban hasta el suelo; coronas de Navidad en las puertas; calles vacías; luminosidad allí donde miraba.
Era una cosa curiosa del pasado: cómo se apilaba esperándote, en silencio, invisible, casi como si no estuviera allí. Podías verte tentado a pensar que había desaparecido, que ya no existía. Entonces, como un faisán que sale al descubierto, rugiría en una explosión de sonido, color y movimiento, asombrosamente vivo.
Quería rodearse del olor de la nieve. Descolgó su chaqueta de la percha que había junto a la puerta, se la puso y salió. La capa de nieve era demasiado gruesa para los zapatos normales que llevaba, pero no quería cambiárselos en ese momento. Caminó hacia el estanque. Cerró los ojos y respiró hondo. Había caminado menos de cien metros cuando oyó que se abría la puerta de la cocina y la voz de Madeleine que lo llamaba.
—¡David, vuelve!
Se dio la vuelta y vio a su mujer a medio salir por la puerta, con expresión de alarma. Empezó a regresar.
—¿Qué pasa?
—¡Corre! —dijo ella—. En la radio… ¡Mark Mellery está muerto!
—¿Qué?
—Mark Mellery ha muerto, acaban de decirlo por la radio. ¡Lo han asesinado! —Retrocedió hasta la casa.
—Dios mío —dijo Gurney, que sintió una opresión en el pecho. Corrió los últimos metros hasta la casa y entró en la cocina sin quitarse los zapatos cubiertos de nieve—. ¿Cuándo ha sido?
—No lo sé. Esta mañana, anoche, no lo sé. No lo han dicho.
Escuchó. La radio seguía encendida, pero el locutor había pasado a otra noticia, algo relacionado con una bancarrota corporativa.
—¿Cómo ha sido?
—No lo han dicho. Sólo han dicho que aparentemente ha sido un homicidio.
—¿Alguna otra información?
—No. Sí. Algo sobre el instituto donde ocurrió. El Instituto Mellery para la Renovación Espiritual, en Peony, Nueva York. Han dicho que la Policía está allí.
—¿Nada más?
—Creo que no. ¡Qué espantoso!
Gurney asintió lentamente, pero su mente volaba.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
Contempló las diversas opciones que tenía, y desechó todas, menos una.
—Informar al oficial al mando de mi relación con Mellery. Lo que ocurra después es cosa suya.
Madeleine respiró profundamente y pareció tratar de esbozar una sonrisa que aparentase valentía, pero apenas lo logró.
Juegos macabros
Un charco de sangre
Eran exactamente las 10:00 cuando Gurney llamó a la comisaría de Policía de Peony para comunicar su nombre, dirección, número de teléfono y ofrecer un breve resumen de su relación con la víctima. El agente con el que habló, el sargento Burkholtz, le dijo que la información se pasaría al equipo del Departamento de Investigación Criminal de la Policía del estado que se había encargado del caso.
Gurney supuso que podrían contactar con él en el curso de las siguientes veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Le sorprendió recibir la llamada al cabo de menos de diez minutos. La voz le resultaba familiar, pero no consiguió situarla de inmediato. Además, el hombre se presentó sin mencionar su nombre.
—Señor Gurney, habla el investigador jefe en la Escena del Crimen de Peony. Tengo entendido que tiene información para nosotros.
Gurney vaciló. Estaba a punto de pedir al agente que se identificara, una cuestión de procedimiento normal cuando el timbre de voz, de repente, generó un recuerdo del rostro y el nombre que lo acompañaba. El Jack Hardwick que recordaba de un sensacional caso en el que habían trabajado juntos era un hombre enérgico y soez, de rostro colorado, con el pelo muy corto y prematuramente blanco, y con unos ojos claros de perro malamut. Era un bromista implacable, y pasar media hora con él podía parecerte medio día; de un día en que no parabas de desear que terminara. Sin embargo, también era listo, duro, incansable y políticamente incorrecto con ganas.
—Hola, Jack —dijo Gurney, disimulando su sorpresa.
—Cómo… ¡Coño! ¡Alguien te lo ha dicho! ¿Quién coño te lo ha dicho?
—Tienes una voz memorable, Jack.
—¡Voz memorable, las pelotas! ¡Si han pasado diez años, joder!
—Nueve.
La detención de Peter Possum Piggert había sido uno de los logros más sonados en la carrera de Gurney, el que le había valido su ascenso al preciado rango de detective de primer grado, y la fecha era de las que recordaba.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie me lo ha dicho.
—¡Y un cuerno!
Gurney se quedó en silencio, recordando la propensión de Hardwick a tener siempre la última palabra y las conversaciones estúpidas que se prolongaban indefinidamente hasta que lo conseguía.
Después de tres largos segundos, Hardwick continuó en un tono menos combativo.
—Nueve malditos años. Y de repente apareces de la nada, justo en medio de lo que podría ser el caso de homicidio más sensacional en el estado de Nueva York desde que pescaste la mitad de abajo de la señora Piggert en el río. Es una coincidencia de cojones.
—En realidad era la mitad de arriba, Jack.
Después de un breve silencio, el teléfono explotó con la larga risa de rebuzno, que era la marca de la casa de Hardwick.
—¡Ah! —gritó sin aliento al final del rebuzno—. Davey, Davey, Davey, siempre tan detallista.
Gurney se aclaró la garganta.
—¿Puedes decirme cómo murió Mark Mellery?
Hardwick vaciló, atrapado en el incómodo espacio que hay entre la relación personal y la normativa, allí donde los polis habitaban durante la mayor parte de sus vidas y se ganaban la mayor parte de sus úlceras. Optó por ser completamente sincero; no porque se requiriera decir la verdad sin tapujos (Gurney no tenía posición oficial en el caso y no tenía derecho a ninguna información), sino porque esa verdad era de lo más escabroso.
—Alguien le cortó el cuello con una botella rota.
Gurney gruñó como si le hubiera dado un puñetazo en el corazón. Su primera reacción, no obstante, fue rápidamente reemplazada por algo más profesional. La respuesta de Hardwick había colocado en su sitio una de las piezas sueltas en la mente de Gurney.
—¿Era por casualidad una botella de whisky?
—¿Cómo demonios lo sabes? —El tono de Hardwick viajó en cuatro palabras del asombro a la acusación.
—Es una larga historia. ¿Quieres que me pase por ahí?
—Será mejor que lo hagas.
* * *
El sol, que esa mañana era visible como un disco frío detrás de una capa gris de nubes invernales, había quedado oscurecido casi por completo por un cielo grumoso y plomizo. La luz sin sombras provocaba una sensación ominosa, el rostro de un universo frío, indiferente como el hielo.
A Gurney este hilo de pensamiento le parecía de lo más extravagante y lo dejó de lado al detener su coche detrás de la fila de vehículos policiales aparcados de manera irregular en el arcén cubierto de nieve, delante del Instituto Mellery para la Renovación Espiritual. La mayoría de ellos llevaban la insignia azul y amarilla de la Policía del estado de Nueva York, incluida una furgoneta del laboratorio forense regional. Dos eran coches blancos del Departamento del Sheriff y otros dos coches patrulla verdes de la Policía de Peony. Gurney recordó la broma de Mellery de que sonaba como el nombre de un cabaret
gay
, así como la expresión de su rostro en el momento en que lo había dicho.
Los macizos de ásteres, apretados entre los coches y el murete de pizarra, habían quedado reducidos por la severidad del invierno a una masa embarullada de brotes marrones que mostraban extraños florecimientos de nieve algodonosa. Gurney bajó del coche y se dirigió a la entrada. Un agente de ceño paramilitar y uniformado con pulcritud custodiaba la puerta de entrada. Gurney reparó en que quizá tenía uno o dos años menos que su propio hijo.
—¿Puedo ayudarle, señor?
Las palabras eran educadas, pero la expresión no.
—Me llamo Gurney y he venido a ver a Jack Hardwick.
El joven parpadeó dos veces al oír aquellos dos nombres. Su expresión sugería que al menos uno de ellos le estaba provocando un reflujo ácido.
—Espere un momento —dijo, sacando un
walkie-talkie
del cinturón—. Tendrán que escoltarle.
Al cabo de tres minutos llegó el escolta, un investigador del DIC que parecía un imitador de Tom Cruise. A pesar del frío del invierno, sólo llevaba un chaleco negro que le colgaba abierto por encima de una camisa negra y tejanos. Conociendo el estricto código de vestimenta de la Policía del estado, Gurney supuso que esa indumentaria informal significaba que lo habían hecho venir directamente a la escena del crimen cuando estaba fuera de servicio o en una actividad encubierta. El borde de una Glock de nueve milímetros en una funda de hombro de color negro mate, visible bajo el chaleco, parecía una afirmación de actitud tanto como una herramienta de trabajo.
—¿Detective Gurney?
—Retirado —dijo Gurney, como si añadiera una nota al pie.
—¿Sí? —dijo Tom Cruise sin interés—. Ha de estar bien. Sígame.
Cuando siguió a su guía por el camino que rodeaba el edificio principal y se dirigía hacia la residencia que había detrás de éste, le sorprendió la diferencia que una nevada de diez centímetros había causado en la apariencia del lugar. Había creado un lienzo simplificado y había eliminado detalles superfluos. Caminar por el minimalismo del paisaje blanco era como pisar un planeta recién creado; una idea en absurda discordancia con la realidad enrevesada que tenía ante sí. Rodearon la vieja casa georgiana donde Mellery había vivido y se detuvieron de golpe al borde del patio cubierto de nieve donde había perdido la vida.
El lugar de su muerte era obvio. La nieve aún conservaba la impresión de un cuerpo, y en torno a la zona de la cabeza y los hombros de esa impronta se extendía una enorme mancha de sangre. Gurney había visto antes ese asombroso contraste rojo y blanco. El recuerdo indeleble correspondía a la mañana de Navidad de su primer año en el cuerpo. Un policía alcohólico al que su mujer le había cerrado la puerta de su casa se suicidó disparándose en el corazón, sentado sobre un montón de nieve.
Gurney eliminó de su mente la vieja imagen y centró su aguzada mirada profesional en la escena que tenía ante sí.
Un especialista en huellas se había arrodillado junto a una fila de pisadas en la nieve, al lado de la mancha de sangre principal, y estaba rociándolas con algo. Desde su posición, Gurney no veía la etiqueta de la lata, pero suponía que era cera para huellas de nieve, un producto químico que se utilizaba para estabilizar las huellas en la nieve lo suficiente para la aplicación posterior de un compuesto para moldes dentales. Las huellas en la nieve eran extremadamente frágiles, pero cuando se trataban con cuidado proporcionaban un nivel de detalle extraordinario. Aunque había sido testigo del proceso con cierta frecuencia, no pudo menos que admirar la mano firme y la intensa concentración del especialista.
Habían colocado cinta policial amarilla en un polígono irregular en torno a la mayor parte del patio, incluida la puerta trasera de la casa. Habían establecido pasillos de la misma cinta amarilla a ambos lados del patio: para incluir y preservar las rutas de llegada y partida de un conjunto distinto de pisadas procedentes de la dirección del enorme granero situado al lado de la casa, que llegaban a la zona de la mancha de sangre y luego se alejaban del patio, por encima del césped cubierto con un manto de nieve, hacia el bosque.
La puerta trasera de la casa estaba abierta. Un miembro del equipo de la Escena del Crimen estaba en el umbral. Parecía estudiar el patio desde la perspectiva de la casa. Gurney sabía exactamente lo que el hombre estaba haciendo. Cuando estabas en la escena del crimen, tendías a pasar mucho tiempo sólo en captar una sensación, muchas veces intentando verla como podría haberla visto la víctima en sus momentos finales. Había reglas claras y bien entendidas para localizar y recoger indicios, sangre, armas, huellas dactilares, huellas de pisadas, cabello, fibras, desconchaduras de pintura, sustancias minerales o vegetales fuera de lugar, etcétera, pero también había un problema de enfoque fundamental. Por decirlo de un modo sencillo, tenías que permanecer con la mente abierta respecto a lo que había ocurrido, dónde había ocurrido exactamente y cómo había ocurrido, porque si saltabas a conclusiones demasiado apresuradas, era fácil perderse indicios que no encajaban en tu visión del escenario. Al mismo tiempo, debías empezar a desarrollar al menos una hipótesis amplia para guiar tu búsqueda de pruebas. Uno podía cometer dolorosos errores por convencerse demasiado deprisa de cómo era el escenario de un crimen, pero también podía perderse mucho tiempo y recursos de personal peinando con un cepillo fino varios kilómetros cuadrados buscando Dios sabe qué.
Lo que hacían los buenos detectives, lo que Gurney estaba seguro que estaba haciendo el detective del umbral era una especie de inconsciente ir adelante y atrás entre una perspectiva inductiva y otra deductiva. ¿Qué veo aquí y qué secuencia de hechos sugieren estos datos? Y, si ese escenario es válido, ¿qué pruebas adicionales debería buscar y dónde debería buscarlas?