—¿Me estoy perdiendo algo?
—Lo mismo que todos los demás —dijo Hardwick, sonando aliviado de que a Gurney no se le hubiera ocurrido una explicación sencilla que se le hubiera escapado a él y a su equipo.
Gurney examinó el terreno en torno a la huella final. Justo más allá de la bien definida huella había una pequeña zona de múltiples huellas solapadas, todas aparentemente hechas por el mismo par de botas de montaña que habían creado las claras pistas que habían estado siguiendo. Era como si el asesino hubiera caminado expresamente hasta ese lugar, se hubiera quedado quieto, pasando el peso del cuerpo de un pie al otro durante unos minutos, quizás esperando algo o a alguien y luego… se hubiera evaporado.
La lunática posibilidad de que Hardwick le estuviera gastando una broma se le pasó por la cabeza, pero la descartó.
Modificar la escena de un crimen para echarse unas risas sería extralimitarse demasiado, incluso para un personaje tan estrambótico como aquél.
Así que lo que estaban mirando era tal cual lo veían.
—Si los periódicos se enteran lo convertirán en una abducción extraterrestre —dijo Hardwick—, como si las palabras tuvieran un gusto metálico en su boca. Los periodistas se cernirán sobre esto como moscas en un cubo de mierda de vaca.
—¿Tienes una teoría más presentable?
—Mis esperanzas están depositadas en la mente aguda del más reverenciado de los detectives de homicidios en la historia del Departamento de Policía de Nueva York.
—Déjate de historias —dijo Gurney—. ¿El equipo de registro ha encontrado algo?
—Nada que dé sentido a esto. Pero tomaron muestras de nieve del lugar donde aparentemente estaba de pie. No parece haber ninguna materia extraña visible, aunque quizá los técnicos de laboratorio encuentren algo. También comprobaron los árboles y la carretera que pasa por detrás de esos pinos. Mañana examinarán todo lo que haya a treinta metros la redonda.
—Pero de momento nada…
—Cero.
—Entonces, ¿qué te queda? ¿Preguntar a todos los huéspedes del instituto y a los vecinos si alguien vio un helicóptero que bajara una cuerda en el bosque?
—Nadie lo vio.
—¿Lo has preguntado?
—Me he sentido como un idiota, pero sí. El hecho es que, esta mañana, alguien llegó caminando, casi con toda certeza el asesino. Se detuvo aquí. Si un helicóptero o la grúa más grande del mundo no se lo llevó, ¿dónde coño está?
—Así pues —empezó Gurney—, ni helicóptero, ni cuerdas, ni túneles secretos…
—Exacto —dijo Hardwick, cortándolo—. Y no hay pruebas de que se fuera saltando en un saltador de muelle.
—Lo cual nos deja…
—Lo cual nos deja con nada. Cero. Ni una puta posibilidad real. Y no me digas que una vez que el asesino llegó hasta aquí, volvió caminando hacia atrás, perfectamente, poniendo el pie en cada huella sin fallar ni una vez, sólo para volvernos locos. —Hardwick miró desafiante a Gurney, como si pudiera proponer exactamente eso—. Y aun si eso fuera posible, que no lo es, el asesino se habría encontrado con las dos personas que para entonces ya habían llegado a la escena. Caddy, la mujer, y Patty, el gánster.
—O sea, que es todo imposible —dijo Gurney como si tal cosa.
—¿Qué es imposible? —preguntó Hardwick, listo para una pelea.
—Todo —dijo Gurney.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Cálmate, Jack. Hemos de encontrar un punto de partida que tenga sentido. Lo que parece haber ocurrido no puede haber ocurrido. Por lo tanto, lo que parece que ha ocurrido no ha ocurrido.
—¿Me estás diciendo que esto no son huellas de pisadas?
—Te estoy diciendo que hay algo mal en la forma en que lo estamos mirando.
—¿Eso es una huella o no es una huella? —soltó Hardwick, exasperado.
—A mí me parece una huella —dijo Gurney en un tono agradable.
—Entonces, ¿qué estás diciendo?
Gurney suspiró.
—No lo sé, Jack. Sólo tengo la sensación de que estamos planteando las preguntas equivocadas.
Algo en la suavidad de su tono tranquilizó a Hardwick. Ningún hombre miró al otro ni dijo nada durante varios segundos. Entonces Hardwick levantó la mano como si hubiera recordado algo.
—Casi me olvido de enseñarte la guinda del pastel. —Metió la mano en el bolsillo lateral de su chaqueta de piel y sacó un sobre de recolección de pruebas.
A través del plástico transparente, en una hoja de papel blanco, Gurney vio la clara caligrafía en tinta roja.
—No la saques —dijo Hardwick—, sólo léela.
Gurney obedeció. Después la volvió a leer. Y una tercera vez, para aprendérsela de memoria.
Escapé por la nieve.
Busca y rebusca, idiota.
Pregunta: ¿adónde fui?
Escoria de la Tierra,
mira mi nacimiento:
renace la venganza
por los niños que lloran,
por los desamparados.
—Es nuestro hombre —dijo Gurney, devolviéndole el sobre—. El tema de la venganza, ocho versos, vocabulario elitista, puntuación perfecta, caligrafía delicada. Igual que todos los demás, hasta cierto punto.
—¿Hasta cierto punto?
—Hay un elemento nuevo en éste: una indicación de que el asesino odia a alguien más además de a la víctima.
Hardwick miró la nota guardada dentro de la bolsita, frunciendo el ceño ante la sugerencia de que se le había pasado algo significativo.
—¿A quién? —preguntó.
—A ti —dijo Gurney, sonriendo por primera vez en todo el día.
Escoria de la tierra
Era injusto, por supuesto, una pequeña licencia teatral para decir que el asesino había puesto sus miras igualmente en Mark Mellery y en Jack Hardwick. Lo que Gurney quería decir, explicó mientras regresaban caminando a la escena del crimen desde el lugar donde estaban las huellas interrumpidas en el bosque, era que el asesino parecía apuntar parte de su hostilidad a la Policía que investigaba el crimen. Lejos de inquietar a Hardwick, el reto implícito lo cargó de energía. El destello combativo de su mirada gritaba. ¡Pedazo cabrón!
Entonces Gurney le preguntó si recordaba el caso de Jason Strunk.
—¿Por qué?
—¿No te suena Satanic Santa? ¿O, como lo llamaban otros genios de los medios, Cannibal Claus?
—Sí, sí, claro, me acuerdo. Aunque en realidad no era caníbal. Sólo arrancaba a mordiscos los dedos de los pies.
—Sí, pero eso no era todo, ¿no?
Hardwick esbozó una mueca.
—Me parece recordar que después de arrancar los dedos, cortaba los cuerpos con una sierra, metía los trozos en bolsas de plástico (muy pulcro), los ponía en cajas de regalo de Navidad y los enviaba por correo. Así se desembarazaba de ellos. No tenía problemas con la sepultura.
—¿Y no recuerdas a quién se los enviaba?
—Eso fue hace veinte años. Ni siquiera estaba en el departamento. Lo leí en los periódicos.
—Los enviaba a direcciones particulares de detectives de homicidios del barrio en el que habían vivido las víctimas.
—¿Direcciones particulares? —Hardwick dedicó a Gurney una mirada horrorizada—. Asesinato, canibalismo moderado y disección con una sierra podía perdonarse, pero no ese giro final.
—Odiaba a los polis —continuó Gurney—. Le encantaba sacarlos de quicio.
—Me doy cuenta de que mandarles un pie por correo podía conseguir ese objetivo.
—Es especialmente inquietante cuando tu mujer abre el buzón.
El tono extraño captó la atención de Hardwick.
—¡Joder! Era tu caso. Te mandó un trozo de cadáver y ella abrió el buzón.
—Sí.
—¡Joder! ¿Por eso se divorció de ti?
Gurney lo miró con curiosidad.
—¿Te acuerdas de que mi primera mujer se divorció de mí?
—De algunas cosas me acuerdo. De lo que leo, poco. Pero si alguien me cuenta algo personal, de esa clase de cosas nunca me olvido. Igual que sé que eras hijo único, que tu padre nació en Irlanda, que la aborrecía, que nunca te contaba nada de allí, y que bebía demasiado.
Gurney lo miró a los ojos.
—Me lo contaste cuando estábamos trabajando en el caso Piggert.
Gurney no estaba seguro de si estaba más consternado por haber revelado esa peculiar información familiar, por olvidar que lo había hecho o porque Hardwick la recordara.
Siguieron caminando hacia la casa bajo un cielo que se iba oscureciendo, a través de la nieve en polvo que una brisa intermitente había empezado a arremolinar. Gurney trató de sacudirse un escalofrío e intentó volver a concentrarse en la materia que lo ocupaba.
—Volviendo al tema —dijo—, la última nota de este asesino es una especie de desafío a la Policía y podría ser algo significativo.
Hardwick era la clase de hombre que sólo volvía al tema de su interlocutor cuando a él le venía en gana.
—Entonces, ¿por eso se divorció de ti? ¿Recibió la polla de un tío en una caja?
No era asunto de Hardwick, pero Gurney decidió responder.
—Teníamos un montón de problemas más. Podría darte una lista de mis quejas, y su lista sería aún más larga. Pero creo que, en resumen, se horrorizó al darse cuenta de lo que significaba estar casada con un poli. Algunas mujeres lo descubren poco a poco. La mía tuvo una revelación.
Habían llegado al patio de atrás. Dos técnicos de pruebas estaban sacando la nieve que había alrededor de la mancha de sangre, ahora más marrón que roja, y examinaban las losas que descubrían durante el proceso.
—Bueno, de todas maneras —dijo Hardwick, como si dejara de lado una complicación innecesaria—, Strunk era un asesino en serie, y éste no lo parece.
Gurney asintió de un modo vacilante. Sí, Jason Strunk era un asesino en serie típico, y quien había matado a Mark Mellery parecía cualquier cosa menos eso. Strunk tenía escaso o nulo conocimiento anterior de sus víctimas. Bien se podía decir que no tenía nada que se pareciera a una «relación» previa con ellas. Las elegía en función de si se adecuaban a ciertas características físicas y de su disponibilidad cuando necesitaba actuar: por una coincidencia de urgencia y oportunidad. El asesino de Mellery, no obstante, lo conocía lo bastante para torturarlo con alusiones a su pasado, incluso lo conocía lo suficiente para predecir qué número se le ocurriría en determinadas circunstancias. Parecía haber compartido una relación íntima con su víctima, lo cual no era propio de los asesinos en serie. Además, no había informes conocidos de asesinatos recientes similares, aunque eso habría que investigarlo con más atención.
—No parece un caso en serie —coincidió Gurney—. Dudo que empieces a encontrar pulgares en tu buzón. Pero hay algo desconcertante en que se dirija a ti, al agente al mando de la investigación, como «escoria de la Tierra».
Rodearon la casa hasta la puerta delantera para evitar entorpecer a los que examinaban la escena del crimen en el patio. Había un agente uniformado del Departamento del Sheriff apostado en el umbral para controlar el acceso a la casa. Allí el viento era más intenso, y el hombre estaba dando pisotones y aplaudiendo con las manos enguantadas para entrar un poco en calor. Su obvia incomodidad torció la sonrisa con la que saludó a Hardwick.
—¿Hay café en camino?
—Ni idea. Pero eso espero —dijo Hardwick, que se sorbió sonoramente la nariz para que no le goteara. Se volvió hacia Gurney—. No te entretendré mucho más. Sólo quiero que me enseñes las notas que me has dicho que estaban en el estudio, y que te asegures de que están todas.
Dentro de la hermosa casa de suelo de castaño, todo estaba tranquilo. Más que nunca, la casa olía a dinero.
Un amigo de la familia
Un pintoresco fuego ardía en la chimenea de piedra y de ladrillos, y el aire de la sala estaba endulzado con una elegante nota de humo de cerezo. Una pálida pero serena Caddy Mellery compartía el sofá con un hombre bien vestido de setenta y pocos años.
Cuando entraron Gurney y Hardwick, el hombre se levantó del sofá con sorprendente facilidad para su edad.
—Buenas tardes, caballeros —dijo—. Las palabras tenían una entonación refinada, vagamente del sur—. Soy Carl Smale, un viejo amigo de Caddy.
—Soy el investigador jefe Hardwick, y él es Dave Gurney, amigo del difunto marido de la señora Mellery.
—Ah, sí, el amigo de Mark. Caddy me lo estaba contando.
—Lamentamos molestarlos —dijo Hardwick, mirando en torno a la sala mientras hablaba. Sus ojos se fijaron en el pequeño escritorio Sheraton apoyado en la pared opuesta a la chimenea—. Hemos de acceder a algunos papeles, posiblemente relacionados con el crimen, y tenemos motivos para creer que están en ese escritorio. Señora Mellery, lamento importunarla con preguntas como ésta, pero ¿le importa que eche un vistazo?
La mujer cerró los ojos. No estaba claro que entendiera la pregunta.
Smale volvió a sentarse en el sofá, junto a ella, y colocó su mano sobre el antebrazo de la señora Mellery.
—Estoy segura de que Caddy no tiene inconveniente.
Hardwick vaciló.
—¿Está hablando… como representante de la señora Mellery?
La reacción de la señora Mellery fue casi invisible tan sólo arrugó levemente la nariz, como la respuesta de una mujer sensible a una palabra grosera durante un banquete.
La viuda abrió los ojos y habló a través de una sonrisa triste.
—Estoy seguro de que se da cuenta de que éste es un momento difícil. Confío en Carl. Diga lo que diga, es más sensato que cualquier cosa que pueda decir yo.
Hardwick insistió.
—¿El señor Smale es su abogado?
Ella se volvió hacia Smale con una benevolencia que Gurney sospechaba que el Valium había ayudado a consolidar. Dijo:
—Ha sido mi abogado, mi representante en la enfermedad y en la salud, en los buenos y los malos tiempos, durante más de treinta años. Dios mío, Carl, ¿no es aterrador?
Smale sonrió con nostalgia a la viuda, luego se dirigió a Hardwick con una crispación nueva en su tono.
—Por supuesto, puede examinar esta sala para buscar materiales que pudieran estar relacionados con su investigación. Naturalmente nos gustaría recibir una lista de cualquier objeto que deseen llevarse.
Aquello de «esta sala» no se le escapó a Gurney. Smale no estaba concediendo a la Policía una orden de registro completa. Al parecer, tampoco se le había escapado a Hardwick, a juzgar por la dura mirada que dedicó al atildado hombrecillo del sofá.