—Dios mío —dijo una mujer con cara de caballo que estaba en un sillón color borgoña, al otro lado de la chimenea, mientras otros murmullos de empática rabia hacían eco en la sala.
—¡Qué capullo! —gruñó un hombre corpulento con mirada asesina.
Sentí pánico. Imaginaba que acudía a mi madre y le contaba que le había robado veinte dólares. Lo absurdo de aquello (lo improbable que era que ese pequeño gánster se acercara a mi madre) nunca se me ocurrió. Mi mente estaba demasiado sobrecargada de miedo, miedo a que se lo contara y miedo a que mi madre lo creyera. No tenía ninguna confianza en la verdad. Así pues, en este estado de pánico irreflexivo, tomé la peor decisión posible. Robé veinte dólares del bolso de mi madre esa noche y se los di a él al día siguiente. Por supuesto, la semana siguiente me volvió a pedir lo mismo. Y también la siguiente. Y así sucesivamente durante seis semanas, hasta que por fin mi padre me pilló
in fraganti
mientras cerraba el cajón de arriba de la cómoda de mi madre con un billete de veinte dólares en la mano. Confesé. Les conté a mis padres toda la historia horrible y vergonzosa. Pero la cosa empeoró. Llamaron a nuestro pastor, monseñor Reardon, y me llevaron a la rectoría de la iglesia para que volviera a contar la historia. La noche siguiente, el pastor nos hizo acudir otra vez para que nos reuniéramos con el pequeño chantajista y con sus padres, y volver a contar la historia. Ni siquiera eso fue el final. Mis padres me dejaron sin paga semanal durante un año para que les devolviera el dinero que había robado. Cambió la forma en que me veían. El chantajista inventó una versión de los hechos para contársela a todo el mundo en la escuela. Tal historia lo dejaba a él como a una especie de Robin Hood, y a mí, como una rata chivata. Y de cuando en cuando, me hacía una mueca gélida que sugería que algún día podría empujarme desde el tejado de un bloque de pisos.
Mellery se detuvo en su relato y se masajeó la cara con las palmas de las manos, como si soltara los músculos que habían estado tensos por el recuerdo.
El hombre fornido negó con la cabeza sombríamente y repitió:
—¡Qué capullo!
—Eso era exactamente lo que pensé —dijo Mellery—. ¡Qué capullo manipulador! Cuando me acordaba de ese lío, mi siguiente idea era siempre: «¡Qué capullo!». Era todo lo que podía pensar.
—Tenías razón —dijo el hombre fornido con una voz que sonaba acostumbrada a que lo escucharan—. Eso es exactamente lo que era.
—Eso es exactamente lo que era —coincidió Mellery, aumentando la intensidad—, exactamente lo que era. Pero yo nunca pasé de lo que él era para preguntarme qué era yo. Era tan obvio lo que era él que nunca me pregunté lo que era yo. ¿Quién diantre era aquel niño de nueve años y por qué hizo lo que hizo? No basta con decir que estaba asustado. ¿Asustado de qué, exactamente? ¿Y quién se creía que era?
Gurney se sorprendió al descubrirse atrapado por el relato. Mellery había captado su atención por completo, como la del resto de los presentes en la sala. Había pasado de ser un observador a ser un participante en esta repentina búsqueda de sentido, motivo, identidad. Mellery había empezado a pasearse por delante del enorme hogar mientras hablaba, como si lo impulsaran recuerdos y preguntas que no lo dejaban tranquilo. Las palabras salieron trastabillando de su boca.
—Cuando pensaba en ese chico (en mí a la edad de nueve años), pensaba en él como una víctima, una víctima de chantaje, una víctima de su propio deseo inocente de amor, admiración, aceptación. Lo único que quería era caerle bien al chico grande. Era una víctima de un mundo cruel. Pobre niño, pobre ovejita en las fauces de un tigre.
Mellery dejó de pasear y se volvió para mirar a su público. Ahora habló con voz suave.
—Pero ese niño era también algo más. Era un mentiroso y un ladrón.
El público estaba dividido entre los que parecían querer protestar y los que asentían con la cabeza.
—Mintió cuando le preguntaron de dónde había sacado los veinte dólares. Aseguró que era un ladrón para impresionar a alguien al que suponía un ladrón. Luego, enfrentado a la amenaza de que lo acusaran de ladrón ante su madre, se convirtió en un ladrón real antes de que ella pensara que lo era. Lo que más le preocupaba era controlar lo que la gente pensaba de él. En comparación con lo que pensaban los demás, no le importaba mucho si era un mentiroso o un ladrón, ni qué efecto tendría su conducta en la gente a la que mentía o robaba. Dejad que lo exprese de este modo. No le importaba lo suficiente para impedir que mintiera o robara. Sólo le importaba lo suficiente para corroerle como ácido su autoestima cuando mentía y robaba. Únicamente le importaba lo suficiente para hacer que se odiara a sí mismo y deseara estar muerto.
Mellery se quedó unos segundos en silencio para dejar que sus comentarios calaran y luego continuó.
—Esto es lo que quiero que hagáis. Elaborad una lista de gente a la que no soportáis, de gente con la que estáis enfadados, de gente que os ha hecho daño, y preguntaos: «¿Cómo me metí en esa situación? ¿Cómo me metí en esa relación? ¿Cuáles eran mis motivos? ¿Qué le habrían parecido mis acciones en la situación a un observador imparcial?». No os concentréis, repito, no os concentréis en las cosas terribles que hizo la otra persona. No estamos buscando a alguien a quien culpar. Eso lo hemos hecho toda la vida y no nos ha llevado a ninguna parte. Lo único que logramos fue una lista larga e inútil de gente a la que culpar por todo lo que nos fue mal. La verdadera pregunta, la única pregunta que importa es: «¿Dónde estaba yo en todo esto? ¿Cómo abrí la puerta que daba a la habitación?». Cuando tenía nueve años abrí la puerta a mentir para ganar admiración. ¿Cómo abristeis vosotros la puerta?
La mujer pequeña que había insultado a Gurney estaba cada vez más desconcertada. Levantó la mano con incertidumbre y preguntó.
—¿No ocurre en ocasiones que una persona mala hace algo terrible a una persona inocente, entra en su casa y roba, por ejemplo? Eso no sería culpa de la persona inocente, ¿no?
Mellery sonrió.
—Les ocurren cosas malas a buenas personas. Pero esas buenas personas no se pasan el resto de sus vidas sintiendo rabia y reproduciendo una y otra vez su resentida cinta de vídeo del robo. Las confrontaciones personales que más nos inquietan, aquellas de las que no podemos desprendernos, son en las que desempeñamos un papel que no estamos dispuestos a reconocer. Por eso el dolor dura, porque nos negamos a mirar su fuente. No podemos separarnos, porque nos negamos a mirar al punto de vinculación.
Mellery cerró los ojos, al parecer reuniendo fuerzas para continuar.
—El peor dolor en nuestras vidas procede de los errores que nos negamos a reconocer: cosas que hemos hecho que están tan en desarmonía con quienes somos que no podemos contemplarlas. Nos convertimos en dos personas en una sola piel, dos personas que no se soportan. El mentiroso y la persona que desprecia a los mentirosos. El ladrón y la persona que desprecia a los ladrones. No hay dolor como el dolor de esa batalla, que arde bajo el nivel de conciencia. Salimos corriendo para huir, pero corre con nosotros. Allá adonde vayamos, la batalla nos acompaña.
Mellery caminó adelante y atrás por delante de la chimenea.
—Haced lo que os he dicho. Confeccionad una lista de personas a las que culpáis por los problemas de vuestra vida. Cuanto más enfadados estéis con ellos, mejor. Anotad sus nombres. Cuanto más convencidos estéis de vuestra propia inocencia, mejor. Anotad lo que hicieron y cómo os hirieron. Luego preguntaos cómo abristeis la puerta. Si vuestra primera idea es que este ejercicio no tiene sentido, preguntaos por qué estáis tan ansiosos de rechazarlo. Recordad que no se trata de absolver a otras personas de sus culpas. No tenéis poder para absolverlas. La absolución corresponde a Dios, no a vosotros. Vuestra tarea se reduce a una pregunta: «¿Cómo abrí la puerta?».
Hizo una pausa y miró por la sala, para establecer contacto visual con el máximo posible de huéspedes.
—¿Cómo abrí yo la puerta? La felicidad para el resto de vuestras vidas depende de lo honradamente que respondáis esta pregunta.
Se detuvo, en apariencia exhausto, y anunció una pausa «para tomar café, té, el aire, ir al lavabo, etcétera». Cuando la gente se levantó de los sofás y sillones y fue saliendo, Mellery miró inquisitivamente a Gurney, que permaneció sentado.
—¿Ha ayudado algo? —preguntó.
—Ha sido impresionante.
—¿En qué sentido?
—Eres un orador excepcional.
Mellery asintió, de un modo ni modesto ni inmodesto.
—¿Has visto lo frágil que es todo esto?
—¿Te refieres a la relación de comunicación que estableces con tus huéspedes?
—Supongo que «relación de comunicación» es una expresión tan buena como otra cualquiera, siempre y cuando te refieras a una combinación de confianza, identificación, conexión, apertura, fe, esperanza y amor; y siempre y cuando entiendas lo delicadas que son estas flores, sobre todo cuando empiezan a abrirse.
Gurney estaba pasándolo mal tomando una decisión sobre Mark Mellery. Si el tipo era un charlatán, era el mejor con el que se había encontrado.
Mellery levantó una mano y llamó a una mujer joven que estaba junto a la cafetera.
—Ah, Keira, ¿puedes hacerme un favor enorme y llamar a Justin?
—¡Por supuesto! —dijo ella sin vacilar, hizo una pirueta y partió en su búsqueda.
—¿Quién es Justin? —preguntó Gurney.
—Un joven sin el que cada vez soy más incapaz de estar. En un principio llegó aquí como huésped cuando tenía veintiún años, es el más joven que admitimos. Volvió tres veces, y la tercera vez ya no se fue.
—¿Qué hace?
—Supongo que podrías decir que hace lo mismo que yo.
Gurney miró a Mellery con expresión socarrona.
—Justin, desde su primera visita aquí, estaba en la longitud de onda correcta, siempre entendía lo que se estaba diciendo, los matices, todo. Es un joven perspicaz, contribuye de manera asombrosa en todo lo que hacemos. El mensaje del instituto estaba hecho para él, y él estaba hecho para el mensaje. Tiene futuro con nosotros, si quiere.
—Mark Jr. —dijo Gurney, más para sí mismo que otra cosa.
—¿Disculpa?
—Suena al hijo ideal. Absorbe y aprecia todo lo que ofreces.
Un joven de aspecto delgado e inteligente entró en la sala y se dirigió hacia ellos.
—Justin, quiero presentarte a un viejo amigo, Dave Gurney.
El joven extendió la mano con una combinación de afectuosidad y timidez.
Después de estrecharse las manos, Mellery llevó a Justin a un lado y habló con él en voz baja.
—Quiero que te ocupes del siguiente tramo de media hora, dales varios ejemplos de dicotomías internas.
—Encantado —dijo el joven.
Gurney esperó hasta que Justin fue al aparador a buscar café, y luego le dijo a Mellery.
—Si tienes tiempo, hay una llamada que me gustaría que hagas antes de que me vaya.
—Volvamos a la casa.
Estaba claro que Mellery quería poner distancia entre sus huéspedes y cualquier cosa que pudiera estar relacionada con sus dificultades presentes.
* * *
Por el camino, Gurney le dijo que quería que llamara a Gregory Dermott y le pidiera más detalles sobre la historia y seguridad de su apartado postal, así como sobre cualquier recuerdo adicional que pudiera tener en relación con el cheque de 289,87 dólares, extendido a nombre de X. Arybdis, que había devuelto. En concreto, ¿había alguien más en la empresa de Dermott autorizado a abrir el correo? ¿La llave estaba siempre en su posesión? ¿Había una segunda llave? ¿Cuánto tiempo llevaba alquilando ese apartado? ¿Alguna vez había recibido un cheque por error? ¿Los nombres de Arybdis o Charybdis, o de Mark Mellery, tenían algún significado para él? ¿Alguien le había dicho alguna vez algo sobre el Instituto de Renovación Espiritual?
Al ver que Mellery estaba empezando a parecer sobrecargado, Gurney sacó una ficha del bolsillo y se la entregó.
—Las preguntas están todas aquí. Puede que el señor Dermott no tenga ganas de responderlas, pero merece la pena intentarlo.
Mientras caminaban, entre lechos de flores marchitas, Mellery parecía hundirse cada vez más en sus preocupaciones. Cuando alcanzaron el patio que había detrás de la casa elegante, se detuvo y habló en el tono bajo de quien teme que lo escuchen.
—No dormí nada anoche. Esa cuestión del «diecinueve» ha estado volviéndome completamente loco.
—¿No se te ha ocurrido ninguna relación? ¿Ningún posible significado?
—Nada. Tonterías. Un terapeuta me dio una vez un cuestionario de veinte preguntas para descubrir si tenía problemas con la bebida y puntué diecinueve. Mi primera mujer tenía diecinueve años cuando nos casamos. Cosas así: asociaciones aleatorias, nada que nadie pudiera predecir que pensaría, por muy bien que me conociera.
—Sin embargo, alguien lo hizo.
—¡Eso es lo que me está volviendo loco! Mira los hechos. Dejan un sobre cerrado para mí en mi buzón. Recibo una llamada telefónica en la que se me dice que está ahí y que piense en el número que quiera. Pienso en el diecinueve. Voy al buzón a coger el sobre y la carta del sobre menciona el número diecinueve. Exactamente el número en el que he pensado. Podía haber sido el 71.951. Pero pensé en el diecinueve, y ése era el número que salía en la carta. Dices que las experiencias extrasensoriales son una chorrada, pero ¿cómo puedes explicarlo de otro modo?
Gurney replicó en un tono tan calmado como agitado era el de Mellery.
—Se nos escapa algo. Estamos mirando el problema de un modo que nos está haciendo formular la pregunta equivocada.
—¿Cuál es la pregunta correcta?
—Cuando lo descubra, serás el primero en saberlo. Pero te garantizo que no tendrá nada que ver con las experiencias extrasensoriales.
Mellery negó con la cabeza; el gesto recordaba más un temblor que una forma de expresión. Luego miró atrás, a su casa y al patio en el que estaba. Su mirada inexpresiva decía que no estaba seguro de cómo habían llegado allí.
—¿Podemos entrar? —sugirió Gurney.
Mellery volvió a concentrarse y dio la sensación de que recordaba algo.
—Se me había olvidado (lo siento) que Caddy está en casa esta tarde. No puedo… O sea, sería mejor que…, lo que quiero decir es que no podré hacer ahora mismo la llamada a Dermott. Tendré que hacerla sobre la marcha.