Una noche de perros
De vez en cuando, Gurney tenía un sueño que era dolorosamente triste, un sueño que parecía la esencia misma de la tristeza. En esos sueños veía con una claridad que superaba las palabras que el pozo de tristeza era pérdida, y la mayor pérdida de todas era la pérdida del amor.
En la versión más reciente del sueño, poco más que una viñeta, su padre iba vestido como se había vestido para ir a trabajar cuarenta años antes, y en todos los sentidos parecía exactamente igual que entonces. La anodina chaqueta beis y los pantalones grises, las pecas mortecinas en el dorso de sus grandes manos y en la frente redondeada de incipiente calvicie, la expresión burlona en los ojos que parecían concentrados en una escena que ocurría en algún otro lugar, la sutil insinuación de una inquietud por marcharse, por estar en cualquier sitio menos donde estaba, el extraño hecho de que hablando tan poco conseguía transmitir con su silencio tanta insatisfacción; todas esas imágenes enterradas resucitaban en una escena que no duraba más de un instante. Y luego Gurney formaba parte de la escena como el niño que miraba con súplica a esa figura distante, rogándole que no se fuera, con lágrimas tibias que le resbalaban por las mejillas en la intensidad del sueño pese a que estaba seguro de que nunca había llorado en presencia de su padre, porque no podía recordar entre ellos ni una sola expresión de emoción desbordante, y después se despertaba sobresaltado, con la cara todavía bañada en lágrimas y una fuerte opresión en el pecho.
Estuvo tentado de despertar a Madeleine, de hablarle de su sueño, de mostrarle sus lágrimas. Pero no tenía nada que ver con ella. Ella apenas había conocido a su padre. Y al fin y al cabo, los sueños sólo eran sueños. En última instancia no significaban nada. Se preguntó qué día era. Era jueves. Con esta idea llegó esa rápida y práctica transformación de su paisaje mental en la que se había acostumbrado a confiar para que barriera el residuo de una noche inquietante y lo sustituyera con la realidad de lo que tenía que hacer a la luz del día. Jueves. El jueves lo dedicaría casi por completo a su viaje al Bronx, a un barrio no muy alejado del lugar donde se había criado.
Un día oscuro
Las tres horas al volante supusieron un viaje a lo antiestético y lo depresivo; una percepción que se amplificaba por la fría aguanieve que exigía un continuo ajuste de la velocidad intermitente del limpiaparabrisas. Gurney estaba deprimido y nervioso; en parte por el clima, y en parte, sospechaba, porque su sueño lo había dejado con un punto de vista crudo e hipersensible.
Odiaba el Bronx. Lo aborrecía todo del Bronx, desde el pavimento bacheado a las carrocerías quemadas de coches robados. Detestaba las vallas publicitarias chillonas que anunciaban escapadas a Las Vegas de cuatro días y tres noches. Odiaba el olor: un miasma en movimiento de humos de gasóleo, moho, asfalto y pescado, con un matiz que insinuaba algo metálico. Aún más que lo que veía, odiaba el recuerdo de su infancia, que le asaltaba cuando estaba en el Bronx: espantosos cangrejos de herradura, con su armadura prehistórica y colas como flechas, que acechaban en las marismas de Eastchester Bay.
Después de pasarse media hora avanzando a paso de tortuga por la atascada «vía rápida» hasta la última salida, se sintió aliviado al enfilar las pocas manzanas de la ciudad que lo separaban del lugar de cita convenido: el aparcamiento de la iglesia Holy Saints. Una alambrada rodeaba el aparcamiento y un cartel advertía que estaba reservado para las personas que trabajaban para la iglesia. El único vehículo del aparcamiento era un sedán Chevrolet sin distintivos, detrás del cual un hombre joven con el pelo muy corto peinado con gel hablaba por un teléfono móvil. Cuando Gurney aparcó su coche al lado del Chevrolet, el hombre puso fin a su conversación y se sujetó el teléfono en el cinturón.
La llovizna, que esa mañana lo había acompañado durante casi todo el trayecto, había amainado hasta convertirse en una especie de calabobos demasiado fino para verse; sin embargo, cuando Gurney bajó del coche, sintió sus frías agujas en la frente. Quizás el hombre joven también lo estaba notando, tal vez eso justificaba su expresión de ansiosa incomodidad.
—¿Detective Gurney?
—Dave —dijo Gurney, extendiendo la mano.
—Randy Clamm. Gracias por venir. Espero que no sea una pérdida de tiempo. Sólo tratamos de cubrir todas las posibilidades, y nos hemos encontrado con este desquiciado
modus operandi
que suena como el del caso en el que ustedes están trabajando. Podría no estar relacionado (o sea, no tiene mucho sentido que el mismo tipo quiera matar a un gurú famoso en el norte del estado y a un vigilante nocturno desempleado en el Bronx), pero todas esas cuchilladas en la garganta… No podía simplemente dejarlo estar. Tienes una corazonada con estas cosas. Piensas: «Dios, si no hago caso de mi instinto y resulta que era el mismo tipo…». Ya sabe a lo que me refiero.
Gurney se preguntó si la velocidad con la que hablaba Clamm, sin pausas para respirar, estaba impulsada por la cafeína, la cocaína, las presiones del trabajo, o era tan sólo la forma en que brotaba su manantial personal.
—Me refiero a que una docena de cuchilladas en la garganta no es tan común. Podría haber otras conexiones entre los casos. Quizá podríamos habernos enviado informes de un lado a otro entre aquí y el norte del estado, pero pensé que si venía a la escena y podía hablar con la esposa de la víctima, a lo mejor vería algo o preguntaría algo que tal vez allí no se le ocurriría. Eso era lo que esperaba. O sea, confío en que haya algo. Espero que no sea una pérdida de tiempo.
—Cálmese, hijo. Deje que le diga una cosa. He conducido hasta aquí hoy porque me parecía una cosa razonable. Quiere comprobar todas las posibilidades. Yo también. El peor escenario posible aquí es que eliminemos una de esas posibilidades, y eliminar posibilidades no es una pérdida de tiempo, forma parte del proceso. Así que no se preocupe por mi tiempo.
—Gracias, señor, sólo quiero decir…, o sea, sé que es un viaje muy largo. Se lo agradezco.
La voz y la actitud de Clamm se habían pausado. Todavía tenía una expresión nerviosa y acelerada, pero al menos no era tan exagerada como al principio.
—Hablando de tiempo —dijo Gurney—, ¿sería éste un buen momento para que me llevara a la escena?
—Perfecto. Mejor deje el coche aquí y venga en el mío. La casa de la víctima está en una zona un poco hacinada, algunas de las calles sólo te dejan cinco centímetros de margen a cada lado del coche.
—Parece Salmon Beach.
—¿Conoce Salmon Beach?
Gurney asintió con la cabeza. Había estado allí una vez, de adolescente, en la fiesta de cumpleaños de una joven, la amiga de una chica con la que estaba saliendo.
—¿Cómo es que conoce Salmon Beach? —preguntó Clamm al salir del aparcamiento en la dirección opuesta a la avenida principal.
—Crecí cerca de aquí, en City Island.
—¿En serio? Pensaba que era del norte del estado.
—En este momento —dijo Gurney. Percibió la provisionalidad de la expresión. Delante de Madeleine no hubiera respondido de ese modo.
—Bueno, sigue siendo la misma horrible colonia de casitas. Con la marea alta, con un cielo azul, casi podrías pensar que estás en una playa. Luego baja la marea, el barro apesta y te acuerdas de que es el Bronx.
—Sí —dijo Gurney.
Cinco minutos después se detuvieron en una calle lateral polvorienta, junto a una abertura en otra alambrada como la que delimitaba el aparcamiento de la iglesia. Un cartel metálico pintado anunciaba que aquello era el Salmon Beach Club y que el aparcamiento era reservado. Una línea de orificios de bala casi había partido el cartel por la mitad.
La imagen de la fiesta de hacía tres décadas acudió a la mente de Gurney. Se preguntó si era la misma entrada que había usado entonces. Podía ver la cara de la chica de la cual se celebraba el cumpleaños, una chica gorda con coletas y aparatos.
—Es mejor aparcar aquí —dijo Clamm, refiriéndose otra vez a las calles imposibles de aquel enclave mugriento—. Espero que no le importe caminar.
—Joder, ¿tan viejo parezco?
Clamm respondió con una risa extraña y una pregunta tangencial al salir del coche.
—¿Cuánto tiempo lleva en el trabajo?
Sin ganas de referirse a su jubilación y a su nuevo empleo, dijo simplemente:
—Veinticinco años.
—Es un caso raro —soltó Clamm, como si se tratara de una observación que se dedujera de la conversación anterior—. No sólo todas las heridas son de cuchillo. Hay más que eso.
—¿Está seguro de que eran heridas de cuchillo?
—¿Por qué lo pregunta?
—En nuestro caso fue una botella rota, una botella de whisky rota. ¿Encontraron algún arma?
—No. El tipo de la oficina del forense dijo «posibles heridas de cuchillo», aunque de doble filo, como una daga. Supongo que un trozo de cristal afilado puede hacer un corte como ése. Llevaban mucho retraso. Todavía no tenemos el resultado de la autopsia. Pero, como estaba diciendo, hay más que eso. La mujer… No lo sé, hay algo raro en la mujer.
—¿Raro en qué sentido?
—En muchos. Para empezar es una especie de chalada religiosa. De hecho, eso es su coartada. Estaba en alguna reunión de plegarias de aleluya por la mañana.
Gurney se encogió de hombros.
—¿Qué más?
—Toma mucha medicación. Ha de tomar algunas pastillas fuertes para recordar que éste es su planeta.
—Espero que siga tomándolas. ¿Algo más que le inquiete de ella?
—Sí —dijo Clamm, que se detuvo en medio de la calle estrecha por la que estaban caminando, más un callejón que una calle—. Está mintiendo en algo. Hay algo que no nos está contando. O quizás algo de lo que nos está contando es mentira. Puede que las dos cosas. Esá es la casa.
Clamm señaló un bungaló bajo que estaba justo delante, a la izquierda, retirado unos tres metros del callejón. La pintura que se desconchaba del lateral era de un verde bilioso. La puerta, de un marrón rojizo, le recordó el color de la sangre seca. La cinta amarilla de escena del crimen, atada a un montante portátil, rodeaba la decadente construcción. Sólo le faltaba un lazo delante para convertirla en un regalo del Infierno, pensó Gurney.
Clamm llamó a la puerta.
—Ah, otra cosa —dijo—. Es grande.
—¿Grande?
—Ya la verá.
La advertencia no preparó del todo a Gurney para toparse con la mujer que abrió la puerta. Pesaría unos ciento cuarenta kilos, tenía los brazos como muslos; parecía fuera de lugar en aquella pequeña casa. Aún estaba más fuera de lugar la cara de niña en ese cuerpo tan grande, una cara de niña desequilibrada y aturdida. Llevaba el cabello corto peinado con raya, como un chico.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó, con aspecto de que ayuda era la última cosa en la Tierra que podía proporcionar.
—Hola, señora Schmitt. Soy el detective Clamm, ¿me recuerda?
—Hola —dijo la palabra como si estuviera leyéndola de un libro de frases de un idioma extranjero.
—Estuve aquí ayer.
—Me acuerdo.
—Necesito hacerle unas cuantas preguntas más.
—¿Quieren saber más de Albert?
—Eso es una parte. ¿Podemos entrar?
Sin responder, la mujer se apartó de la puerta, cruzó el pequeño salón contiguo y se sentó en un sofá, que pareció encogerse bajo su enorme peso.
—Siéntense —dijo.
Los dos hombres miraron a su alrededor. No había sillas. Aparte del sofá, los únicos objetos de la sala eran una mesita de café de ornamentación ridícula en cuyo centro se alzaba un jarrón barato con flores rosas de plástico, una librería vacía y una televisión lo bastante grande para un salón de baile. El suelo de conglomerado estaba limpio, salvo por unas fibras sintéticas dispersas, lo que significaba, supuso Gurney, que se habían llevado al laboratorio la moqueta en la que se había hallado el cadáver para realizar un examen forense.
—No hemos de sentarnos —dijo Clamm—. No tardaremos mucho.
—A Albert le gustaban todos los deportes —dijo la señora Schmitt, sonriendo de un modo inexpresivo a la descomunal televisión.
De un arco situado a la izquierda del pequeño salón partía un pasillo con tres puertas. Los efectos de sonido de un videojuego de combate procedían de detrás de una de ellas.
—Ése es Jonah. Jonah es mi hijo. Ése es su dormitorio.
Gurney le preguntó qué edad tenía.
—Doce. En algunas cosas parece mayor; en otras, más pequeño —contestó la mujer, como si eso fuera algo que acabara de ocurrírsele por primera vez.
—¿Estaba con usted? —preguntó Gurney.
—¿Qué quiere decir si estaba conmigo? —preguntó ella, con una rara insinuación que a Gurney le provocó un escalofrío.
—Quiero decir —aclaró Gurney, tratando de que su voz no reflejara lo que estaba sintiendo— que si estaba con usted en el servicio religioso la noche que mataron a su marido.
—Ha aceptado a Jesucristo como su Señor y Salvador.
—¿Significa eso que estaba con usted?
—Sí. Se lo dije al otro policía.
Gurney sonrió con expresión compasiva.
—En ocasiones ayuda examinar estas cosas más de una vez.
La mujer asintió como si estuviera plenamente de acuerdo y repitió:
—Ha aceptado a Jesucristo.
—¿Su marido aceptó a Jesucristo?
—Creo que sí.
—¿No está segura?
La señora Schmitt cerró los ojos con fuerza, como si estuviera buscando la respuesta en las caras interiores de sus pestañas.
—Satán es poderoso —dijo— y taimado en sus formas.
—Taimado de verdad, señora Schmitt —dijo Gurney.
Separó un poco la mesita de café con las flores rosas, la rodeó y se sentó en el borde del sofá, de cara a la mujer. Había aprendido que la mejor forma de hablar con alguien que se expresaba así era hacerlo del mismo modo, aunque no tuviera ni idea de adonde llevaría la conversación.
—Taimado y terrible —dijo, observándola de cerca.
—El Señor es mi pastor —dijo la señora Schmitt—. Nada me falta.
—Amén.
Clamm se aclaró la garganta y cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.
—Dígame —continuó Gurney—, ¿de qué taimada manera alcanzó Satán a Albert?
—Es al hombre recto al que Satán persigue —gritó con repentina insistencia—, porque el hombre malvado ya está en su poder.