Seis aciertos y un cadáver (33 page)

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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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Salí a la calle dispuesto a disfrutar de mis primeros minutos de soledad —lavabo al margen— desde que iniciamos el viaje. La ventaja de pasear solo por la plaza San Marcos era que los pakistaníes no venían a ofrecerte rosas; ese era un acoso reservado a las parejas. Pude, por tanto, pasear tranquilamente con las manos en los bolsillos. Me apetecía un
cappuccino
, pero preferí esperar a tomármelo a las seis en el Florian. Esquivando turistas y
pakis
crucé la plaza y llegué al Gran Canal. Junto a un buen número de góndolas atracadas en paralelo se había formado un corro de gondoleros que hablaban animadamente mientras esperaban a que algún turista se animara a ser atracado. Nubes grises se habían cernido sobre la ciudad; podía empezar a llover de un momento a otro. Me detuve a observar la entrada del hotel Danieli, ubicado frente al Gran Canal. Había oído hablar de la elegancia del hotel Danieli.

Y entonces le vi.

Esa cara yo la había visto antes, y mi instinto de poli me decía que podía ser importante recordar dónde. Removí todos los cajones de mi memoria y no di con nada. Si no relacionaba el careto con la identidad sin duda era porque, en caso de ser un delincuente, muy grande no la había hecho. Los rostros de los más buscados procuro tenerlos siempre muy frescos en mi memoria. El tipo no estaba solo. Agarraba de la cintura a una mujer rubia de facciones nórdicas, o germánicas, o arias… a saber. Cordobesa seguro que no era. Era joven, más alta que él, melena rubia, ojos claros, piernas largas. Entraron en el Danieli. Un tipo que me sonaba, una rubia de bandera y un hotel de lujo… La curiosidad pudo más que el
cappuccino
: entré detrás de ellos. Me puse las gafas de sol porque yo no recordaba quién era, pero si nos habíamos visto antes, podía ser que él sí me reconociera a mí, y no sabía si eso podía resultar negativo o solo indiferente.

El vestíbulo del Danieli era impresionante. Me prometí que si volvía a Venecia, aquel sería el hotel en el que iba a hospedarme. Al llegar a la recepción me coloqué junto a la rubia, quedando ésta entre el tipo y yo. Quería oír la voz de él; tal vez su timbre o su acento me ayudara a ubicarle en el pasado. Me cagué en todo cuando la chica pidió la llave al recepcionista. Lo hizo en francés, con un acento que delataba que la lengua de los Dumas no era su lengua natal. Alemana, noruega, danesa, tal vez. Francesa, ni por asomo. Me fijé en el llavero que le entregó el recepcionista para verificar que había entendido correctamente a la mujer. Habitación 620.
Voilà
: mi profesora de francés estaría orgullosa de mí.

Desde la recepción les vi dirigirse al ascensor. Los dos vestían muy bien. Aquel tipo sin porte de millonario desencajaba absolutamente en aquel entorno tan lujoso. Cuando ganaron el ascensor, ella entró primero y él le dio una palmadita en el culo. Antes de que se cerrara la puerta del ascensor, el tipo reparó en que había un hombre en la recepción que le observaba a través de unas gafas de sol. Me guiñó un ojo y alzó el pulgar derecho. «Qué bien me lo monto», leí en aquel gesto.

—No quiero nada,
grazie
—le dije al recepcionista.

Cogí una tarjeta del hotel y salí al transitado Gran Canal. Turistas.
Vaporettos
. Góndolas. Gondoleros. Cielo gris. El Palacio Ducal. Plaza San Marcos. Dani Ramos. Tenía que hablar con Ramos.

—Prats —me dijo al descolgar—. ¿Desde dónde llamas?

—Estoy en Venecia, Ramos.


La città del amore

—La
città
de las ratas, más bien. Quiero pedirte un favor, socio: necesito que se averigüe quién es el huésped que hoy ocupa la habitación 620 del hotel Danieli.

Ramos apuntó mi petición en su memoria.

—¿Tienes algún problema, Prats?

—Aparte de Silvia, ninguno. He visto a un tipo al que estoy seguro de haber visto antes. Me da mal pálpito el nivel de vida del que hace ostentación.

—¿Ostentación? Eso es más típico de sicarios o traficantes que no de los pringados a los que solemos investigar. ¿Por qué no acudes a los
carabinieri
? Si te identificas, te escucharán, y si necesitas soporte desde Barcelona, puedes contar con Molinos y conmigo.

—Gracias, pero no es necesario. Este tipo es nuestro, no de los
carabinieri
.

—En ese caso, mañana te llamo y te digo algo.

—No hace falta que me llames. Mañana por la noche estaré en Barcelona.

El gran tapado

Wilson Correa llegó a Barcelona a principios del siglo XXI en vuelo turista. Había nacido en el seno de una familia humilde de las afueras de Quito. Y ser humilde, en Ecuador, es ser muy, muy humilde. Estuvo en la escuela lo justo para aprender a leer despacio, escribir con terribles faltas de ortografía y sumar con los dedos. A los diez años, su tío se lo llevaba de lunes a sábado a trabajar en una fábrica de cemento, donde el pequeño Wilson cargaba y lavaba lo que le decían, que a menudo era algo más de lo que podía. Aquel trabajo no le hacía feliz, pero al menos le libraba de ir a la escuela. El pequeño Wilson no soportaba salir a la pizarra a resolver sumas de cuatro cifras sintiendo en el cogote las miradas de sus compañeros. Además, en la fábrica de cemento había más niños que en la escuela. Su tío le solía decir que lo que iba a convertirle en hombre eran las jornadas de doce horas de trabajo, y no los libros de texto. Al pequeño Wilson le habían contado que ganaba dinero, pero él nunca vio ni una moneda; su sueldo pasaba directamente de las manos del capataz a los bolsillos de su tío.

Que te exploten desde los diez añitos tiene una ventaja: a los catorce ya se te ha forjado un carácter que difícilmente se forja en las aulas. A esa edad, Wilson decidió una buena mañana que no iba más a la fábrica porque estaba cansado de trabajar y no ver la guita. Las amenazas de su tío y sus padres no le achantaron; si podía cargar con las carretillas que cargaba en la fábrica, podía cargar con aquellas falsas amenazas de echarle de casa. Pocas semanas después de decidir no ir más a la fábrica, encontró trabajo como ayudante de un veterano fontanero. El trabajo no era físicamente tan duro como el de la fábrica, aunque tampoco era ningún regalo para la columna vertebral. Mas, subir escaleras cargado de herramientas no era lo peor de su nuevo trabajo; lo peor era tener que desatascar la mierda de los váteres con sus propias manos y llenar de excrementos las bolsas de basura que luego cargaba hasta el contenedor.

Su jefe era un hombre que también había empezado a trabajar desde muy joven. No era un hombre culto, pero tenía la sana costumbre de leer cada día el periódico del día anterior, que se lo guardaba un amigo camarero en el bar al que él iba a tomar una cerveza después del trabajo. Gracias a ese hábito, el jefe de Wilson se mantenía informado y practicaba a diario el ejercicio de leer. Al igual que Wilson, el viejo fontanero había abandonado la escuela demasiado pronto para ponerse a trabajar. Como Wilson, no dejó los estudios por voluntad propia, sino por decisión paterna: había que trabajar. El fontanero se vengó de ello a través de sus tres hijos. Gracias a la férrea disciplina que aplicó como padre, dos de sus hijos eran abogados y, la pequeña, cirujana.

Un día, durante el descanso para comer, el fontanero le pidió a Wilson que leyera una columna de la sección de deportes. Lo que comprobó era desolador: su joven ayudante dudaba prácticamente después de cada sílaba, además de escapársele por completo el significado de todo lo que leía. El fontanero le dijo a Wilson que cada tarde, después del trabajo, él le daría un periódico de anteayer para que leyera la sección de deportes. Al día siguiente, le formularía preguntas sobre distintas noticias.

—Si no me sabes contestar nada de alguna, te despediré.

—¿Y si las contesto? —preguntó Wilson.

—No hay premio. Los premios son para cuando se hace algo excepcional. Comprender un texto a tu edad no debe serlo.

Era 1994. Ecuador se había clasificado para el mundial de Estados Unidos, toda una proeza teniendo en cuenta los jugadores que formaban la selección nacional. Aquel hecho provocó que la sección de deportes ocupara más páginas de lo habitual. Aun así, y gracias a su empeño por no perder el trabajo, Wilson fue ganando fluidez en lectura y comprensión.

La muerte de su jefe, atropellado por una furgoneta robada dos noches antes de la última navidad del siglo XX, dejó a Wilson sin trabajo. Tenía treinta y un años y se había echado novia, Adalgisa, con la que pensaba casarse en breve. Vivía en casa de Adalgisa, con la madre y la abuela de esta. Con su familia apenas mantenía contacto; les guardaba rencor por haberle puesto a trabajar tan joven.

Si vivir con una mujer no es fácil, no quiero ni imaginarme lo que puede llegar a desquiciar vivir con tres. Wilson era el primer novio formal de Adalgisa, y a la madre y la abuela les parecía un hombre honrado y trabajador. Le trataban con cariño y le mostraban mucho respeto.

—¿Y ahora qué harás? —le preguntaron el día que volvió del entierro del fontanero.

—No lo sé. Tengo un dinero ahorrado. Podría comprar una moto y repartir.

Fue la primera idea. Adalgisa estaba encantada con la idea de que su novio se comprara una moto porque ella nunca había subido a una. Pensó que cuando Wilson acabara de repartir podrían ir a dar vueltas por Quito, idea que a la suegra no le hacía mucha gracia porque temía que pudieran matarse. La madre de la suegra, con los años, se había hecho una persona muy práctica: si con la moto se podía ganar dinero, la moto era una idea estupenda. Todo indicaba que Wilson se la compraba cuando en una cafetería, mientras leía detenidamente el catálogo de un ciclomotor, se invitó a la conversación que mantenían dos estudiantes en la mesa de detrás.

—Cuando acabe la carrera me voy a España —decía uno.

—¿A qué hacer? —preguntó el otro—. Ya debe de haber muchos abogados en España.

—El derecho me da igual. Quiero ir a España para vivir como los europeos.

—¿Y por qué España? Es el país menos europeo de Europa. Celebran corridas de toros.

—Pero el idioma es una ventaja. Gana más un camarero en Madrid que un abogado en Quito. Tengo un primo que vive en Barcelona desde hace tres meses. Vive en el centro de la ciudad, tiene ordenador, se está a punto de comprar un coche… La gente prospera más que aquí. Por no hablar del sexo… La mentalidad es muy abierta. Dicen que basta con mirarse para acabar en la cama. La gente española es apasionada.

Wilson olvidó a propósito el catálogo del ciclomotor en la mesa de la cafetería y se fue a una agencia de viajes. Le dieron una revista sobre España. En la portada aparecían dos modelos, un hombre y una mujer, en la playa. Corrían sonrientes por la orilla. Ella en biquini, en primer término. Él, con bermudas y camisa blanca desabrochada, la perseguía. El estudiante tenía razón: los españoles son apasionados. Cruzan una mirada y empiezan a perseguirse por la playa. Y qué bonita la chica de la portada. Mucho más guapa que Adalgisa, que no tenía esas piernas largas ni esa sonrisa perfectamente alineada de las españolas.

—¿A España? —le preguntó a Wilson la madre de Adalgisa.

—Yo iré a España, ganaré dinero, os envío el dinero y luego os venís conmigo.

—No me gustan los españoles —dijo la suegra—. Cuando vinieron aquí hace no tantos siglos nos trataron fatal.

—De eso hace mucho —dijo Wilson—. De esos ya no queda ninguno. Hoy los españoles son gente muy civilizada.

—Si matan toros para divertirse… —apuntó Adalgisa.

—Me he informado sobre el tema: los que van a los toros solo son algunos locos sanguinarios, los intelectuales van al fútbol o a perseguirse por la playa.

—Si en España hay dinero, que vaya a España —dijo la abuela, siempre tan práctica.

Wilson aterrizó en Barcelona una noche de marzo de 2002. Quedó impresionado por las dimensiones y la elegancia del aeropuerto. No atinó a entender por qué todas las guías hablaban de los sobrevalorados edificios de Gaudí y ninguna informara de que Barcelona tenía un aeropuerto como aquel. Tras recoger la maleta de la cinta, sacó de su bolsillo el pedazo de papel donde había anotado la dirección de Pedro, un paisano residente en Barcelona que era amigo de un vecino de alguien que conocía a una amiga de Adalgisa que a saber quién diablos era. En resumidas cuentas: Pedro era un ecuatoriano dispuesto a ayudar a su compatriota.

A Wilson se le fue un buen tanto por ciento del dinero con el que viajó pagándole al taxista la carrera desde el aeropuerto a la casa de Pedro, que vivía en el centro.

—Creí que era el indicador de velocidad —le dijo al taxista señalando el taxímetro.

Pedro vivía en el Raval, en una finca cuya fachada debía de estar entre las cinco más sucias del barrio. Wilson llamó al interfono. Contestó una mujer. Supuso que Pedro estaba casado o tenía visita. Subió cuatro pisos por una escalera estrecha y mal iluminada. Por suerte, apenas tenía ropa; su maleta no pesaba mucho. Cuando llegó al rellano del cuarto, oyó varias voces que se colaban por la puerta entreabierta. ¿Le habrían preparado una fiesta sorpresa? Empujó la puerta con precaución y se topó con un ecuatoriano treintañero.

—¿Eres Pedro?

—No. Soy Ezequiel. Tú eres Wilson, ¿no?

En el comedor había cinco personas. Ninguna era Pedro, pero todos vivían allí. Todos eran ecuatorianos: Jaime y su esposa, María —los únicos que estaban casados—, Andrés, Manuel y Carolina.

—¿Cuántos vivís aquí? —preguntó Wilson.

—Contigo seremos ocho —dijo Carolina.

—Pues no parece un piso tan grande. ¿Cuántas habitaciones tiene?

—Dos —respondió Jaime.

—¿Hay literas?

—Colchones —respondió de nuevo Jaime—. Cada uno tiene un colchón. Menos tú. Mientras no consigas uno, puedes dormir en el sofá. Es duro e incómodo, pero si llueve no te mojas y nadie te mirará con pena ni desprecio.

Wilson no encontraba la posición en el sofá. Era tremendamente duro y demasiado pequeño, y eso que los apoyabrazos habían sido bruscamente arrancados, lo que le permitía estirar las piernas. Pasar la primera noche en un piso compartido con siete personas y durmiendo en aquel maldito sofá distaba mucho de todo cuanto había imaginado, pero apenas llevaba unas horas en España, no era aún momento de dejarse llevar por el pesimismo. Cuando por fin parecía que conciliaba el sueño, oyó la cerradura de la puerta del piso. Era Pedro, que volvía de trabajar del restaurante a las tres de la madrugada. Como regresaba a casa con apetito, se preparaba un bocadillo en la cocina que se zampaba en el comedor. Aquella madrugada, en el comedor estaba Wilson.

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