—Espero no haberte despertado. Ya no me acordaba de que llegabas hoy.
Wilson se sentó con él a la mesa y charlaron sobre sus respectivas vidas. Ecuador centró gran parte de la conversación. Hablaban de las calles de Quito, de los amigos que allí tenían, de lo que Pedro echaba en falta —Wilson solo había tenido tiempo de echar en falta su cama—, del poco esperanzador futuro que le auguraban a un país que parecía condenado a estar siempre en la cola. Vergüenza de gobernantes.
—¿Y tú qué esperas encontrar en España? —preguntó Pedro.
Wilson respondió lo mismo que había respondido Pedro ocho años antes, y que se resumía en tres palabras: una vida mejor. Le confesó que él estaba hastiado de la vida que llevaba en Quito, donde compartía piso con su novia, la suegra y la abuela. Sabía que empezaba de cero, pero eso no iba a achantar a un hombre que había nacido en cero y había habitado toda su vida en cero.
—Me ha gustado el aeropuerto. Me han gustado las calles que he visto desde el taxi. He visto mujeres elegantes y muy guapas.
—Que nunca iban acompañadas de un ecuatoriano —dijo Pedro.
—Mi corazón me dice que en esta ciudad tendré suerte. Acabaré comprando una casa, un coche y tendré una novia europea, rubia y muy linda.
—Wilson, conozco a muchos ecuatorianos en Barcelona. Ninguno ha conseguido gran cosa.
—Puede que sea porque realmente no lo han deseado.
—Chico, voy a suministrarte una buena dosis de sinceridad para que acabes de aterrizar y mantengas firmemente los pies en el suelo, porque si te llegas a creer de verdad que tus sueños van a cumplirse, cualquier día te cortarás las venas. La primera cosa que has de saber es que los ecuatorianos no cumplimos sueños en Barcelona, trabajamos para los sueños de los españoles. Otras comunidades, como los chinos, los argentinos o los pakistaníes, han progresado más que nosotros. No sé dónde está el fallo, puede que sea la falta de unión, que no nos apoyemos lo suficiente, que la suerte haya decidido no asistirnos, qué sé yo. El caso es que de todas las comunidades que residen en Barcelona, la ecuatoriana es la que está en la cola. Si ni siquiera somos capaces de robar… Somos demasiado honrados. ¿Sabes quién ha sido el ecuatoriano más célebre en Barcelona los últimos veinte años? Se llamaba Wilson, como tú: Wilson Pacheco.
—¿Quién es?
—Quién fue, sería la pregunta. Wilson Pacheco era un joven ecuatoriano que hace solo dos meses murió ahogado después de que unos porteros de discoteca lo arrojaran al mar tras darle una paliza. Por la liga española de fútbol pasan anualmente cientos de jugadores de todos los países del mundo. Hasta han jugado coreanos, judíos, africanos, islandeses, y de todos los países suramericanos… excepto del nuestro. ¿Qué nos pasa, Wilson?
—Cuestión de suerte. Las rachas cambian.
—Mírate Wilson. Sincérate contigo mismo. Eres bajo. Eres feo. Eres un inmigrante sin contactos mínimamente bien situados en Barcelona. No tienes estudios
. Escrives
con faltas de
hortografía
. No hablas inglés y apenas has utilizado más ordenadores que los de un cybercafé. En Barcelona no tienes más opción que seguir lavando mierda, cargar cajas o fregar platos, trabajos que harás por un sueldo tan irrisorio que ni siquiera te va a permitir alquilar ni una mierda de piso en el que puedas vivir tú solo. En cuanto a las mujeres, a no ser que seas un superclase, y por la foto que me has enseñado de tu novia me temo que no lo eres, tendrás que conformarte con ecuatorianas o con españolas con las que ni siquiera los españoles se quieren acostar. Esa es la realidad, amigo. Bienvenido a Barcelona.
Muy pronto, Wilson vio confirmados los malos augurios de Pedro. Un año después de haber aterrizado en Barcelona trabajaba de pinche de cocina y no se había acostado con ninguna mujer, ni siquiera con una ecuatoriana. Al principio se negó a enviar dinero a Adalgisa porque viajó hasta Europa con la velada intención de perder de vista a su novia. Sin embargo, al no salirle los números, comprendió que necesitaba refuerzos. Si Adalgisa y su madre venían a Barcelona a romperse el culo trabajando, con los tres sueldos les daría para alquilar un piso de dos habitaciones. La abuela no iba a trabajar, sino todo lo contrario, pero entraba en el paquete. Wilson anhelaba dejar de dormir en el suelo, sobre un raído colchón. Pedro y Jaime acordaron con Wilson que su familia podía residir en el piso a condición de que, a los dos meses, los cuatro se mudaran a otra vivienda. La falta de espacio empezaba a ser dramática. La abuela de Adalgisa tenía que dormir sentada en el sofá porque del suelo no podía levantarse. Adalgisa encontró trabajo acompañando a ancianos cuyos familiares no les podían (o no les querían) dedicar más tiempo. A su madre la contrató una empresa de limpieza. Gracias a esos trabajos, antes de cumplirse los dos meses acordados con Pedro y Jaime, Wilson y familia pudieron alquilar un entresuelo de dos habitaciones en la Rambla del Raval.
—Tengo la sensación de haber hecho miles de kilómetros para veros convertidos en esclavos de los europeos —dijo la abuela.
A Wilson le gustaba dar un paseo cada tarde antes de ir a trabajar. Escogía siempre calles distintas y no consumía nada porque había quedado con Adalgisa en que no gastarían ni un solo céntimo en nada que no fuera estrictamente necesario. Wilson solía caminar con las manos en los bolsillos y se entretenía viendo a los españoles que conducían coches y motos de alta gama, que vestían trajes y corbatas elegantes y lucían relojes aparentemente caros. Parecían todos muy realizados con las vidas que llevaban. Las españolas eran guapísimas. Él solo se había acostado con Adalgisa. ¿Cómo sería una europea en la cama? ¿Olería igual? ¿Su piel tendría el mismo tacto que la piel de Adalgisa? Se necesita camarero.
Aquella oferta de trabajo interrumpió bruscamente sus pensamientos. Colgaba de la puerta de un bar de menús: El Rincón de Manolo y Loli. Wilson le echó un vistazo desde la calle. Era el típico bar que a la hora de comer se llena de albañiles y comerciales, nada que ver con el restaurante para pijos donde él curraba de pinche. Consultó el reloj: tenía tiempo para entrar a preguntar.
Había pocos clientes a esa hora de la tarde. Detrás de la barra, Manuel Ferrer estaba tan centrado revisando unas facturas que no reparó en la presencia de Wilson hasta que este le saludó.
—Hola, majo —dijo Ferrer con desgana—. ¿Qué te pongo?
—Quisiera saber qué ofrecen —dijo Wilson, señalando la puerta.
Cerraron rápido el acuerdo. En los apenas diez minutos que estuvieron sentados a una de las mesas, Ferrer convenció a Wilson de que el sueldo ruin que iba a pagarle no estaba nada mal dados los tiempos que corrían.
—Es un trabajo de responsabilidad; el camarero es la cara del negocio. Aunque nuestras judías no sean las mejores que hayan comido, si se sienten bien atendidos, los clientes vuelven.
Resignado a aceptar la teoría de Pedro sobre la incompatibilidad de ser a la vez ecuatoriano y triunfador en Barcelona, Wilson se dispuso a darlo todo por el negocio de Ferrer. Trabajaba de siete de la mañana a ocho de la tarde, sin descansos. No había hora para comer; se comía cuando se podía. Wilson lo dejaba todo preparado en la cocina para que Loli cocinara los menús, a la hora de comer atendía a las mesas y se encargaba de lavar lo que hiciera falta. Ferrer y su esposa estaban encantados con él. Era trabajador y dócil hasta el punto que encajaba bien las broncas que no merecía. Wilson jamás se quejaba de nada. Se sentía muy afortunado por trabajar para Ferrer, a quien veía como el prohombre que tenía su propio negocio, un piso en propiedad y un Mercedes. Manuel Ferrer era a los ojos de Wilson el referente del que había que aprender.
Le pidieron que ordenara el almacén y no se opuso. El trabajo le suponía salir un par de horas más tarde que no le iban a pagar ni a compensar de ningún modo. Eran las ocho de la tarde, hora de cerrar. Ferrer y su esposa se despidieron de Wilson, a quien tras once horas de trabajo le llegaba lo más duro: vaciar estanterías, apartar estanterías, pasar un trapo por las paredes que quedaban ocultas detrás de las estanterías, pasar un trapo por todos los estantes, cambiar de sitio cientos de latas y decenas de cajas, sacar al contenedor la relación de objetos que Ferrer había anotado en una lista… Las estanterías de madera, incluso vacías, pesaban lo suyo. La columna vertebral de Wilson acudía al rescate de los bíceps, y entre todos conseguían desplazarlas. La camisa se pegaba cada vez con más fuerza a la piel de su espalda, por la que se iban extendiendo ríos y ríos de sudor. No recordaba un derroche físico de tal envergadura desde los tiempos de la fábrica de cemento. Se movía por el almacén esquivando toda suerte de objetos que él mismo había dejado en el suelo. Cuando ya estaba a punto de poner fin al encargo de su jefe, un maletín se le escurrió de entre sus sudorosas manos, precipitándose desde lo más alto de la estantería al suelo. Con el impacto, el maletín se abrió y decenas de fichas de casino se esparcieron por el suelo.
—¡Me cago en Barcelona y en la madre que la parió!
El humor de Wilson se encontraba bajo mínimos. Se arrodilló para colocar de nuevo las fichas en el maletín y descubrió un boleto de lotería. Era para el sorteo del día siguiente. Memorizó la combinación. Era muy fácil: todos los números acabados en siete y el uno. Guardó el boleto dentro del maletín y se apresuró en acabar el trabajo. Era tarde y estaba muy cansado.
Durante varias semanas, Wilson jugó la misma combinación. Estaba tan convencido de que Ferrer era un hombre de suerte, que daba por sentado que, más tarde o temprano, el bombo expulsaría aquellas seis bolas. Tardó tres meses en dejar de apostar, tres meses que se saldaron con el estrepitoso fracaso de solo tres reintegros. Wilson no se consideraba un hombre de suerte, y creía que apostando la misma combinación, lo único que estaba haciendo era causar una interferencia en la fortuna de su admirado jefe.
Llámesele suerte, casualidad o designio divino, pero solo dos semanas después de renunciar a la combinación, en un pequeño lavabo de su piso del Raval, se empezó a fraguar un inesperado cambio en la vida de Wilson Correa. Las tres mujeres de casa ya dormían. Él se había quedado viendo la tele en el comedor y a las dos menos cinco reparó en que era muy tarde. Se fue al baño a lavarse los dientes y encendió la radio que había encima de la repisa. Boletín informativo. Por su voz dulce, imaginó que la locutora debía de ser una joven europea de rompe y rasga.
«La combinación ganadora del sorteo de ayer es la formada por los números 1, 7, 17, 27, 37 y 47. Número complementario: 13. Reintegro: 2. Ha habido solo un acertante de seis que se lleva el bote de doce millones de euros».
Wilson dejó de cepillarse los dientes. Escupió la pasta en la pica y se enjuagó la boca. Estaba seguro de haber escuchado bien: su jefe había acertado y se llevaba el premio gordo. A Wilson le invadió la felicidad. Además de alegrarse por su jefe, no pudo evitar pensar que tal vez Ferrer decidiera darle una pequeña parte del premio, muy pequeña, pero algo. Wilson salió del baño con la respiración acelerada por la emoción y cogió el móvil para llamar a su jefe. Se sentía feliz por ser el portador de tan buena noticia. Se imaginaba a los Ferrer saltando de alegría en su casa, descorchando una botella de champán a las dos de la madrugada. Eufóricos y en pijama. Buscó en el directorio el teléfono de la casa de Ferrer. El corazón le iba a cien. Seleccionó el número y llamó.
Al segundo tono, colgó la llamada.
Wilson Correa había confundido la felicidad que sentía; a él no le estaban temblando las piernas porque otros se habían hecho millonarios, sino porque de pronto tenía ante sí la gran oportunidad de su vida. En España había un solo boleto de lotería premiado con doce millones de euros y él sabía dónde estaba. Era altamente probable que Ferrer todavía no conociera el resultado del sorteo; la gente suele consultarlo al día siguiente en la prensa. Wilson empezó a sudar. Tenía ante sí una gran decisión. Recordó la teoría de Pedro: los ecuatorianos eran demasiado honrados, lo que les había impedido progresar lo mismo que otras colonias extranjeras.
Wilson cogió la única botella de alcohol que había en casa y bebió a morro un trago largo de ginebra. Se acordó de Wilson Pacheco.
—Va por ti, Wilson.
Wilson Correa entró en el almacén. Encendió la luz, alzó la vista y respiró aliviado al comprobar que el maletín de las fichas estaba en el estante de siempre. Las piernas le seguían temblando. Costaba creer que aquello resultara tan fácil, algo tenía que fallar. Tal vez su jefe ya no guardara el boleto allí, o lo guardara pero hubiera cambiado la combinación. Se hizo con el maletín y fue al comedor donde, apenas una hora antes, Ferrer, Solsona y los cobradores amarillos habían estado jugando al póquer. Wilson se sentó en una mesa y contempló el maletín cerrado como un pirata contemplaría un cofre hallado en las entrañas de un bergantín hundido. Sonó la musiquilla de la tragaperras. Wilson estaba convirtiendo algo tan sencillo como abrir un maletín en un acto litúrgico y parsimonioso. Si se hacía con el boleto, ¿luego qué? Puso la mano sobre el maletín ¿Luego qué, Wilson? Su cerebro pensaba a tanta velocidad que era imposible que hallara respuestas.
Abrió el maletín y vio lo más bonito que un hombre puede ver en esta vida, por lo menos los hombres que residen en Quito o Barcelona. Más bello que una lluvia de estrellas, que lo que queda del Amazonas, que los hoteles de lujo o que una puesta de sol. Aquello que Wilson estaba viendo era mucho más que un cuadrado de papel con números y código de barras. Aquello era la libertad en grado sumo. Aquello era el ahora mando yo, que mis sueños se pongan en fila y vayan pasando, ¡todos!, que no se quede un solo sueño por cumplir, que aquí hay fiesta para rato y barra libre. Wilson sospechó que Dios, en quien nunca había creído, le había guiado hasta ese maletín. Debía de ser el modo en que Dios premiaba a Wilson por haber sobrevivido estoica y resignadamente a una vida plagada de dificultades. Dios le animaba a coger el boleto. «Cógelo, coño», le decía Él.
—Prometo rezarte y venerarte —dijo Wilson, cogiéndose las manos y mirando hacia el techo del comedor—. Seré bueno, Dios. Estarás orgulloso de haberme mostrado el camino hasta aquí.
Manuel Ferrer entró unas horas más tarde en el almacén. Cogió el maletín de la estantería y lo abrió allí mismo… y allí mismo se quedó helado. Antes de desesperarse, se arrodilló para buscar el boleto en el suelo. Igual, sin darse cuenta, se le había caído yendo a parar debajo de la estantería. Se levantó y buscó minuciosamente estante por estante. Su mujer fue a pedirle varias veces que saliera a ayudar. Wilson estaba en la cocina rallando cebollas y ella necesitaba refuerzos en la barra.