Seis aciertos y un cadáver (38 page)

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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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En apenas unos minutos, el padre Pluto suspiró. Habíamos acabado. Levantó la mirada y clavó en Wilson sus pupilas de goma.

—¿Quieres echarle un vistazo a tu nuevo saldo?

Wilson no dijo nada. El Padre Pluto giró el monitor hacia él para que pudiera verlo. Ramos, Molinos y yo también nos fijamos: le dejábamos a Wilson la friolera de cinco millones de euros, el precio en que habíamos fijado su silencio.

—Puedes seguir viviendo muy bien el resto de tu vida, Wilson —le dijo Félix—. ¡Viva Alemania!

Esa fue la premisa desde el principio. Si vaciábamos a Wilson y le dejábamos sin blanca, se vería obligado a permanecer en Barcelona y, más tarde o más temprano, cuando estuviera sirviendo menús y durmiendo en un piso modernista compartido con nueve compatriotas, acudiría a la policía a denunciar lo sucedido. Si le dejábamos dinero para seguir viviendo como a él le gustaba, contábamos con que desapareciera del mapa, olvidándose de sus secuestradores. Nosotros nos adjudicamos un millón de euros por barba, aunque cogimos más dinero para sufragar gastos como el de gratificar al amigo del banco catalán que nos había facilitado los códigos. Pudimos habernos hecho con todo, pero fuimos fríos e impedimos que la avaricia rompiera el saco.

Minnie Mouse y el Padre Pluto, los autores de un guion que salió redondo, se fueron del almacén por la puerta trasera, llevándose el portátil. Se despojaron de los disfraces y se pusieron, como nosotros, una gorra y unas gafas de sol. Fuera les esperaba un coche con una matrícula idéntica a la del taxi que había conseguido Molinos. Las matrículas de los tres coches usados en aquel secuestro eran falsas.

Ramos, Molinos y un servidor no abandonamos el almacén. Teníamos mucho trabajo que hacer todavía ahí dentro. Nos pusimos los guantes y amordazamos a Wilson para evitar que gritara. Le tapamos los ojos con un pañuelo para evitar que viera nada y le esposamos al volante del taxi. Wilson se temía lo peor, pero no habíamos traído ninguna bala con su nombre. Apestaba a sudor y temblaba de miedo. Intenté calmarle hablándole casi al oído. Quería transmitirle calma, le repetí varias veces que no íbamos a hacerle daño, pero lo único que conseguí fue ponerle más nervioso. Él intentaba decirme algo, pero es imposible entender a quien habla con un pañuelo en la boca.

Nos teníamos que encargar del trabajo sucio: retener a Wilson 72 horas en el almacén. Transcurrido ese tiempo, aunque corriera hasta su banco a anular la transferencia, llegaría tarde. Su dinero ya habría volado hasta Suiza, a las cuentas abiertas por el primo de Varona para la ocasión. Y una vez en Suiza, un experto en blanquear la pasta lo pondría a salvo. Los contactos del primo Félix se movían bien por los pasillos enmoquetados de importantes entidades financieras. Firmaban con pluma, vestían buenos trajes y olían bien. En el otro extremo de la trama, mis dos colegas y yo vigilábamos a un ecuatoriano sudado. Las horas pasaban muy lentamente. Dos de nosotros permanecíamos despiertos y el tercero se iba a dormir al coche de Ramos. Había en el maletero comida y bebida de sobra para los cuatro, aunque lo cierto es que toda aquella situación era más efectiva que cualquier receta para adelgazar: ninguno mostró tener demasiado apetito. Los tres polis apenas probamos bocado. Wilson no comió nada. La única complicación que nos presentó fue que se meó encima. El hedor de su orina se hizo insoportable; llegaba hasta el último rincón del almacén.

—Mofeta ecuatoriana…

A pesar de ello, fuimos muy atentos con él. Perseguíamos que desarrollara el síndrome de Estocolmo.

—Llegó la hora —me dijo Molinos, despertándome—: Son las dos y media.

Llevaba solo tres horas durmiendo. Mis compañeros lo habían recogido todo. Todo estaba dispuesto para abandonar el almacén. Me tocaba a mí, por orden explícita de Varona, explicarle a Wilson lo que queríamos que hiciese una vez liberado.

—Wilson, eres un hombre afortunado. Tienes mucho dinero y la vida por delante. Espero que seas muy feliz, de verdad. Te lo mereces. Pero escucha bien lo que te voy a decir: en Barcelona hay mucha gente que quiere verte muerto. Desaparece hoy mismo y no vuelvas a esta ciudad. Nunca más. O te mataremos. Si hablas con alguien de esto, nosotros nos enteraremos e iremos a buscarte, estés donde estés, y allí donde te encontremos, te enterraremos vivo. Tienes cinco millones y medio de euros, gástatelos como quieras, pero si me permites un consejo, deja de hacer el fantasmón por los casinos y los hoteles, intenta ser discreto. En el mundo hay mucha gente que se dedica a lo mismo que nosotros, y no todos se van a conformar con quedarse con la mitad de tu dinero. Si vuelves a ser secuestrado por otra banda, te matarán. ¿Entendiste?

—Sí, señor, entendido… Me largo de Barcelona, no vuelvo y no hablo de esto.

Molinos abrió la persiana metálica para que Ramos, al volante de su coche, pudiera salir del almacén marcha atrás. A mi tocayo solo le quedaba por hacer lo mejor de todo ese asunto: cobrar el dinero, que nos sería entregado personalmente por Varona. Un millón de euros en billetes de cien y quinientos. A Molinos y a mí nos tocaba encargarnos de la última parte del plan: liberar a Wilson. Me senté con él en el asiento trasero del taxi sin librarle de las esposas ni del pañuelo que le tapaba los ojos. Eran las tres de la madrugada y el polígono industrial estaba desierto. Las empresas apenas contratan ya vigilantes privados; sale más económico tener un sofisticado equipo de alarma. Molinos cerró el almacén y subió al coche. Se sentó sobre varios plásticos para evitar que el charco de orina formado en el asiento le pusiera perdidos los pantalones. Pese al frío, conducíamos con las cuatro ventanillas abiertas para que el viento anulara al máximo el hedor. Entramos en la autovía de regreso a Barcelona, por donde a esas horas solo circulaban algunos camiones pesados. A ciento cincuenta metros de una gasolinera, Molinos detuvo el coche, abrí la puerta de atrás, le quité las esposas a Wilson y lo saqué del coche de un empujón. Cayó de costado sobre el arcén. Arrojé su maleta fuera. Aún no había cerrado la puerta cuando Molinos reanudó la marcha. Habíamos dejado a Wilson muy cerca de una gasolinera para que desde allí pudiera llamar a un taxi conducido por un taxista de verdad, de los que escuchan la radio, critican al gobierno y no secuestran a sus clientes. Habíamos estudiado esa autovía y sabíamos que el punto donde le dejamos no estaba dentro del alcance de ninguna cámara. Vi a través de la luna trasera cómo Wilson se incorporaba y se quitaba la venda de los ojos. Esa es la última imagen que tengo del hombre que un buen día me había servido un arroz negro.

Al día siguiente de liberar a Wilson, Ramos, Molinos y yo volvimos a dejarnos ver por la comisaría. Como cualquier otro día, hicimos lo de siempre: Molinos trabajar; Ramos y yo fingiendo estar ocupados. Cuando quieras pasearte por tu lugar de trabajo sin más intención que la de no dar golpe, no olvides llevar siempre un papel en la mano; viste mucho. Con un folio bien visible en la mano me paseé por las dependencias de la comisaría, yendo a charlar con los compañeros de Narcóticos y de la Científica.

Nuestro inspector jefe, el capitán Varona, tampoco estaba mucho por la labor policial. Tenía su mente puesta en Suiza, hasta donde se había desplazado el primo Félix para resolver algún pequeño problema que, al parecer, había surgido.

—Todo va bien —nos dijo Varona para calmarnos—. Prats, solicita tu excedencia cuando quieras porque en breve te llevaré tu parte a casa.

Mostrando fe ciega en mi capitán, rellené la instancia para que se tramitara mi año sabático. Tras el sablazo a Wilson, Varona estableció dos únicas normas. La primera: para evitar sospechas, ninguno de los cuatro dejaría el Cuerpo antes de tres años. Varona y Ramos habían asegurado que no iban a dejarlo porque les gustaba el trabajo. Molinos y yo no nos definimos. La segunda norma era que nunca hablaríamos de nuestra excursión al otro lado de la línea, ni siquiera entre nosotros.

—Y ojo con saltarse esta norma, porque conseguiréis sacar a la Minnie Mouse que llevo dentro —amenazó Varona.

Ramos y yo tuvimos muchas ocasiones de hablar de Wilson, pero ninguno de los dos llegó a sacar el tema; le teníamos ley a Varona. Así que nunca pude saber si mi socio tenía remordimientos, aunque prefiero creer que no. Cuando me recrimino haber sido capaz de asustar a alguien hasta hacer que se mee encima, apuntalo mi moral recordando que lo que hicimos fue robar a un ladrón.

Y al hombre que arrojó a Álex Solsona a un vía crucis de fatal desenlace.

A Silvia no le comenté nada acerca de mi excedencia. Tenía pendiente decirle que lo nuestro había terminado, pero cada vez que estuve a punto de decírselo, la certeza de que iba a hacerle daño me hizo posponer la decisión, con lo que pasaban las semanas y nuestra relación seguía, absurdamente, adelante.

—El miércoles que viene —me dije muchas veces—. Sin falta.

Las visitas a casa de su madre pasaron de ser esporádicas a devenir costumbre. No había domingo que, hacia las dos de la tarde, su madre no la llamara al móvil. Necesitaba preguntar cuánto tardaríamos en llegar para calcular cuándo encender el horno. Nosotros traíamos el vino y el postre. En la mesa, sobre un mantel a juego con las servilletas, siempre había rebanadas de pan perfectamente cortadas, la aceitera de diseño y el doble de platos que en realidad se necesitaban. Aquellas postales de domingo hacían crecer en mí la certeza de que moriría sin haber sido capaz de adaptarme a la convencionalidad de la vida en familia. Algunos domingos se apuntaban a la comida el hermano de Silvia, su mujer y sus dos hijos, dos niños de seis y cuatro años. La madre de Silvia no se cansaba de decir que eran dos niños muy inteligentes, aunque el de seis años no lo demostró demasiado el día que sumergió su dedo en una taza de café muy caliente. Pero ya se sabe, así son las abuelas; para ellas, hasta el nieto más tarugo es un futuro genio. Quienes luego fracasan en la escuela son los mismos chavales que apuntaban a genios.

El último día de noviembre de 2005 decidí ponerle el punto final a aquella comedia. Ya no podía más. Todos tenemos un límite, y yo había llegado al mío. No quería volver a despertarme ni un día más con Silvia, no quería más sobremesas interminables en casa de su madre. Era una decisión sin vuelta atrás. Debía esmerarme en seleccionar las palabras que mejor camuflaran el mensaje que lleva implícito una ruptura sentimental: vete, desaparece, tengo ganas de vivir sin ti y si te duele es tu problema, yo me largo.

El último día de noviembre de 2005 era miércoles. Llamaron a mi interfono media hora antes de que yo saliera hacia la cafetería de la plaza Urquinaona, donde Silvia me esperaba con dos entradas para un cine de la Gran Vía que no íbamos a utilizar. Al menos, la mía.

—¿Quién es?

—Abre, Prats. Soy Varona.

Aleluya. Los reyes magos. Abrí la puerta y esperé bajo el umbral a que el capitán saliera del ascensor. En la bolsa de deporte que Varona llevaba colgada al hombro estaba la receta de un magnífico futuro inmediato. El mío. Varona abrió la cremallera de la bolsa y vació su maravilloso contenido sobre el sofá: fajos de billetes que sumaban un millón de euros. Tal como se había acordado, en billetes de cien y de quinientos. Aquellos cinco mil papeles le daban a mi vida una nueva dimensión.

—Te puedes quedar la bolsa, Prats —dijo Varona, dejando la bolsa también sobre el sofá.

—¿Le apetece un café?

—No. ¿Quieres contarlos antes de que me vaya?

—Por supuesto, capitán.

Varona me ayudó a contarlos. Como era de esperar, la cantidad era exacta. Me sorprendió lo poco que se tarda en contar un millón de euros. Siguiendo una sugerencia de Varona, me había hecho instalar una caja fuerte en la habitación. Quedaba oculta detrás del cartel enmarcado de
Reservoir Dogs
.

—¿No sientes vértigo, Prats?

—Estoy muy contento, capitán.

—Tienes un millón de euros en tu casa. Sabes bien que mucha gente estaría dispuesta a matarte por mucho menos. Ah, se me olvidaba —dijo Varona, sacando un sobre del bolsillo de su abrigo—. Tu excedencia.

Firmé y me quedé una copia. Aquella rúbrica marcaba el inicio de mi año sabático.

—Mañana ya no hace falta que vengas, Prats —dijo Varona, echándole un rápido vistazo al documento antes de volver a guardárselo—. Te reincorporas al Cuerpo el 13 de diciembre de 2006. Cae en miércoles.

—No me gustan los miércoles.

—Te veré dentro de un año, Prats. Pórtate bien hasta entonces.

Un fuerte apretón de manos y un adiós. A solas de nuevo en mi apartamento, me senté en el sofá junto a mi fortuna y traté de calmar la euforia para analizar con calma mi nueva situación.

—Un millón de euros y un año de vacaciones —me dije.

—¿Y a qué estamos esperando, Prats? —me preguntó una vocecita interior.

Tomé la decisión en un par de segundos. Guardé en la caja fuerte medio millón de euros y el otro medio lo volví a meter en la bolsa de deporte de Varona. Al ritmo de un CD de Ray Charles hice una apresurada maleta. ¿Ropa de invierno? ¿Ropa de verano? Qué sabía yo… Cogí el móvil y le envié un sms a Silvia: «
Hoy no te veré. Lo siento. Un beso
». Al acto de enviarlo, apagué el móvil y lo guardé en un cajón. No estar localizable y no dar explicaciones iban a ser dos principios básicos del año sabático que acababa de empezar. Ansiaba sentirme absolutamente libre.

Bajé todas las persianas. Cerré la llave del agua y desconecté los magnetotérmicos. Me puse el abrigo. Cargué con la bolsa de deporte y la maleta. Cerré con doble vuelta las dos cerraduras de la puerta de mi apartamento.

Subí al ascensor.

Me fui.

Epílogo
Final feliz… según se mire

El juicio por el asesinato de Álex Solsona tuvo un gran seguimiento mediático. Durante el mismo, Amador se olvidó de la amistad de Ferrer y, siguiendo las instrucciones de su abogado, se posicionó con Rocky y Moisés, que desde un principio señalaron a Ferrer como el autor del asesinato de Álex Solsona. Durante el juicio se hizo mención al robo de un boleto de lotería premiado. La acusación desmintió que Álex se hubiera hecho con doce millones de euros. El abogado de Ferrer insistió en explotar el robo del boleto, acusando deliberadamente a Álex Solsona de haberlo robado, pero la acusación neutralizó su táctica con un as que tenía guardado bajo la manga: desde Río de Janeiro había venido a declarar Cristina Vidal, quien aseguró haber sufragado todos los gastos de Solsona en Río. Presentó como prueba un montón de extractos de su tarjeta de crédito.

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