—Estoy pensando en infiltrarte en la mafia rusa.
—Suena fatal.
—Es nuestro trabajo, Prats. Nuestro trabajo siempre se juega en terreno apestoso. Aunque podría tener otros planes para ti —dijo, forzando claramente un tono enigmático.
Su táctica estaba quedando al descubierto. Primer paso: convencerme de que los polis somos unos desgraciados. Segundo paso: amenazarme con mi infiltración en la peligrosa mafia rusa para hacerme sentir aún más desgraciado. El tercer y último paso era un chantaje en toda regla: si aceptas lo que he venido a proponerte, te ahorro el mal trago de sentirte un desgraciado rodeado de asesinos rusos.
—Te propongo cruzar la línea, Prats. Pasarnos al otro bando. Solo por una vez.
Nos cruzamos con un grupo de niños vestidos con chándal que iban o venían de jugar el partido de la liga escolar.
Le pedí a Varona que se explicara.
—Estoy planeando secuestrar a un millonario. Así de simple.
—Bromea, ¿verdad? —pregunté por preguntar; sabía que Varona hablaba en serio—. No le veo en el papel de secuestrador.
—Tampoco creo que me imagines lavando la encimera de la cocina, y lo hago cada noche.
—No cuente conmigo, capitán. No para este tipo de asuntos. Sabe que puede confiar en mí; no se lo contaré a nadie.
Como era de esperar, Varona insistió. Argumentó que los polis no tenemos las manos limpias, que siempre nos obsequiamos con parte del botín requisado a los del otro lado de la línea. Hizo referencia a cuando se descubre un alijo de coca y los compañeros que suelen consumirla se agencian una generosa cantidad, o a los billetes falsificados con maestría con los que solemos pagar en cines, supermercados o locales nocturnos. Madre de Dios, la de billetes falsos que los polis ponemos en circulación…
—Será un trabajo muy limpio, Prats. Te levantarás fácilmente un millón de euros y, en lugar de infiltrarte en la mafia rusa, te concederé el año de excedencia que hace meses andas solicitando. Ah, y por supuesto, si algo sale mal, reconoceré ante el juez que te he coaccionado. Tú también sabes que soy un hombre de palabra.
Las dos últimas frases ya no las escuché. Me quedé en lo del millón de euros y el año de excedencia, dos conceptos que ligaban a la perfección. Me presté a escuchar el plan reservándome la opción de no participar en él si tenía dudas.
—¿Quién más hay involucrado en esto? —pregunté.
—Tres tíos más. A dos de ellos les conoces. —Varona cogió su móvil y efectuó una llamada. Cuando su interlocutor contestó, solo dijo—: Nuestro hombre dice que sí. Podéis pasar a recogernos.
Un monovolumen rojo frenó delante de nosotros un par o tres de minutos después de la llamada. Al tío que conducía no le había visto nunca. A su lado, con gafas de sol, mi colega y tocayo Dani Ramos, que me hizo una especie de saludo militar al verme. Varona y yo subimos al asiento trasero, donde, detrás del conductor, estaba el otro miembro del grupo: David Molinos. Estábamos todos… Me senté entre Varona y Molinos. El capitán cerró la puerta y el coche reanudó la marcha.
—Bienvenido a bordo, Prats —me dijo Ramos.
Aún no había escuchado el plan y ya empezaba a arrepentirme. De pronto me invadió aquella sensación incómoda que se genera en tu interior cuando sabes que estás a punto de meterte en un lío innecesario de consecuencias desbordantes. Desenvolví la bandeja y ofrecí tocinitos de cielo a mis compañeros. Yo me comí el de la vergüenza. Estaban buenos. Un año de excedencia y un millón de euros. La oferta de Varona era realmente tentadora. Molinos, Ramos, Varona y yo habíamos hecho grandes trabajos como investigadores. ¿Por qué no apostar a que íbamos a ser unos excelentes secuestradores? Al quinto hombre no lo conocía. Supuse que su papel era más importante que el de simple conductor.
Entramos en un garaje subterráneo y descendimos tres plantas. El conductor, que permaneció en silencio todo el camino, había abierto la puerta con el mando a distancia. Tenía que ser su domicilio. Le seguimos hasta la puerta de salida, que abrió pulsando una combinación de cuatro números en un teclado fijado en la pared. Estábamos en una zona acomodada de la ciudad.
—Vamos al tejado —dijo, pulsando el botón en el ascensor—. Mi mujer y mis hijos están en casa.
Soplaba un viento suave que, puesto que no íbamos a manipular papel alguno, hasta se agradecía. Desde el tejado de la finca se divisaba a lo lejos el mar, y mucho más cerca la montaña de Collserola, coronada por la iglesia del Tibidabo y la torre de comunicaciones con forma de jeringa.
Varona nos presentó al tipo del volante. Era su primo, y el único de los cinco que no trabajaba en la policía. Nos dijo que trabajaba en un banco, sin entrar en más detalles. Se llamaba Félix y Varona lo definió como un hombre de máxima confianza.
—Lo que vamos a hacer —dijo Varona— es un asunto muy feo. Podemos acabar los cinco en la cárcel, pero Molinos y yo hemos estado estudiando los movimientos del pájaro al que queremos dar caza y hay muchos números de que todo salga bien. En juego hay una cantidad de dinero importante: un millón de euros por cabeza.
—Puede contar conmigo, capitán —dijo Ramos—. Con esa pasta podría tapar bastantes agujeros.
—Yo prefiero antes escuchar el plan —dije.
—Vamos a secuestrar a Wilson Correa —me dijo Varona—. Como bien sabemos, es un tipo que se adueñó de un dinero que no le pertenece y que, además, le interesa mantener escondido.
Por fin me quedaba claro por qué Varona no quiso interrogar a Wilson. Le tenía reservada al quiteño la peor parte de un plan urdido con Molinos.
—Wilson Correa es la presa ideal para un secuestro —dijo Molinos.
Lo habían analizado minuciosamente y, a decir verdad, los argumentos de Molinos y Varona animaban a cruzar la línea. Wilson no tenía un hogar. Cada semana vivía en un hotel distinto de la ciudad. Había un momento de la semana en que se daba de baja de un hotel y transcurrían unas horas durante las cuales nadie podía echarle en falta. Sus movimientos siempre eran los mismos: dejaba un hotel el viernes, viajaba a Alemania el fin de semana y regresaba el domingo por la noche, registrándose en un hotel distinto al de la semana anterior.
—Hay que cazarle un viernes; el próximo viernes —matizó Varona—. No solo porque sea el día en que Correa no está registrado en ningún hotel, sino porque el bar donde trabaja se traspasa. No tiene que volver necesariamente el domingo a Barcelona.
El Rincón de Manolo y Loli bajaba la persiana para siempre. Tras haber trascendido la detención de Ferrer a los medios de comunicación, las fotos e imágenes del restaurante se sucedieron en prensa y televisión, dándose una nefasta imagen del mismo. La clientela fija de los menús y desayunos cambió de bar como muestra de desaprobación por el asesinato de Solsona, lo que provocó una caída en picado de la facturación. Hasta el restaurante solo se acercaban morbosos que apenas asomaban la cabeza o periodistas que querían entrevistar a Loli, quien a diario tenía que dejar el teléfono descolgado para dejar de recibir llamadas amenazantes, burlonas, o de distintas productoras de televisión que le ofrecían cifras mareantes a cambio de dejarse entrevistar en el plató de un programa basura.
—Lo siento, Wilson, pero tengo que cerrar —le dijo Loli, tras cuadrar otra caja con números negativos—. Este negocio ya no hay quien lo sostenga.
—No se preocupe por mí, señora Loli —le dijo él, probablemente aguantándose la risa—. Trabajo desde muy joven. Sé buscarme la vida.
—Eres un encanto, Wilson. Ojalá todo el mundo fuera como tú.
Y la tronchada de risa interna de Wilson ya debía de ser de órdago.
—¿Cómo lo haremos? —le pregunté a Varona.
Ramos, Molinos y yo éramos los primeros en entrar en juego. Nuestro cometido era el más complicado: interceptar a Wilson cuando se dirigiera al aeropuerto y llevarlo hasta el almacén donde nos esperarían Varona y el primo Félix. Invertimos un montón de horas en planear la mejor forma de que la primera parte del plan no fracasara.
—Si Wilson llega al aeropuerto, no podremos actuar —dije—. Demasiada gente. Demasiadas cámaras. Demasiados inconvenientes. Hay que cogerlo antes.
Estudiamos las dos rutas más probables que el taxista trazaría para ir al aeropuerto. Todas las calles eran anchas y muy transitadas. El trajín y el tráfico no daban ningún margen a la discreción.
Ramos propuso:
—Quizá la mejor opción sea que dos de nosotros entremos disfrazados en el hotel y lo saquemos a punta de pistola, escondiendo el arma, lógicamente.
—No —repliqué—. El hotel en el que se hospeda dispone de un sofisticado equipo de videovigilancia. Hay cámaras por todas partes, lo mismo que en el aeropuerto. Podemos ser descubiertos por la seguridad privada y detenidos antes de salir del edificio. Igualmente, si tuviéramos la fortuna de que esto no sucediera, no sabemos cómo reaccionaría Wilson. Igual se resiste o grita al ver el arma. Nos metería en un apuro muy serio.
Pasaban las horas. El viernes cada vez más cerca y nosotros descartando un plan detrás de otro. La situación llamaba al pesimismo y este a preguntarnos si valía la pena poner en juego nuestra libertad a cambio de un millón de euros. Las tentaciones de abandonar se iban haciendo más grandes. Y entonces, Molinos dio con la solución:
—Conseguiré un taxi.
Molinos, que tenía la habilidad de conseguir cualquier cosa, por inverosímil que fuera, nos explicó detalladamente las ventajas de hacernos con un taxi.
No se nos ocurrió una opción mejor antes de nuestro día D: viernes, 7 de octubre de 2005.
Era el último día que El Rincón de Manolo y Loli abría sus puertas, y Wilson acudió a la farsa sin variar un ápice su forma de comportarse. Pasados pocos minutos de las ocho de la tarde, Ramos me llamó al móvil para decirme que Wilson Correa salía del restaurante. Ramos era el encargado de seguirlo y avisarnos en caso de que Wilson alterara su rutina habitual, lo que para nosotros significaría un serio contratiempo.
—Viene hacia el hotel —informaba Ramos unos minutos después.
Le vi entrar en el hotel desde una cafetería que había enfrente. Por enésima vez aquella tarde me entraban ganas de mear. Me aguanté. No podía arriesgarme a que la salida de Wilson me cogiera en el baño. Habíamos estudiado el sistema empleado por los botones para llamar un taxi. No lo hacían telefónicamente ni había parada en la puerta del hotel. Al estar en el centro de la ciudad, un botones acompañaba al cliente hasta la acera, paraba un taxi y le abría la puerta. Si el cliente llevaba maletas, entre el botones y el taxista las colocaban en el maletero. En la esquina del hotel, con los cuatro intermitentes conectados, Molinos esperaba, al volante del taxi que había conseguido, a que Wilson saliera del hotel en compañía de un botones. Su taxi tenía que ser el primero que pasara por delante, y tenía que serlo sí o sí, aunque debiera encararse con algún taxista al que cortara el paso bruscamente. Si se producía un enfrentamiento entre Molinos y un taxista de verdad, yo saldría al rescate de mi compañero interpretando el papel de ciudadano que necesita un taxi para ir a cuarenta kilómetros de la ciudad. Molinos le cedería el trabajo a su «colega» y yo me apearía del taxi en cuanto doblara la esquina.
Wilson salió del hotel arrastrando una pequeña maleta dentro de la cual llevaba todo lo que necesitaba para vivir a su manera. Molinos le atisbó y avanzó hacia el hotel. El botones negro que acompañaba a Wilson levantó el brazo y Molinos se detuvo frente al hotel. La primera parte del plan estaba saliendo a pedir de boca. Wilson entró en el taxi trampa. Molinos, tocado con una gorra, salió para guardar en el maletero la maleta. Antes de entrar en el coche, se colocó unas gafas de sol.
—Al aeropuerto —pidió Wilson, sin darle ninguna importancia a que el conductor usara gafas de sol con la luna colgada ahí arriba. Hoy cada uno viste como quiere.
Cuando Molinos arrancó, salí de la cafetería y crucé la calle corriendo para evitar ser arrollado por un mensajero que, pitándome, se acercaba a más de 60 por hora y me llamó imbécil por haber cruzado por donde no debía. El coche de Ramos se detuvo delante del hotel y me subí. En el taxi habíamos instalado un micro que nos permitía oír cualquier palabra que pronunciaran Wilson o Molinos.
—Cómo está hoy la Gran Vía… —dijo Molinos para ubicarnos.
Ramos se dirigió hacia la Gran Vía.
—Giraremos por Urgell. Iremos más rápido —le dijo Molinos a Wilson, en realidad a nosotros.
Ramos se ganó los bocinazos de otros conductores que le recriminaban sus bruscos cambios de carril, gracias a los cuales, en cuestión de un minuto, ya teníamos el morro del coche pegado al culo de Wilson. Molinos fingió ajustar el retrovisor. Era la señal con la que nos decía que nos estaba viendo. Ramos y yo nos pusimos gorra y gafas de sol; las gafas bien grandes y la visera bien abajo. Wilson nos había visto a los dos: a mí me había servido un arroz negro y Ramos le pisó el fregado el día que fue a detener a Ferrer.
El taxi salió de la autopista por una salida que no era la del aeropuerto. Ya preveíamos que si Wilson se percataba de que la ruta era diferente a la que habían tomado otros taxistas, podía sospechar que estaba en peligro. Cuando uno posee ciertas cantidades de dinero, tiende a volverse desconfiado. Puro instinto de supervivencia.
—Esta no es la salida para ir al aeropuerto.
—Ya lo sé, señor —le dijo Molinos—, pero tengo un problema con el aceite y si no lo soluciono ahora mismo nos quedaremos tirados. Aquí cerca está el taller del gremio del taxi. Me lo cambiarán rápido y gratis.
—Qué imaginación tiene Molinos —dije—. El taller del gremio del taxi…
—Perderé el avión —protestó Wilson.
—Serán solo cinco minutos, señor —dijo Molinos.
El taxi se adentró en un polígono industrial de calles desérticas.
—Aquí está el taller.
Molinos entró en una nave industrial. Nosotros le seguimos. Wilson se giró y nos vio entrar detrás del taxi. Enseguida se dio cuenta de que aquella nave abandonada no era ningún taller de taxis, lo que hizo que sus piernas empezaran a temblar. Ramos y yo salimos del coche y nos apresuramos en bajar la persiana metálica de aquel local oscuro y aparentemente abandonado.
Molinos salió del taxi. Tres tipos con gorra y gafas de sol a las nueve de la noche. No era moda; era un secuestro. Wilson buscó su teléfono móvil en el bolsillo del pantalón. Llegó a desbloquear el teclado pese a que todo él temblaba como una batidora. Llegó también a marcar el 0 y el 9. El teléfono se le cayó de las manos dos veces, pero las dos veces lo recuperó. El último número ya no llegó a teclearlo. Intentó cerrar el pestillo del coche pero su mano fue unas décimas más lenta que la mía. Abrí la puerta y metí medio cuerpo en el coche para cogerle de la solapa y sacarlo fuera. Él se echó para atrás hasta topar con la otra puerta, que en lugar de servir de tope, se abrió, haciendo caer a Wilson fuera del vehículo. Las enormes manos de Dani Ramos lo levantaron bruscamente. El móvil se le escapó de las manos y Molinos lo recogió del suelo. Comprobó que la llamada a la policía no se había efectuado y se guardó el teléfono en el bolsillo. Wilson, histérico, empezó a suplicar clemencia a gritos. Ramos le calmó de la manera que creyó más efectiva: conectando un certero puñetazo en el vientre del pequeño ecuatoriano al que Dios había abandonado vilmente en una cochambrosa nave industrial. Aquella noche no había casino ni alemana. Aquella noche tocaba infierno.