En cuanto lo hubo dicho se arrepintió de haberlo hecho. Al decirlo en voz alta sonaba tan ridículo, pero, aun así, el cuerpo del granjero le había estado rondando por la cabeza durante toda la noche. En esos días, la muerte no tenía el mismo significado que antes, y Carl se preguntaba si el anciano podría encontrar de alguna manera el camino de regreso a su hogar para intentar reclamar lo que era suyo. Sabía que podrían deshacerse de él si era necesario y que en su torpe estado reanimado no sería una gran amenaza, pero la idea del cuerpo regresando lo ponía de los nervios. Sabía que su miedo era irracional, pero el vello de la nuca se le erizaba sin previo aviso a causa de los nervios.
Emma negó con la cabeza.
—Lo siento. He dicho algo estúpido.
—No te preocupes. No pasa nada.
Emma contempló la fantasmal voluta de humo gris que se escapaba de la vela más cercana y se disolvía en el aire. Notaba que Carl la estaba mirando y, durante un instante, eso la hizo sentirse incómoda. Se preguntó si él podría darse cuenta de lo que ella estaba pensando. Se preguntó si él sabría que ella compartía sus miedos, profundos, oscuros y sin fundamento, sobre el cadáver del granjero. La lógica le decía que allí estarían bien, y que el granjero seguiría muerto; después de todo, los cuerpos parecían haberse levantado todos a la vez la semana anterior y, o se habían puesto en pie ese día o se habían quedado donde habían muerto. E incluso si el señor Jones se levantase y empezara a caminar de nuevo, sus movimientos serían tan erráticos, torpes y descoordinados como los del resto de los cadáveres ambulantes. La suerte era lo único que podría traerlo de vuelta a la casa. Emma sabía que no iba a ocurrir nada y que estaban perdiendo el tiempo pensando en un hombre muerto, pero no podía evitarlo.
—¿Estás bien? —preguntó Carl.
Emma asintió, sonrió y volvió a centrar su atención en el movimiento de la llama de la vela. Pensó en lo que había pasado un par de horas antes, cuando entre los tres habían trasladado los cuerpos del granjero y de un jornalero, al que habían encontrado tirado bocabajo en la orilla del arroyo. Les había costado más mover al señor Jones. Había sido un hombre fornido y recio que, supuso Emma, habría trabajado todas las horas posibles de todos los días para que su granja funcionara bien y fuera rentable. Cuando Carl y Michael intentaron mover su mole sin vida, tenía los miembros rígidos y crispados. Emma contempló asqueada mientras uno de los hombres lo había agarrado por los hombros y el otro, por las piernas, y con una total falta de respeto lo habían arrastrado sin ceremonia por lo que había sido su hogar. Recordaba con toda claridad la expresión de irritación en el rostro de Michael al verse incapaces de sacar la incómoda mole del granjero por la puerta principal. Había pateado y empujado el cadáver con rabia, como si fuera un saco de patatas.
Habían llevado los cuerpos a lo más profundo del bosque de pinos que rodeaba la granja y los habían dejado uno al lado del otro. Michael y Carl habían compartido el peso de los muertos, en dos viajes, y ella había llevado tres palas desde la casa. Recordaba lo que había ocurrido a continuación con fría claridad. Michael ya había empezado a andar de regreso a la casa cuando ella y Carl cogieron instintivamente una pala cada uno y empezaron a cavar.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó Michael.
—Cavar —contestó Carl. Aunque era la realidad actual, no contestaba a lo que Michael le había preguntado en realidad.
—¿Cavando el qué?
Por un momento, Carl supuso que le había formulado una pregunta con trampa, y se lo pensó antes de contestar.
—Tumbas, por supuesto —respondió—, ¿por qué? —añadió receloso.
—Eso era lo que te iba a preguntar.
—¿Qué quieres decir?
Emma estaba de pie entre los dos hombres, contemplando el desarrollo de la conversación.
—¿Por qué molestarse? ¿De qué sirve?
—¿Qué?
—¿Para qué molestarse en cavar tumbas?
—Para meter en ellas a esos malditos cadáveres —replicó Carl bruscamente—. ¿Hay algún problema?
Michael le contestó con otra pregunta.
—Entonces, ¿cuándo vas a empezar con el resto? Si vas a enterrar a estos dos, también podrías acabar el trabajo y enterrar a los otros miles de cadáveres que yacen por todo el país. ¡Por el amor de Dios, mira a tu alrededor! Hay millones de cuerpos sin enterrar. Y lo que es más, no necesitan que los entierren.
—Escucha, a este hombre le hemos arrebatado su casa. ¿No crees que lo mínimo que podemos...?
—No —le interrumpió Michael en un tono irritantemente tranquilo—. No le debemos nada. Está muerto. Ya no importa.
Les dio la espalda y fue hacia la granja. Estaba oscureciendo, y Michael casi había desaparecido de vista cuando le gritó a los otros dos.
—Vuelvo adentro. Tengo frío, estoy cansado y no voy a perder más tiempo aquí fuera. Hay todo tipo de cosas vagando por ahí, y yo...
—Lo único que estamos haciendo es... —respondió Carl.
Michael se detuvo y se volvió hacia ellos.
—Lo único que estáis haciendo es perder el tiempo. Estáis ahí fuera, arriesgando el cuello para hacer algo que no es necesario hacer. Me vuelvo adentro. Os veo más tarde.
Michael había desaparecido, y Carl y Emma se habían quedado solos con los dos cadáveres a los pies. A Emma le molestaba la actitud y la forma de comportarse de Michael, pero sobre todo le fastidiaba que tuviera razón. Era frío, cruel e insensible, pero tenía razón. Enterrar los cuerpos sólo habría servido para que los dos se sintieran un poco mejor y menos culpables por lo que estaban haciendo. Pero lo único que estaban intentando era sobrevivir; la granja y todo lo que había en ella ya no era de ninguna utilidad para el señor Jones...
—¿Qué estás pensando? —preguntó Carl.
Su voz hizo que Emma regresara de golpe a la fría realidad de la sala de estar.
—Nada.
Carl se estiró en la silla y bostezó.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
Emma se encogió de hombros.
—No lo sé. Si te refieres a esta noche, creo que deberíamos intentar dormir un poco. Si estás hablando de mañana por la mañana, no estoy segura. Lo primero es decidir si nos vamos a quedar aquí.
—¿Tú qué crees? Debemos quedarnos aquí o...
—Creo que seríamos estúpidos si nos fuéramos ahora —intervino Michael, sorprendiendo a los otros dos. Sólo unos instantes antes parecía profundamente dormido, y su súbita interrupción sobresaltó a Carl y a Emma.
—¿Cuánto rato llevas despierto? —preguntó Carl.
—No mucho. En cualquier caso, en respuesta a tu pregunta, creo que deberíamos quedarnos aquí durante un tiempo y ver qué pasa.
—No va a pasar nada —gruñó Emma.
—Espero que tengas razón —contestó Michael, bostezando—. Mañana deberíamos intentar descubrir con qué contamos exactamente aquí. Si estamos seguros, protegidos y a salvo, entonces creo que tendríamos que quedarnos.
—Estoy de acuerdo —dijo Carl. No estaba especialmente interesado en quedarse en la granja, pero tampoco quería ir a ningún otro sitio. En el viaje hasta allí desde la ciudad había visto más muertos, horrores y destrucción de los que nunca hubiera creído posibles. Los muros de esa casa, fuerte y antigua, lo protegían del mundo en ruinas.
—Me voy a la cama —informó Michael, mientras se levantaba y estiraba—. Podría dormir durante una semana.
A la mañana siguiente, Emma fue la primera en despertarse. Era sábado, aunque eso ya no tuviera importancia, y a juzgar por la luz mortecina que se filtraba a través de las rendijas de las cortinas, supuso que era muy temprano, probablemente no más de las cinco.
Después de unos segundos de desorientación, recordó dónde se encontraba y cómo había llegado allí. Miró hacia el techo y se quedó contemplando los numerosos desconchados, grietas y burbujas. Deslizó la mirada por la pared, donde, en la semioscuridad, empezó a contar los diferentes dibujos del empapelado. Cinco flores diferentes de color rosa pastel (aunque parecían grises bajo la tenue luz). Se repetían en una estricta secuencia rotatoria sobre un fondo blanco cremoso. Emma había contado veintitrés rotaciones antes de preguntarse qué estaba haciendo. Se dio cuenta que, inconscientemente, había empezado a llenarse la mente con tonterías. Era más fácil pensar en los diseños de la pared, en las grietas del techo y en otras estupideces semejantes que recordar lo que le había ocurrido al mundo más allá de Penn Farm.
De repente oyó una especie de gruñido junto a la cama, y se quedó helada de miedo. Tendida en completo silencio, escuchó con atención. Había algo con ella en el dormitorio, moviéndose por el suelo cerca de la cama. El corazón le latía desbocado de angustia. Contuvo la respiración, aterrorizada de que lo que estuviera con ella en la habitación pudiera sentir su presencia.
Cuando no ocurrió nada, consiguió reunir el valor suficiente para mirar por el borde de la cama hacia el suelo. El alivio la recorrió de arriba abajo cuando vio que sólo se trataba de Michael, dormido en el suelo hecho un ovillo en un saco de dormir. Emma se volvió a tender en la cama y se relajó.
Estaba segura de que Michael se había ido a dormir a algún otro lugar. Se habían quedado hablando delante de la habitación durante unos minutos después de que Carl se hubiera marchado en busca de una cama. La casa tenía cuatro dormitorios, tres en el primer piso y uno en la buhardilla y recordaba con total claridad que Michael había entrado en una de las habitaciones adyacentes a la suya. Entonces, ¿por qué estaba durmiendo en el suelo al lado de su cama? ¿Sería porque creía que ella podría necesitar su protección, o porque había sido él quien había necesitado compañía y apoyo durante las largas horas de oscuridad de la noche? Fuera cual fuese la razón, no tenía importancia. Se alegraba de que Michael estuviera allí.
Estaba completamente despierta y tenía pocas esperanzas de volver a dormirse. Enojada y aún cansada, rodó hacia el otro lado de la cama y sacó los pies por el borde. Los fue bajando hasta tocar las tablas desnudas pero los alzó con rapidez en cuanto notó el frío del suelo. La temperatura en la habitación era baja, y Emma tenía frío a pesar de haber dormido prácticamente vestida. De puntillas para no despertar a Michael, fue hacia la ventana de la habitación y abrió las cortinas. Michael se estiró y murmuró algo ininteligible, luego rodó hacia el otro lado y empezó a roncar con suavidad.
Emma se acercó al frío vidrio y miró hacia el exterior, a un mundo vacío y muerto. Una neblina matutina se aferraba al suelo, y se arremolinaba en las grietas y los rincones. Los pájaros cantaban y revoloteaban entre las copas de los árboles, recortados en negro contra un cielo gris pálido. Durante unos instantes, Emma fue capaz de convencerse de que ese día no pasaba nada malo en el resto del mundo. No le había ocurrido muy a menudo estar despierta y levantada a las cuatro veinticinco (porque ésa era la hora exacta según el despertador que se encontraba al lado de la cama), pero supuso que todos los días empezaban más o menos así.
Divisó un ser solitario que se movía con lentitud por un campo recientemente arado al norte de la granja, casi incapaz de coordinar los pesados pies sobre el terreno desnivelado. Había visto a miles de esas lastimosas criaturas durante los últimos días, pero al instante decidió que ese cabrón tambaleante en particular era al que más odiaba de todos ellos. El corazón se le encogió como una esponja mientras le contemplaba tropezar lánguidamente en medio de la niebla. Si no lo hubiera visto, quizá le habría sido posible prolongar la ilusión de normalidad durante unos minutos más. Pero eso era todo lo que le quedaba: una ilusión de normalidad que había desaparecido hacía tiempo y que no regresaría nunca. Y allí estaba ella, atrapada en la misma pesadilla desesperante e incomprensible que la pasada noche y la noche anterior y la noche anterior a ésa... Empezó a llorar y se secó los ojos con rabia. Se sentía hueca y vacía, tan fría y muerta como el cuerpo en la distancia.
—¿Va todo bien? —le preguntó de repente una voz a su espalda desde la oscuridad.
Sobresaltada, Emma ahogó un grito y se volvió con rapidez. Michael estaba de pie ante ella, con los ojos, habitualmente brillantes, aún cargados de sueño, y el cabello aplastado y revuelto.
—Estoy bien —respondió Emma con el corazón saltándole en el pecho.
—¿Te he asustado? Lo siento, he intentado hacer tanto ruido como he podido al levantarme, pero tenía la cabeza en otra parte...
Emma asintió. No importaba. Le podría haber gritado, y ella no se habría enterado. Emma se volvió de nuevo hacia la ventana y siguió vigilando la niebla en el horizonte, esperando desesperadamente ser capaz de captar más movimientos. Dios, esperaba que viesen algo más esa mañana. Pero no otro de esos repugnantes cuerpos; quería ver a alguien moviéndose con alguna razón, propósito y dirección, como ella. Quería encontrar a alguien más que estuviera realmente vivo.
—¿Hay algo ahí fuera? —preguntó Michael.
—Nada. No queda nadie más que nosotros.
Pasaron horas antes de que Michael, Carl y Emma parasen y se sentasen juntos en la misma habitación. En la cocina, Carl y Emma se hallaban sentados en silencio alrededor de una mesa redonda de pino mientras Michael trataba de preparar algo para desayunar. Lo único que tenían eran los magros restos que habían traído consigo y unos pocos comestibles que habían encontrado en la casa.
La atmósfera era densa y deprimente. Michael se sentía apagado, quizá incluso más apagado de lo que había estado durante los últimos días, y estaba intentando comprender por qué se sentía así. Había esperado sentirse más positivo esa mañana. Al fin y al cabo, los tres habían dado con un lugar en el que se podían refugiar con seguridad durante un tiempo; un sitio que ofrecía aislamiento y protección, y que además era bastante cómodo y espacioso. Miró hacia afuera a través de la amplia ventana de la cocina, y decidió que debía de ser la ligera euforia que habían sentido la noche anterior lo que hacía que la fría realidad de esa mañana fuera tan dura de aceptar.
Las alubias cocidas que había estado calentando habían empezado a pegarse a la sartén.
—¿Se está quemando algo? —preguntó Carl.
Michael gruñó, removió las alubias y empezó a despegarlas con una cuchara de madera. No le gustaba cocinar. Estaba preparando la comida esa mañana por la misma razón que había sido el primero en cocinar en el centro comunitario de Northwich. No tenía espíritu comunitario ni un verdadero deseo de complacer a los demás; cocinar era una distracción. Rescatar las alubias que se estaban quemando le permitía, de alguna manera, dejar de pensar en el mundo exterior y en todo lo que había perdido durante unos preciosos segundos.