Carl no le estaba escuchando. Pateaba una y otra vez al cadáver cubierto de barro, alejándolo de él.
—Carl —chilló Emma—. ¡Carl, vamos!
Emma le veía claramente en el rostro el odio y la frustración que lo impulsaban a seguir atacando. Carl la miró durante una fracción de segundo antes de devolver toda su atención al cadáver medio putrefacto que tenía a sus pies. Le escupió en el vacío rostro antes de propinarle otra lluvia de patadas. Ajeno a la brutal paliza que estaba recibiendo, cada vez que Carl lo derribaba, la criatura intentaba levantarse de nuevo. Estupefacto, Carl dio un paso atrás sin aliento.
—¡Mirad esto! —gritó, señalando la patética monstruosidad que se sacudía en el barro. Un brazo se le había quebrado y le colgaba inútil a un lado, pero el hombre seguía moviéndose sin parar—. ¡Queréis mirar a esta cosa! ¡Ni siquiera sabe que le están zurrando!
Emma pudo oír la desesperación en su voz. Parecía estar al borde de las lágrimas, pero ella no sabía si eran lágrimas de dolor, de furia, de miedo o de pena.
—¡Vamos! —volvió a chillar Michael—. No pierdas el tiempo. Volvamos a...
Se calló al darse cuenta de que había otro cuerpo en el campo que se movía lentamente hacia ellos. Emma se le agarró al brazo.
—¡Mira!
—Ya lo veo. ¿Qué demonios está pasando?
El segundo individuo se tambaleaba hacia los supervivientes con la misma lentitud letárgica que el primero.
—Viene otro, Carl —avisó Michael, mientras intentaba con todas sus fuerzas controlar el pánico creciente.
—¡Y otro!
Emma había descubierto a una tercera criatura arrastrándose por el campo hacia ellos. Michael la cogió de la mano y medio la condujo, medio la arrastró hacia la casa.
—Sigue andando —le dijo a Emma—. Sigue moviendo los malditos pies y no te pares hasta que estés dentro de la casa.
Mientras los ojos se le llenaban de lágrimas de miedo, Emma dio un par de pasos vacilantes y luego se paró para mirar atrás. Echó una última mirada a los cuerpos que se acercaban, se volvió y corrió con todas sus fuerzas hacia la granja.
—¡Carl! —gritó Michael—. Nos vamos. Contrólate...
Carl levantó la mirada y vio a los otros dos cadáveres que se aproximaban. En un último y desafiante estallido de rabia y frustración pateó en la cabeza una vez más al cuerpo que aún se revolvía en el suelo. Le acertó directamente en la cara y notó cómo los huesos se astillaban y se rompían bajo la fuerza de su bota. Una sangre de color carmesí oscuro y semicoagulada manó del agujero donde habían estado la nariz y la boca, y finalmente la criatura se quedó quieta. Carl se dio la vuelta y salió corriendo detrás de los otros dos, y casi perdió el equilibrio en el barro cuando un cuarto cuerpo desastrado se acercó a él salido de la nada.
Cuando los tres consiguieron llegar a la casa, el primer cuerpo, destrozado y cubierto de sangre, había conseguido sostenerse sobre sus inestables pies. Se volvió torpemente y siguió a los otros once cadáveres que convergían sobre la aislada granja.
—¿Qué demonios está pasando?
Michael cerró la puerta de un golpe y echó la llave. Emma se dejó caer contra la pared y se fue deslizando hasta el pie de la escalera y puso la cabeza con las manos, aún jadeando.
—Dios sabrá.
Carl empujó a un lado a Michael y miró a través de la pequeña ventana de vidrio de la puerta principal.
—Mierda, hay un montón ahí fuera, un maldito montón de esas cosas. Desde aquí puedo ver al menos diez.
Carl parecía estar cargado de adrenalina, dispuesto para la lucha.
—Tómatelo con calma, colega. Cálmate... —Tendríamos que salir y deshacernos de ellos. —Deberíamos quedarnos aquí y esperar a que se vayan —replicó Michael con rapidez.
—Pero...
—Pero nada. Quédate aquí.
Miró ansioso a Carl. Durante un segundo pareció que éste iba a salir. Se quedó junto a la puerta, pero no lo hizo. Aliviado, Michael se sentó en la escalera cerca de Emma.
—Han cambiado —comentó ésta con la cabeza aún baja—. No sé lo que ha ocurrido o por qué, pero han cambiado.
—Lo sé. Lo vi anoche mientras tú y Carl dormíais. Emma levantó la mirada.
—¿Qué ocurrió? ¿Qué viste?
—Salí a apagar el generador y había cuatro de ellos merodeando alrededor del cobertizo.
—No has dicho nada...
—No pensé que tuviera importancia, hasta ahora. En cualquier caso, en cuanto lo apagué, desaparecieron.
—No creo que vayan a acercarse más —comentó Carl, con la cara aún pegada al vidrio y sin prestar atención a su conversación—. Parece como si empezaran a irse.
—¿En qué dirección? —preguntó Michael.
—No estoy seguro. Hacia la parte trasera de la casa, creo.
—¿Hacia el generador?
—Pudiera ser.
—Entonces es eso, ¿no os parece? —intervino Emma.
—¿Es qué?
—El ruido, debe de ser eso. Están empezando a recuperar los sentidos.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora? —preguntó Michael.
—No lo sé. ¿Recuerdas cómo se levantaron de repente y empezaron a moverse por ahí?
—Sí...
—Pues esto debe de ser lo mismo.
—¿De qué demonios estás hablando? —interrumpió Carl, prescindiendo finalmente de lo que estaba ocurriendo en el exterior.
—Quizá no estaban tan mal como pensamos al principio.
—Por Dios —rió Carl, que no podía creer lo que estaba oyendo—. No podían estar mucho peor, ¿o no? ¡Están muertos, por el amor de Dios!
—Lo sé, pero quizás una pequeña parte en su interior haya sobrevivido. Las únicas reacciones que hemos visto hasta ahora han sido básicas e instintivas. Me enseñaron que hay un bulto de gelatina justo en el centro del cerebro que puede ser el responsable de los instintos. Quizá sea esa parte la que ha sobrevivido.
—Pero anoche no me atacaron, ¿no? —le recordó Michael—. Pasé justo al lado de esos cabrones y...
—Quizá anoche sólo acababan de empezar a responder. Esto es algo gradual. Por lo que me has dicho parece posible que sólo lleven así unas pocas horas.
—Eso es una gilipollez —intervino Carl enfadado.
—Lo sé —admitió Emma—, pero si tienes una explicación mejor, estoy dispuesta a escucharla. Una mañana todo el mundo cae muerto. Unos días después, la mitad de ellos se levanta y empieza a andar por ahí de nuevo. Unos pocos días después empiezan a responder al mundo exterior, y los ojos y oídos empiezan a funcionarles de nuevo. Tienes toda la razón, Carl, es estúpido. Parece una gilipollez...
—Pero está pasando —intervino Michael—. No importa lo ridículo o descabellado que parezca, está ocurriendo ahí fuera.
—Lo sé, pero...
—Pero nada. Estos son los hechos y tenemos que enfrentarnos a ellos. Es tan simple como eso.
La conversación finalizó de repente, y la casa se sumió en un silencio de muerte. La falta de ruido inquietaba a Carl.
—Entonces, ¿por qué te atacó esa cosa? —preguntó; y miró directamente a Michael esperando una respuesta que sabía que el otro no le podía dar.
—Quizá no me atacó. Quizá sólo reaccionó ante mi presencia y se tiró sobre mí...
—Estoy segura de que a lo que primero responden es al sonido —dijo Emma—. Oyen algo y se vuelven hacia allí. Una vez que han visto lo que es, intentan acercarse.
—Eso tiene sentido...
—Nada tiene sentido —murmuró Carl.
Sin hacerle caso, Michael continuó.
—El ruido del generador la pasada noche, los disparos esta mañana...
—Así que lo único que tenemos que hacer es estar callados y que no nos vean —concluyó Emma.
—¿Y cómo demonios vamos a hacer eso? —exigió Carl, repentinamente furioso—. ¿De dónde vamos a sacar un coche silencioso? ¿Qué se supone que vamos a hacer? ¿Salir a buscar comida en unas putas bicicletas? ¿Vistiendo putas chaquetas de camuflaje?
—Cállate —intervino Michael, con voz tranquila y firme—. Tienes que intentar vivir con esto, Carl.
—No me des lecciones, cabrón.
—Mirad —comenzó Emma mientras se levantaba con rapidez y se interponía entre los dos hombres—, ¿queréis callaros los dos? Carl, es como dice Michael, no tenemos más alternativa que vivir con esto lo mejor que podamos...
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Carl un poco más calmado, pero la voz aún le temblaba con una mezcla proporcional de rabia impulsada por la adrenalina y miedo.
—Tenemos que conseguir más provisiones —respondió Michael—. Si se están volviendo más conscientes, entonces creo que debemos salir ahora mismo y conseguir tanto material como podamos transportar. Después deberíamos regresar aquí y escondernos durante un tiempo.
—¿Y cuánto va a durar eso? —preguntó Carl, que empezaba a recobrar de nuevo el empuje—. ¿Una semana? ¿Dos semanas? ¿Un mes? ¿Diez putos años...?
—No lo sé. ¿Quieres dejar de ser tan gilipollas y controlarte...?
—¡Callad! —chilló Emma, silenciándolos inmediatamente a los dos—. Por el amor de Dios, si ninguno puede decir nada sin discutir entonces más vale que no digáis nada en absoluto.
—Lo siento —respondió Michael arrepentido; se pasó los dedos por el cabello apelmazado y después se masajeó las sienes.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Emma.
En lugar de seguir tomando parte en una conversación cada vez más difícil, Carl se dio la vuelta y se fue.
—¿Adónde vas? Carl, vuelve. Necesitamos hablar de esto...
A mitad de la escalera, Carl se detuvo y miró a Emma volviendo la cabeza.
—¿Qué queda por hablar? ¿Cuál es el tema?
—El tema es que tenemos que hacer algo ya —respondió Michael—. No sabemos qué será lo siguiente, ¿no? Mañana las cosas pueden ser cien veces peores.
—Tiene razón —asintió Emma—. Tenemos suficientes cosas para que nos duren un par de días, pero necesitamos poder mantenernos durante semanas. Creo que debemos salir ahora y atrincherarnos en el interior cuando regresemos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Carl; se había sentado en el escalón en el que se había parado—. No quiero encerrarme aquí...
—Quizá no tengamos que hacerlo —explicó Michael—. Quizá podríamos intentarlo de otra forma, aislando la granja del exterior.
—¿Y cómo se supone que lo vamos a hacer? —preguntó Emma.
—Construyendo una valla —contestó él.
—Tendrá que ser una valla la hostia de fuerte —añadió Carl.
—Entonces construiremos una valla la hostia de fuerte. Conseguiremos todos los materiales que necesitemos y podremos empezar. Acéptalo, no vamos a encontrar un lugar mejor que éste para estar. Necesitamos protegerlo.
—Necesitamos protegernos a nosotros mismos —lo corrigió Emma.
—Vamos —dijo mientras cogía las llaves de la furgoneta de un gancho que había en la pared junto a la puerta principal.
—¿Ahora? —preguntó Carl.
—Ahora —contestó Michael.
Michael abrió la puerta y fue hacia la furgoneta; sólo se detuvo para recoger la escopeta, que Carl había dejado tirada en el patio delantero de la casa.
Carl conducía mientras Michael y Emma iban sentados detrás. Entregarle las llaves había sido un gesto calculado por parte de Michael. No le había gustado la forma en que había actuado durante la mañana. Estaba seguro de que los tres se encontraban en ese momento al borde del abismo, pero la posición de Carl parecía más precaria que la de los otros dos. Existía un matiz innegable de incertidumbre y miedo en su voz cada vez que hablaba. El razonamiento de Michael era que distrayéndolo y otorgándole un papel definido en el que se pudiera concentrar, su mente estaría ocupada y podrían evitarse temporalmente los problemas.
Condujeron en dirección al pueblo de Byster a una velocidad increíble. Michael le pidió con tacto a Carl que redujera, pero él no quiso. Conducir era ahí mucho más difícil porque, a pesar del silencio, la carretera estaba llena de incontables obstáculos distribuidos al azar: coches accidentados y abandonados, restos incendiados, los escombros de edificios derrumbados y muchos inmóviles cadáveres diseminados. Los que seguían moviéndose añadían más dificultad a lo que antes había sido una labor sencilla. Cuando había conducido Michael, se había dado cuenta de que una presión cada vez más fuerte y nerviosa le había forzado a clavar el pie en el acelerador. Estaba seguro que Carl estaba sintiendo el mismo miedo frío y desagradable.
Antes de llegar al pueblo pasaron al lado de un supermercado de gran superficie, pintado con un color brillante que chocaba totalmente con el verde exuberante de los campos que lo rodeaban. Carl apretó el freno, dio rápidamente la vuelta y condujo hacia el gran edificio. Se trataba de un hallazgo crucial, ya que debía de tener casi todo lo que necesitaban. Y lo importante, si cargaban allí la furgoneta no necesitarían acercarse al centro del pueblo. Eso significaba que podían mantenerse a distancia de los muertos.
—Estupendo. Esto es jodidamente estupendo —comentó Carl en voz baja mientras entraba en el aparcamiento y detenía la furgoneta.
Excepto por dos coches vacíos, otro con tres cuerpos inmóviles en su interior, un cuarto que era una chatarra destrozada y oxidada, y un solo cadáver que se aproximaba tambaleándose hacia ellos por puro azar, parecían estar solos.
—Acércate todo lo que puedas a la puerta principal —le aconsejó Michael, mirando por encima del hombro de Carl—. Tenemos que estar fuera el menor tiempo posible.
La respuesta inmediata de Carl fue actuar sin decir nada. Después de pensar durante un segundo puso la primera y reemprendió la marcha. Se alejó del edificio y paró cuando la puerta de vidrio de la entrada estaba directamente a su espalda.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Emma en voz baja.
—Creo que se va a acercar marcha atrás —contestó Michael—. Un movimiento inteligente. Si yo estuviera conduciendo intentaría llegar hasta casi tocar la puerta para que...
Se calló de repente cuando Carl puso la furgoneta marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. La fuerza del movimiento, súbito e inesperado, lanzó hacia delante a Emma y Michael.
—¡Dios santo! —chilló Michael por encima del ruido del motor y el chirrido de los neumáticos—. ¿Qué demonios estás haciendo?
Carl no contestó. Volvió la cabeza hacia atrás para ver la puerta del supermercado. El motor gimió mientras la furgoneta se lanzaba marcha atrás hacia el edificio. Emma se volvió para mirar, después se agachó con las manos sobre la cabeza y se preparó para el impacto. La furgoneta chocó contra la puerta de vidrio y se detuvo de golpe; el ruido del motor fue reemplazado por el enervante estallido de cristales rotos y el siniestro gruñido de metal contra metal. Michael levantó la mirada y vio que la furgoneta se había detenido con un tercio dentro del edificio y dos tercios fuera. Estaban atrapados en el quicio de la puerta.