Septiembre zombie (20 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Septiembre zombie
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—Pero ¿qué?

—Pero creo que a estas alturas ya habríamos oído algo, ¿no crees?

—No necesariamente.

—Oh, vamos, Michael, se suponía que tú eras el realista. Si hubiera quedado alguien, ya habríamos oído algo. Tú mismo lo dijiste en Northwich la semana pasada.

Al oír el nombre de la ciudad de la que habían huido, Michael empezó a pensar en el grupo de supervivientes que habían dejado atrás en las ruinosas instalaciones del Centro Comunitario Whitchurch. Recordó las caras de Stuart, Ralph, Kate y los demás, y se preguntó qué estarían haciendo. Su miedo irracional hacia los cuerpos del exterior había sido penoso y patético. Probablemente seguirían encerrados dentro del destartalado edificio, aterrorizados, helados y muertos de hambre. Sintió pena por Verónica, la chica que había llegado en busca de ayuda y refugio. Le habría ido mejor quedándose fuera...

—Bueno, ¿y tu familia? —preguntó Emma, distrayéndolo.

—¿Qué pasa con ella?

—¿A quién echas más de menos? ¿Tenías pareja?

Michael respiró hondo, se estiró, bostezó y se pasó los dedos por el pelo.

—Llevaba unos seis meses saliendo con una chica —empezó—, pero no he pensado en ella en absoluto.

—¿Por qué no?

—Rompimos hace unas tres semanas.

—¿La echas de menos?

—Ya no. Tampoco echo de menos a mi mejor amigo, que ella se estaba follando. Hay otras muchas personas a las que encuentro más a faltar.

—¿Como a quién?

—Mi madre. Pensaba en ella la pasada noche cuando estaba en la cama. ¿Sabes cuando estás a punto de quedarte dormido y crees oír una voz o ver una cara o algo por el estilo?

—Sí.

—Bueno, la noche pasada creí oír a mi madre. Ni siquiera te puedo decir lo que se suponía que me estaba diciendo. Sólo la oí durante una fracción de segundo. Era como si estuviera tendida a mi lado.

—Ésa era yo —sonrió Emma, intentando desesperadamente alegrar una conversación, que se estaba volviendo cada vez más taciturna.

Michael consiguió esbozar una media sonrisa antes de seguir con la bebida.

La conversación en la cocina siguió mientras duró el vino. Con el paso de las horas la charla se volvió menos seria y centrada, y más trivial y superficial, hasta el punto que, a las primeras horas de la madrugada del martes, sobre todo hablaban de cosas insignificantes e inocuas. Emma y Michael se enteraron de sus fortalezas, debilidades, aficiones, intereses, fobias y también de sus aspiraciones y ambiciones ahora inútiles. Hablaron sobre sus libros, películas, canciones, programas de televisión, cantantes, actores, comidas, políticos, autores y humoristas favoritos. Se explicaron otros aspectos de sus vidas: sus creencias religiosas, sus puntos de vista políticos y sus posturas morales.

Finalmente, poco antes de las tres de la madrugada subieron al dormitorio que compartían inocentemente.

29

Durante los días que siguieron, Carl pasó muchas horas encerrado en su dormitorio de la buhardilla. Había subido la radio desde la oficina y, cuando funcionaba el generador, cambiaba constantemente el dial, escuchando sin descanso la estática, esperando oír una voz o que alguien lo oyese a él. No tenía demasiado sentido hacer nada más. ¿Qué se suponía que debía hacer? Claro que podía hablar con Michael y con Emma, pero ¿para qué molestarse? Todas las conversaciones que había mantenido con cualquiera de ellos, sin importar cómo empezasen, terminaban con algo que le recordaba todo lo que había perdido. Si estaba condenado a pasar el resto de su tiempo sufriendo por sus recuerdos, prefería hacerlo solo.

En cualquier caso, se dijo a sí mismo, tenía que seguir intentándolo con la radio, porque ahí fuera había alguien. Los había oído cuando Emma estaba en la habitación con él, la última noche o la noche anterior. Incluso podría haber sido la noche anterior a ésa. Ella no lo había oído, pero Emma siempre estaba más ocupada hablando que escuchando. Lo sacaba de quicio; una vez había estado seguro que oía una voz, y ella había hablado encima. Para cuando consiguió silenciar su estúpida conversación, la voz se había ido, perdida de nuevo en la estática y el ruido de fondo.

El dormitorio de Carl era amplio y espacioso, ya que ocupaba prácticamente toda la anchura de la gran casa. Estaba bien aislado y era relativamente cálido y cómodo. Y lo más importante, como era la única habitación en la buhardilla también era solitaria. Nadie tenía que subir la escalera excepto para verle a él.

Y como nadie necesitaba verle, nadie subía. Eso era lo que más le gustaba.

Aunque era cursi y anticuado, el dormitorio había estado en uso. Cuando llegaron, Carl pensó que lo debían de haber utilizado la última vez como alojamiento temporal para algún nieto de visita, al que quizá hubieran enviado al campo para pasar en la granja los últimos días de las vacaciones estivales. Había pocos muebles: una cama individual, un armario doble vacío, una cómoda, dos sillas de madera, una librería y un cómodo sofá desvencijado. Encima del armario, Carl había encontrado una caja con juguetes, libros viejos y un par de prismáticos que, después de limpiar las lentes, había utilizado para observar cómo el mundo al otro lado de la ventana se pudría lentamente.

Era media tarde, y oía a Emma y Michael trabajando en el patio. No se sentía en absoluto culpable por no estar fuera con ellos, porque no encontraba ningún sentido a nada de lo que hacían. Ahí arriba el tiempo se arrastraba, pero ¿qué se podía hacer? Nada parecía valer el riesgo o el esfuerzo que, inevitablemente, iba a representar.

Carl ya ni siquiera estaba seguro de qué día era. Se sentó junto a la ventana e intentó calcular si era viernes, sábado o domingo. Cuando la vida era «normal», y él trabajaba, cada día era diferente y tenía un aire propio; la semana empezaba con el purgatorio que era el lunes por la mañana y mejoraba lentamente hasta llegar al viernes por la noche y al fin de semana que lo seguía. Nada de eso servía ya. Cada nuevo día era idéntico al anterior. El día antes había sido tan frustrante, aburrido, gris e inútil como lo sería seguramente el día siguiente.

Ese día, fuese el que fuese, había sido cálido y claro para la época del año. Sentado en una de las sillas de madera, con los prismáticos en los ojos, había podido ver a kilómetros de distancia sobre los campos ondulantes. Prefería mirar hacia lo lejos, porque con frecuencia había cuerpos cerca de la casa. Los mantenían a raya con la barrera, pero aun así seguían viniendo. Era el generador lo que los atraía, por supuesto, cualquier tonto lo hubiera visto. No se molestó en decir a los demás cuántos eran. ¿Qué podrían haber hecho? Ya sólo encendían el generador durante unas pocas horas por las noches, cuando estaba oscuro. El silencio del resto del día y de la noche era lo suficientemente largo como para que la mayoría de los cadáveres se distrajese y desapareciera de nuevo. La mayoría de ellos se había marchado al despuntar el día.

Ese día el mundo era tan claro, tranquilo y libre de distracciones que, incluso desde su cuarto, podía distinguir los detalles de una gran torre lejana y la aguja del campanario de una iglesia muy distante. Cuando el sol empezó a esconderse lentamente tras el horizonte, Carl contempló cómo los colores se difuminaban en la aguja del campanario, y ésta se convertía en una silueta de tinta oscura recortada contra los púrpuras y azules claros del cielo de última hora de la tarde. Resultaba curioso, pensó, que todo pareciese tan tranquilo y en paz. Pero bajo esa apariencia, en el mundo sólo reinaba la muerte, la desolación y la destrucción. Incluso los prados más verdes y puros, aparentemente intactos, eran campo de cultivo donde fermentaba la enfermedad y la devastación.

A corta distancia de la iglesia, Carl podía ver la línea recta de una carretera bordeada a ambos lados de casitas estrechas y tiendas. La quietud del paisaje se vio alterada por un perro escuálido, que entró repentinamente en el campo de visión de Carl. La nerviosa criatura redujo el paso, se arrastró sin aliento a lo largo de la carretera, con el morro, la cola y el pecho bajos, y olisqueó los cuerpos y los montones de basura, sin duda en busca de comida. Mientras Carl lo miraba, el perro se detuvo. Levantó el morro y olisqueó el aire rancio. Torcía la cabeza con lentitud, sin duda siguiendo un movimiento que quedaba fuera de la vista, y después empezó a alejarse de algo que estaba entre las sombras. El perro empezó a ladrar con furia. Carl no podía oírlo, pero por la postura defensiva del cuerpo y los movimientos bruscos y furiosos de la cabeza deducía que el perro estaba en peligro. A los pocos segundos del primer ladrido, el perro había atraído la atención de una gran multitud de cuerpos. Rodearon a la indefensa criatura, que desapareció de la vista, engullida por la horda. Incluso después de todo lo que había visto, la destrucción, la carnicería y la pérdida de miles de vidas, la suerte del animal le impresionó. Los cadáveres se estaban volviendo más despiertos y más mortíferos con cada día que pasaba. Nada ni nadie estaba seguro.

No podía comprender por qué Michael y Emma se molestaban en esforzarse tanto para sobrevivir. Las probabilidades estaban en su contra. ¿Qué sentido tenía trabajar tan duro para labrarse una existencia futura cuando la inutilidad de la tarea era evidente? No quedaba nada. Todo era historia. Entonces, ¿por qué no aceptarlo y ver la realidad de la situación, tal como la veía él? ¿Por qué seguir haciendo tanto ruido para nada?

Carl sabía que no iba a haber una salvación o una escapatoria de este mundo vil y torturado, y todo lo que él quería hacer era parar y desconectar. Quería poder bajar la guardia durante un rato y no tener que mirar constantemente hacia atrás. No quería pasar el resto de su vida corriendo, escondiéndose y luchando.

* * *

Fuera, en la zona cercada delante de la casa, Michael estaba trabajando en la furgoneta. Había revisado los neumáticos, el aceite, el nivel del agua y prácticamente cualquier otra cosa que se pudiera revisar. La furgoneta era su salvavidas, sin ella serían como náufragos. Sin ella estarían atrapados en Penn Farm, incapaces de conseguir provisiones, algo que sabía que tendrían que hacer en algún momento del futuro cercano, e incapaces de huir si ocurriera algo que comprometiese la seguridad de su hogar. Porque habían llegado a pensar en esa casa como en su hogar. En un mundo lleno de triste desorientación, dentro de las paredes seguras y sólidas de la granja habían encontrado un poco de estabilidad.

—La próxima vez que salgamos tendríamos que conseguir una de éstas —comentó Michael mientras pasaba la mano por la carrocería arañada y abollada. Lo había dicho como si pudieran ir a la tienda en cualquier momento. Su tono se contradecía con la triste realidad de su situación.

—Tienes razón —asintió Emma, que estaba sentada en los escalones de piedra que conducía a la puerta principal. Llevaba allí sentada desde hacía una hora y media, contemplando trabajar a Michael.

—Quizá deberíamos buscar algo menos fino —prosiguió Michael—. Este trasto ha ido bien, pero si lo piensas, necesitamos algo que nos pueda sacar de cualquier situación. Si estamos en algún sitio y las carreteras se bloquean, es posible que tengamos que buscar otra salida. Puede que acabemos yendo a través de los campos o...

—No nos veo saliendo mucho de aquí. Sólo para conseguir más comida o...

—Pero nunca se sabe, ¿no te parece? Maldita sea, puede ocurrir cualquier cosa. Lo único de lo que podemos estar seguros es de que ya no podemos estar seguros de nada.

Emma se levantó y se estiró.

—Eres un listillo.

—Pero sé a qué te refieres —prosiguió Michael mientras recogía las herramientas y empezaba a guardarlas—. Aquí tenemos todo lo que necesitamos.

Emma miró hacia el otro lado del patio y por encima de la barrera, hacia los campos por los que avanzaba rápidamente la oscuridad.

—Está oscureciendo. Mejor que volvamos adentro.

—Creo que ya da bastante igual —contestó Michael en voz baja, mientras subía los escalones y se sentaba a su lado—. No importa lo oscuro que esté, esas cosas de ahí fuera no paran. Es posible que incluso estemos más seguros aquí fuera por la noche. Al menos, no nos pueden ver cuando está oscuro.

—Pero nos pueden oír. Incluso es posible que nos puedan oler.

—No importa —repitió, mirándola a la cara—, no nos pueden coger.

Emma asintió y entró. Michael la siguió.

—Carl está dentro, ¿verdad? —preguntó mientras cerraba la puerta y giraba la llave.

Emma le miró sorprendida.

—Por supuesto que está dentro. No ha salido de su habitación desde hace días. ¿Dónde quieres que esté?

Michael se encogió de hombros.

—No lo sé. Podría haber ido detrás. Voy a comprobarlo.

Ella negó con la cabeza y se apoyó contra la pared. La casa estaba a oscuras.

—Créeme —dijo con una voz baja y cansada—, está dentro. Antes he mirado hacia su ventana y lo he visto. Estaba asomado con esos malditos prismáticos. Sólo Dios sabe lo que mira con tanto interés.

—¿Crees que está bien?

Emma suspiró ante la tonta pregunta de Michael, pero no se molestó en contestar.

—Lo superará —comentó Michael optimista—. Dale tiempo y conseguirá salir adelante.

—¿Estás seguro?

Él se lo pensó durante un momento.

—Sí, ¿tú no?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Realmente lo está pasando muy mal, de eso estoy segura.

—Todos lo pasamos mal.

—Lo sé. Maldita sea, hemos tenido esta conversación mil veces. Pero él ha perdido más que nosotros. Tú y yo vivíamos solos. Él compartía cada segundo de cada día con su mujer y su hija.

—Lo sé, lo comprendo, pero...

—No estoy segura de que lo comprendas. Y yo tampoco estoy segura de entender la dimensión de su dolor. No creo que lo consiga nunca.

Michael estaba empezando a molestarse y no sabía bien por qué. De acuerdo, Carl estaba mal, pero ni las esperanzas, ni los rezos ni las lágrimas les iban a devolver lo que habían perdido. Por duro que sonara, sabía que los tres sólo podrían sobrevivir si miraban hacia delante y olvidaban a todos lo que se habían ido y todo lo que habían perdido, sin importar lo doloroso que fuera.

Contempló a Emma mientras ésta se quitaba el abrigo, lo colgaba del respaldo de una silla, cogía una bebida de la cocina y subía la escalera.

Solo en la oscuridad, Michael se quedó escuchando los sonidos de la vieja casa, que no dejaba de crujir. Había empezado a soplar un fuerte viento, y había oído las primeras gotas de lluvia golpeando las ventanas. Salió a apagar el generador, pensando aún en Carl mientras atravesaba la casa. No se trataba sólo de Carl, decidió. El bienestar de cada uno de ellos era de capital importancia para todos. La vida se estaba volviendo cada vez más peligrosa, y no podrían correr ningún riesgo. Para sobrevivir todos tenían que ser fuertes y remar en la misma dirección.

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