Tendría que espabilar a Carl. En ese momento era su eslabón débil, su talón de Aquiles, y su debilidad los dejaba peligrosamente expuestos.
El viento y la lluvia arreciaron con rapidez y se convirtieron en otra tormenta ensordecedora. Hacia las diez y media, la granja se vio azotada por una furiosa tempestad, que se abrió paso entre los árboles, y sacudió y zarandeó algunas secciones de la barrera que con tanta urgencia habían construido alrededor del edificio. Avalanchas constantes de lluvia torrencial se desplomaban desde las oscuras nubes que rodaban en lo alto, y transformaron el tranquilo arroyo junto a la casa en un violento torrente de aguas blancas.
Relativamente relajados y protegidos de las condiciones exteriores, Michael, Emma y Carl se hallaban sentados en la sala de estar, mirando juntos una película frente al calor de la chimenea. Michael se aburrió rápidamente de la cinta, una película de artes marciales mal rodada que habían visto varias veces desde que la cogieron en el supermercado en Byster, pero aun así estaba contento de estar sentado ahí dentro. Mientras que lo que quedaba de la población sufría en el exterior, él estaba caliente, seco y bien alimentado. Incluso Carl había caído en la tentación de bajar de la buhardilla durante un rato. La velada juntos les había proporcionado un necesario respiro de la presión alternada con el aburrimiento en que se había convertido su vida.
A Emma le costaba ver la película. No sólo porque era una de las peores cintas que había tenido la desgracia de ver, sino porque la hacía recordar. No se podía identificar con nada de ella, tanto los personajes como su acento, las localizaciones, la trama y la música, le resultaban totalmente ajenos, pero aun así todo le parecía familiar y seguro. Durante la escena de una frenética persecución en coche a través de las abarrotadas calles de Hong Kong, en lugar de mirar la violencia coreografiada del primer plano, se dedicó a contemplar a la gente que iba a lo suyo en el fondo de la imagen. Los miró con cierto grado de envidia. Qué sorprendente e inesperado resultaba ver una ciudad limpia y a personas moviéndose con un propósito, relacionándose los unos con los otros. Emma también sentía una fría incomodidad en la boca del estómago. Miró directamente a la cara de cada uno de los actores y los extras, y se preguntó qué les habría ocurrido en los años que habían pasado desde el rodaje de la película. Vio a centenares de personas diferentes, cada una de ellas con una identidad, una familia y una vida propia y única, y supo que prácticamente todos ellos estarían muertos.
El final de la película se acercaba con rapidez, y era inminente la gran batalla entre el héroe y el villano. Los cineastas no habían sido nada sutiles en sus técnicas para captar la atención. El protagonista se había abierto camino luchando hasta un gran almacén y ahora estaba solo. La luz era escasa y preparaba el ambiente, y la banda sonora estaba iniciando el predecible
crescendo.
Entonces la música paró de repente, y mientras el héroe esperaba la aparición de su oponente, la película se quedó muda.
Emma saltó de su asiento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michael, preocupado de inmediato.
Ella no contestó. Se quedó parada en medio de la sala con una muesca de concentración en el rostro.
—¿Emma...?
—Shhh... —susurró.
Desinteresado y sin prestarle atención, Carl ladeó la cabeza hacia la derecha para poder ver por detrás de Emma, que estaba delante del televisor.
Emma parecía asustada. Michael estaba preocupado.
—¿Qué ocurre? —preguntó de nuevo.
—He oído algo... —contestó ella en voz baja.
—Probablemente sólo era la película —replicó Michael, intentando desesperadamente reducir la tensión. Tenía la boca seca. Se había puesto nervioso. Emma no era de las que se preocupaban por nada.
—No. He oído algo en el exterior, estoy segura.
La banda sonora de la película volvió a la vida, dándole un susto. Con el corazón en la boca, alargó la mano y apagó el televisor.
—Lo estaba viendo —protestó Carl.
—Por el amor de Dios, cállate —le gritó.
Ahí estaba de nuevo. Un ruido definido y nítido que procedía del exterior. No era el viento y no era la lluvia, y ella no se lo estaba imaginando. Michael también lo oyó. Sin decir palabra, Emma corrió desde la sala a la cocina. Rodeó la mesa y las sillas para llegar a la ventana, y estiró el cuello para mirar hacia el exterior.
—¿Ves algo? —preguntó Michael, que estaba justo detrás de ella.
—Nada —contestó ella mientras se daba la vuelta y salía de la cocina en dirección a la escalera. Se detuvo a medio subir y volvió la cara hacia él—. Escucha —susurró, llevándose un dedo a los labios—. Ahí, ¿lo oyes?
Michael aguantó la respiración y escuchó con atención. Durante un instante lo único que oyó fue el viento, la lluvia y el ronroneo mecánico, constante y rítmico del generador. Entonces, sólo durante una fracción de segundo, pudo captar un ruido nuevo. Sus oídos se centraron en la frecuencia del sonido y de alguna manera éste pareció aumentar de volumen y destacar sobre todo lo demás. Al concentrarse en él, el ruido se alejó, se apagó y cambió. En su lugar surgió primero el sonido de algo que golpeaba contra la puerta de madera que cerraba el puente, después otro ruido menos claro, seguido de más traqueteos y más golpes. Sin decir palabra, Michael corrió hacia Emma, pasó a su lado y se metió en su dormitorio. Ella lo siguió. Cuando Emma entró en la habitación, Michael ya se encontraba en el extremo más alejado, mirando por la ventana sin poder creer lo que veía.
—Maldita sea —masculló mientras miraba hacia abajo—. Mira esto...
Inquieta, Emma miró por encima del hombro de Michael. Aunque en el exterior todo estaba a oscuras y la lluvia torrencial emborronaba la visión a través de los cristales, pudo distinguir claramente movimiento al otro lado de la barrera. Cubriendo todo el perímetro de la barricada había una gran multitud de cuerpos. Con frecuencia habían rondado por allí pequeños grupos, pero nunca en esa cantidad. Nunca los habían visto formando una muchedumbre tan vasta e inesperada.
—Los hay a cientos —susurró Michael, con voz ronca de miedo—, putos centenares.
—¿Por qué? —preguntó Emma.
—El generador —suspiró Michael—. Deben de haber oído el generador incluso por encima de la tormenta.
—¡Dios santo!
—Y la luz —prosiguió—, esta noche hemos encendido las luces. También las deben de haber visto. Y salía humo de la chimenea...
Emma movió la cabeza y siguió mirando hacia la muchedumbre putrefacta que se apiñaba alrededor de la granja.
—¿Por qué esta noche? —preguntó—. Hemos tenido en funcionamiento el generador la mayoría de las noches...
—Quizá estén empezando a pensar de nuevo.
—¡¿Qué?!
—Quizá ahora saben que estamos aquí. Es posible que no sea sólo el ruido lo que les haya traído hasta aquí...
—Pero, ¿por qué tantos?
—Piénsalo —contestó Michael—. El mundo está muerto. Está en silencio y, por las noches, a oscuras. Supongo que sólo hizo falta que un par de ellos nos viera u oyera. Los primeros que empezaron a venir hacia la casa debieron de atraer a los siguientes, y éstos a los siguientes y éstos...
—Entonces, ¿adónde quieres llegar?
Michael se encogió de hombros, pero no contestó. Mientras contemplaban las hordas de cadáveres, una de las criaturas que se encontraban sobre el puente de piedra levantó los escuálidos brazos y empezó a golpear la puerta de madera.
—¿Qué está pasando? —preguntó Carl, que finalmente se había decidido a subir.
—Cuerpos —contestó Michael en voz baja—. Putos montones de cuerpos.
Carl se acercó y miró más allá del patio.
—¿Qué quieren?
—Dios sabe —maldijo Michael.
Se quedó mirando la multitud tumultuosa con una fascinación morbosa. Emma le agarró del brazo y lo apartó de la ventana.
—No podrán pasar, ¿verdad? —preguntó en voz baja. Michael quería tranquilizarla, pero no podía mentirle, así que no dijo nada—. En realidad no tienen fuerza, ¿verdad? —insistió Emma, intentando convencerse a sí misma de que aún estaban en la casa.
—Uno solo no es nada —contestó Michael—, pero son cientos. No tengo ni idea de lo que son capaces en esa cantidad.
Emma tembló de miedo. Su temor se convirtió al instante en un terror glacial cuando apareció la luna a través de un claro momentáneo en la espesa capa de nubes e iluminó más parte del mundo que los rodeaba. Cuerpos desesperados se tambaleaban atravesando los campos y el bosque que rodeaban la granja, todos ellos convergiendo hacia la casa.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Emma, mientras contemplaba cómo una parte de la multitud que se encontraba a lo largo del arroyo convertido en río avanzaba hacia delante. Muchas de las criaturas, que ya caminaban con dificultad en el barro resbaladizo, cayeron y fueron arrastradas por las turbulentas aguas.
Michael miró hacia las nubes, intentando aclararse la cabeza y olvidar cualquier distracción para poder pensar con claridad.
Entonces, sin previo aviso, salió corriendo del dormitorio, bajó las escaleras y atravesó como un rayo el vestíbulo hacia la puerta trasera. Respirando hondo, abrió la puerta y corrió hasta el cobertizo que albergaba el generador. La tormenta era feroz, y quedó empapado en segundos. Sin pensar en el frío ni en el fuerte viento, abrió la puerta de madera y giró el interruptor que detenía la máquina; de un solo movimiento cesó el constante rumor y la granja se sumió en la más completa oscuridad.
Emma contuvo la respiración cuando desapareció la luz. La oscuridad explicaba la súbita desaparición de Michael, y corrió hasta el descansillo para asegurarse que había vuelto al interior sin ningún percance. Se sintió aliviada cuando oyó que se cerraba de golpe la puerta trasera y giraban la llave.
—¿Estás bien? —preguntó mientras Michael subía sin aliento hasta donde ella lo estaba esperando.
Él asintió y se aclaró la garganta.
—Estoy bien.
Se hallaban en lo alto de la escalera, abrazándose con fuerza. Excepto por el rugido apagado del viento y la lluvia del exterior, la casa estaba en silencio. La ausencia de cualquier otro sonido era extraña y desconcertante. Michael tomó la mano de Emma y la condujo de vuelta al dormitorio.
—¿Qué demonios vamos a hacer? —susurró Emma. Se sentó en el borde de la cama mientras miraba por la ventana y contemplaba a los muertos.
—Antes de hacer nada deberíamos esperar y ver si desaparecen. Ahora ya no hay luz ni ruido que los pueda atraer. Si esperamos el tiempo suficiente, es posible que se vayan.
—Pero ¿qué vamos a hacer? —preguntó Emma de nuevo—. No podemos vivir sin luz. Dios santo, está llegando el invierno. Necesitaremos fuego y luz y...
Michael no contestó. En su lugar siguió mirando fijamente hacia la multitud de cadáveres en descomposición. Contempló los cuerpos en la distancia, que se seguían acercando a la casa, y rezó para que perdieran interés y se alejaran. Emma tenía razón.
¿Qué vida tendrían escondidos en una casa a oscuras, sin luz, calor y otras comodidades? Pero ¿cuál era la alternativa? En esta noche fría y desolada no parecía que hubiera ninguna.
En el piso de arriba, Carl está de pie con los prismáticos frente a la ventana de su dormitorio, observando con temor, inquietud y un odio creciente la muchedumbre que pululaba más allá de la barricada.
Finalmente, Emma consiguió quedarse dormida poco después de las dos de la madrugada, pero ya estaba otra vez despierta a las cuatro. Se incorporó sobresaltada y se quedó sentada en la cama. El aire era helado, y la respiración se le condensaba en frías nubes alrededor de la boca y la nariz.
Michael y ella habían compartido la misma habitación desde que llegaron a la granja. No había nada siniestro o inadecuado en su presencia allí; él seguía durmiendo en el suelo, en el hueco entre la cama y la pared exterior, y discretamente apartaba la mirada o abandonaba el cuarto siempre que ella se vestía o desvestía. Tampoco habían hablado nunca de ese acuerdo tan poco corriente para dormir. Los dos seguían agradeciendo en silencio el consuelo y la seguridad de tener cerca a otra persona viva. Esta mañana era diferente. Era la primera vez que Michael no había estado allí cuando había mirado. A menudo se había levantado antes que ella, pero hasta esta mañana, ella siempre había sido consciente de que había dormido allí.
Instintivamente se inclinó hacia la derecha, que era con frecuencia lo primero que hacía, y como le resultaba difícil enfocar los ojos en la penumbra, alargó el brazo con la esperanza de tocar el bulto tranquilizador de su amigo dormido. Esa mañana, sin embargo, sus ojos cansados no la habían engañado; donde esperaba encontrar a Michael sólo halló su saco de dormir arrugado. Sabía que había estado allí cuando ella se había ido a la cama, porque podía recordar claramente que lo había oído resoplar y roncar cuando se había quedado dormido a su lado. Se inclinó un poco más, cogió el saco de dormir vacío y se lo acercó a la cara. Olía a Michael y aún seguía caliente por el calor de su cuerpo.
No era necesario dejarse llevar por el pánico, pensó.
Si hubiera sido más tarde, no se habría preocupado, pero sólo eran las cuatro de la madrugada y aún estaba oscuro. ¿Quizá no podía dormir? Tal vez sólo se había ido a otra habitación porque estaba inquieto y no quería despertarla. Sin importar la razón, Emma se levantó y se puso un par de tejanos y un espeso albornoz de toalla, que había dejado plegado sobre el respaldo de una silla junto a la cama. Atravesó de puntillas la oscura habitación con los brazos extendidos. Las tablas barnizadas del suelo se notaban frías bajo sus pies desnudos, y estaba temblando cuando alargó la mano para abrir la puerta.
Las gruesas cortinas corridas sobre las ventanas del dormitorio habían bloqueado la poca luz de la noche, pero el rellano estaba bastante más iluminado. Emma miró hacia arriba del corto tramo de escalera que conducía hacia la habitación de la buhardilla de Carl y vio que la puerta estaba abierta. Extraño, pensó. Con Carl convirtiéndose cada vez más en un recluso, se había acostumbrado a no verlo ni oírlo antes de mediodía. Al parecer, lo último que parecía desear Carl era cualquier contacto con Michael o con ella, en especial a esas horas de la mañana.
Emma atravesó el rellano hasta el borde de la escalera y miró hacia el vestíbulo.