Afortunadamente casi no había cadáveres por los alrededores. Carl saltó de la moto y la empujó hacia su casa al final de una corta calle sin salida. Le rompió el corazón ver de nuevo su hogar. Se sentía extrañamente culpable, incluso avergonzado, de haber abandonado la casa y huido con Michael y Emma. Una parte de él quería darse la vuelta y salir corriendo de nuevo, pero no podía, tenía que ver otra vez a Sarah y a Gemma, y saber que estaban bien. Pero ¿y si no estaban allí? ¿Y si entraba y descubría que sus cuerpos habían desaparecido? Pensar en los restos de su hijita, sola avanzando tambaleante por las calles desoladas, era absolutamente insoportable.
Carl dejó la moto al final del camino de entrada y fue andando hasta la puerta principal. Había correo sobre la alfombrilla de la puerta, con la marca de una huella de la última vez que él había estado allí, e instintivamente lo recogió y lo abrió. Una factura del gas y el último aviso de pago de la compañía de su tarjeta de crédito. Incluso comprobó cuánto debía antes de darse cuenta que la acción no tenía ningún sentido. Sacó las llaves, que aún llevaba en el bolsillo y, con las manos temblorosas, abrió la puerta y entró.
La casa estaba como la había dejado. Todo se encontraba donde debía estar. Los zapatos de Gemma, junto a la puerta, y el abrigo de Sarah, colgado en el poste al final de la barandilla. Excepto por las telarañas, el olor a moho y a descomposición, y una fina capa de polvo que lo cubría todo, parecía como si no hubiera ocurrido nada. Seguía pareciendo su hogar.
Carl se detuvo al pie de la escalera. Ésa era la razón principal por la que había regresado. Sabía que no podía hacer nada por ninguna de las dos, pero tenía que verlas. Subió lentamente las escaleras, atento a cualquier movimiento en la casa, esforzándose en controlar los nervios para no darse la vuelta y salir corriendo. Al final llegó ante la puerta del dormitorio. Se detuvo de nuevo, se inclinó hacia ella y escuchó con atención. Ningún ruido. Con la cabeza cargada de recuerdos de su familia, abrió la puerta y esperó. No ocurrió nada. Los cuerpos de su esposa y su hija yacían donde los había dejado. A pesar de lo mucho que quería volver a verlas, no se atrevió a levantar la sábana que aún las cubría. Quería recordarlas como las había visto por última vez, no como seguramente se encontrarían ahora, putrefactas, secas y comidas por la descomposición.
Carl besó a su esposa y a su hija a través de la tela de la sábana, le dijo que las quería y les prometió que siempre pensaría en ellas.
* * *
No podía quedarse en la casa. Dolía demasiado. Sabía que su familia reposaba tranquila y eso era lo único que importaba, pero no podía quedarse allí con ellas en ese estado. Sin embargo, ¿adónde ir? El centro comunitario había desaparecido, y solo, con la ciudad llena de cadáveres, el almacén municipal le parecía una opción mucho menos atractiva.
Le daba vueltas la cabeza... no podía pensar de forma lógica... Frustrado y resignado, Carl se dio cuenta de que Michael y Emma habían tenido razón. La granja de la que acababa de llegar era el lugar más seguro que quedaba.
Michael y Emma trataban de mantenerse ocupados. Cuando dejaban de trabajar, empezaban a pensar, y ya fuera que pensasen en el pasado, en el presente o en el futuro, dolía. Concentrarse en cosas triviales y prácticas los ayudaba a olvidar. Limpiaron juntos la casa, incluso cambiaron de lugar los muebles de algunas de las habitaciones. Emma se pasó horas organizando las reservas en la alacena, y Michael se dedicó a los vehículos en el exterior. Esa vez llevaba fuera menos de diez minutos cuando irrumpió de nuevo en la casa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emma al oír que se abría la puerta delantera.
—Tenemos un problema —contestó Michael—. Es de la furgoneta, está completamente jodida. Gotea aceite y más mierda líquida. Parece que se le ha roto algo por debajo.
—¿Lo puedes arreglar? —inquirió Emma. Una pregunta sensata.
Michael negó con la cabeza.
—No tengo ni idea de por dónde empezar —admitió—. Puedo conducir un coche, llenarlo de gasolina y cambiar una rueda, pero eso es todo. Algo como esto está mucho más allá de mis capacidades.
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Podemos pasar sin ella?
—Podemos, pero es muy arriesgado. ¿Qué ocurrirá si le pasa lo mismo al Landrover?
—Entonces, ¿qué hacemos? —repitió Emma.
—Salgamos y busquemos otra furgoneta —contestó Michael.
* * *
Menos de una hora después, Michael y Emma abandonaban de nuevo la relativa seguridad de Penn Farm y salían en busca de otro de los pueblos muertos que punteaban la deteriorada región.
Esa vez, el sentido de la orientación de Michael, por lo general muy fiable, lo dejó en la estacada. Distraído en un cruce por un cuerpo que se abalanzaba sobre ellos salido de ninguna parte, giró hacia el lado equivocado. La carretera que seguían era larga y recta. Subía durante más de un kilómetro y medio antes de nivelarse. Al final de la subida, los árboles y matorrales que le habían limitado la vista durante el camino, desparecieron de repente. Inesperadamente, todo parecía vacío, espacioso y abierto. Intrigado, Michael se metió por un portón y entró en un campo amplio punteado por un puñado de coches; un aparcamiento polvoriento en lo alto de un acantilado, desde cuyo extremo más alejado pudieron ver el océano. Habían olvidado que estaban tan cerca de la costa. En la confusión y desorientación de las últimas semanas era como si todo su mundo hubiera sido desgarrado y desfigurado hasta ser imposible de reconocer. Se habían olvidado de los mapas y los atlas, y los habían dejado de lado en su lucha por sobrevivir día a día. Por extraño que pareciese, el océano era lo último que Michael había esperado ver.
Un poco más tranquilos que antes, quizá porque el aparcamiento estaba lejos de todas partes, y por una vez, no se veía ni uno solo cerca, fueron hasta el punto que les ofrecía la mejor vista de la gran extensión de agua y pararon. Michael detuvo el motor y se hundió en el asiento.
—La he jodido bien, ¿verdad?
—No importa —contestó Emma mientras bajaba un poquitín la ventanilla. Hacía frío, pero agradeció el olor del aire limpio y salado, y también el ruido de las olas rompiendo en la playa más abajo. A la vez que interrumpía el silencio que lo envolvía todo en aquel mundo muerto, también era lo suficientemente alto para permitirles hablar sin atraer la atención indeseada de ningún cadáver cercano.
La visión del océano causó a Michael una inesperada combinación de emociones. Siempre le había gustado el mar, y verlo le trajo recuerdos de las vacaciones de su niñez días largos y aparentemente interminables en los que el cielo siempre era de un color azul profundo, y el sol grande y cálido. El recuerdo de esos días de inocencia, tan lejanos le provocó la tristeza y la pena que tantas veces había sentido últimamente. Pero esos sentimientos tan intensos y angustiosos estaban también mezclados con un ligero alivio, porque, por una vez, los dos estaban libres del confinamiento de la granja y de los miles de cuerpos que plagaban sus vidas.
—Lo más seguro sería coger uno de esos coches —sugirió Michael, señalando hacia el aparcamiento—. Buscaremos el que esté en mejores condiciones, lo vaciaremos y lo llevaremos de vuelta.
Emma asintió y siguió mirando el mar.
—¿Crees que es seguro bajar? —preguntó.
—No lo sé —contestó Michael—. No parece que haya nada. Mientras permanezcamos juntos estaremos bien.
Sin necesitar que le dieran más ánimos, Emma abrió la puerta y bajó del coche. Se quedó contemplando el horizonte y durante unos segundos se atrevió a imaginar que no había ocurrido nada. Lo había intentado muchas veces antes, pero siempre había habido algo en su línea de visión que le recordaba las limitaciones de la cáscara rota y vacía que era el mundo en el que vivía ahora. Sin embargo, mirando la extensión ininterrumpida de agua, era fácil fingir que todo estaba en orden. Avanzó unos pasos y miró hacia un tramo de playa arenosa que se abría abajo. El corazón le dio un vuelco cuando vio un torpe cuerpo tropezando y tambaleándose por la orilla, entre el agua y la espuma. Cada ola tiraba a la patética criatura. Emma contempló cómo trataba de incorporarse, sólo para que lo derribase de nuevo la siguiente ola. Había un segundo cuerpo en el agua cubierto sólo por un bañador. Sin dudas el desafortunado cadáver de un bañista madrugador. El cuerpo, abotargado, hinchado y descolorido era empujado gradualmente hacia la orilla. Y en la distancia, Emma vio, con creciente desilusión, el casco gris de un bote volcado. Se había roto la ilusión de normalidad.
Michael no había visto los cuerpos o el bote. Seguía soñando despierto cuando se sentó en la hierba al lado de su vehículo. Se estiró, se tumbó hacia atrás, apoyado en los codos; luego levantó la mirada hacia Emma y sonrió.
—¿Sabes lo que me gustaría?
—¿Qué?
—Un bocadillo.
—¿Un bocadillo?
—Sí, un bocadillo grande, gordo, descomunal con pan crujiente y recién hecho. Quiero lechuga, jamón, queso rallado y mayonesa. Oh, y también querré un vaso de zumo de naranja recién exprimido.
—En la granja tenemos jamón en lata y cerca de treinta tarros de mayonesa —comentó Emma mientras se sentaba a su lado—. Y tenemos refresco concentrado de naranja.
—Pero no es lo mismo, ¿verdad?
Emma negó con la cabeza.
—No. ¿Crees que volveremos a comer alguna vez algo así?
—Es posible. Te apuesto algo que podemos acabar haciendo pan y queso, y podemos tener jamón si capturamos y matamos un cerdo. Y supongo que podemos cultivar frutas y verduras si montamos un invernadero...
—Deberías alquilar un huerto —bromeó ella.
—¡Tenemos toda una maldita granja! —rió Michael. Suspiró y miró hacia el cielo—. Es una tontería, ¿no?
—¿El qué?
—Todo lo que acabamos de decir. En unos segundos se nos ha ocurrido trabajo para los próximos seis meses. Seis meses para conseguir un bocadillo de lechuga y un vaso de zumo de naranja...
—Lo sé.
Michael bostezó y se estiró. Se quedó mirando a Emma, que de repente parecía profundamente pensativa.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella sonrió y asintió.
—Sí —contestó, sin ofrecer más pistas.
—¿Pero...? —presionó Michael, que tenía la sensación que Emma necesitaba hablar.
Él se la quedó mirando y, al cruzarse las miradas, ella se dio cuenta que no podía evitar una respuesta.
—Sólo estaba pensando... ¿Realmente estamos haciendo lo mejor?
—¿Qué, estar sentados en un aparcamiento mirando al mar? —respondió Michael displicente.
Emma negó con la cabeza.
—No, estoy hablando de la casa y de quedarnos en el campo.
Michael se sentó al darse cuenta de la repentina seriedad de su voz.
—Por supuesto que sí. ¿Por qué? ¿Empiezas a tener dudas?
—¿Sobre qué debería tener dudas?
—¿Sobre si no deberíamos haber abandonado la ciudad? ¿Sobre si Carl tenía razón al volver allí?
—No, no tengo dudas...
—Entonces ¿qué es? ¿No crees que consigamos hacer que esto funcione?
—No estoy segura. ¿Y tú?
—Seremos capaces de hacerlo. Los cadáveres se están pudriendo, ¿o no? Tendrán que desaparecer con el tiempo y si podemos estar a salvo hasta entonces...
—¿Y las enfermedades?
—Hay miles de hospitales por todo el país, todos ellos llenos de medicamentos.
—Pero no sabemos cuáles tendremos que utilizar.
—Lo podremos averiguar. Tú estabas estudiando, ¿no es así?
—Acababa de empezar. Y en cualquier caso, si nos ponemos enfermos y necesitamos medicación, tendremos que saber de qué enfermedad se trata, ¿no te parece? ¿Cómo la vamos a diagnosticar? ¿Conoces la diferencia entre malaria, tifus y gota?
—No, pero hay libros...
—¿Qué, crees que nos podremos dar un paseíto hasta la biblioteca?
—Ahora estás siendo estúpida...
—No es cierto.
—Sí lo es.
—No es cierto, sólo estoy intentando ser realista sobre nuestras posibilidades, eso es todo.
Michael se sentó y se acercó a Emma. Aunque ella seguía intentando esquivar su mirada, él se colocó directamente delante de ella, de manera que no tuviera más remedio que mirarlo a la cara.
—Tenemos una posibilidad —le dijo, en voz baja y con un tono extrañamente dolido—, y eso es mucho más de lo que tienen todos los demás.
—Lo sé —suspiró Emma—. Lo siento...
Se quedaron en silencio durante unos segundos, mirándose a los ojos, en medio de pensamientos confusos y en conflicto.
—Mira, regresemos a la casa —propuso finalmente Michael—. No deberíamos estar así aquí fuera.
Se levantó y se quedó mirando el aparcamiento. A unos cien metros de donde se encontraban había un coche. Nada especial, sólo un coche familiar normal, pero era el más nuevo. Se acercó a él y abrió la puerta. Los restos del conductor y de su acompañante femenina estaban inmóviles en los asientos. Ambos iban trajeados, y Michael se preguntó qué estarían haciendo sentados en un lugar tan visible y aislado a primera hora de un martes por la mañana, que fue cuando empezó la pesadilla. ¿Quizá una relación ilícita de oficina, o una pareja casada pasando un rato juntos antes de ir a trabajar? Se inclinó hacia el interior y soltó los cinturones de seguridad. Sacó los cuerpos y los dejó sobre la hierba uno al lado del otro. Las llaves seguían en el contacto. Arrancó el motor, comprobó los datos del tablero y le hizo un gesto a Emma para que ocupase el asiento del conductor.
—El depósito está tres cuartas partes lleno —le dijo; de repente muy vulnerable, porque estaban haciendo suficiente ruido para que los oyese cualquier cuerpo en los alrededores—. Sígueme de regreso, ¿de acuerdo?
Emma asintió y se sentó al volante. Michael corrió de vuelta al Landrover, lo arrancó e inició la marcha. Salieron del aparcamiento uno detrás del otro e iniciaron el regreso hacia la granja por el mismo camino que los había llevado allí.
La anterior desorientación de Michael empeoró durante la vuelta. Las carreteras por las que iba le resultaban cada vez menos conocidas mientras intentaba encontrar el camino de regreso a la granja, y el viaje se hizo aún más difícil porque miraba constantemente por el retrovisor para asegurarse de que Emma le seguía. Se sentía muy incómodo sin ella en el asiento de al lado, incluso vulnerable. Se había acostumbrado a tenerla cerca incluso más de lo que era consciente. En muchos sentidos, prácticamente no la conocía, pero la verdad era que había compartido con ella más dolor, desesperación y emociones intensas que con ninguna otra persona.