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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (10 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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Malena Puig estaba frente a mí, mirándome con cara preocupada. Di un bote y me puse en pie como si alguien me hubiera pescado incumpliendo el deber.

—¡Lo siento, inspectora!, ¿la he asustado?

—No, no, estoy bien. Me había quedado dormida. ¡Qué absurdo!

—Supongo que debe de ir siempre falta de sueño.

—No especialmente esta vez. Creo que estoy envejeciendo.

—¿Puedo ofrecerle un café?

Recordé el termo de café que había dejado en el coche. Era verdad que estaba envejeciendo. ¡A quién se le ocurre acarrear provisiones en una investigación!

—Ofrézcame ese café porque me temo que lo voy a aceptar.

Caminamos por el sendero hasta llegar a «Los Ibiscus». Malena, solícita, abrió la puerta y me invitó a pasar.

—¿Y su hijita?

—Está paseando con la asistenta.

—Es una niña guapísima.

Sonrió, tan azarada como si hubiera alabado su belleza personal. Pasamos al salón, que estaba arreglado y limpio. El sol se colaba por las cristaleras de cuarterones blancos. Me gustaba la decoración alegre y armónica, poco pretenciosa. En algunos jarrones se veían flores frescas.

—Tiene usted una casa muy agradable.

—Bueno, éste es mi único reino. No me muevo mucho fuera de aquí.

—Le aseguro que aquí está muy tranquila.

—¿De verdad piensa eso?

Se alejó tras la enigmática pregunta, sin duda en busca del café prometido. Contemplé el salón con detenimiento. Sobre una cómoda se alineaban varias fotos familiares. Me levanté para observarlas de cerca. Eran ampliaciones de diversos tamaños enmarcadas en plata.

En ellas aparecían los tres niños, en grupo y por separado. Los dos muchachos morenos y fuertotes, la deliciosa rubia sentada entre ambos. Malena sonreía desde otra, junto a su esposo. Un viaje a Egipto del matrimonio, un bebé irreconocible en su cuna, la familia al completo frente a un árbol de Navidad...

—¡Vaya, mirando mis trofeos familiares!

Estaba de vuelta, con una gran bandeja en las manos.

—No he podido resistir la tentación de cotillear.

—Pues no creo que haya encontrado nada demasiado interesante. ¡Una mujer policía, con una vida llena de riesgo y aventura!

—Seguro que ya le han dicho alguna vez que nuestro tipo de vida no es exactamente como se ve en el cine.

—En cualquier caso, será menos convencional que el de una familia como la mía.

—Su familia provocaría la envidia de cualquiera.

Ataqué una de las estupendas pastas que había traído y bebí el buen café con crema que colocó a mi alcance.

—¿Está suficientemente fuerte el café?

—Está muy bueno. Si le cuento algo se va a reír de mí. ¿Sabe lo que hice esta mañana antes de venir? Me preparé un termo lleno de café. Lo llevo en el coche.

Soltó una alegre carcajada. Con su media melena castaña, sin maquillar, con tejanos y zapatos deportivos, parecía una alumna de instituto.

—Eso me parece genial. ¡Ah, nunca podré olvidar el desespero de sus compañeros el día del crimen! Era una reacción muy representativa del síndrome de la ciudad. Uno llega a un sitio tranquilo y teóricamente idílico como éste, respira el aire puro, se deshace en alabanzas hacia la naturaleza y la paz y cinco minutos más tarde está soltando tacos porque no puede tomar ni un simple café.

Me eché a reír. Malena tenía gracia, sentido de la ironía y el humor. Mejor para ambas, quizá había encontrado una fuente de información ideal para internarme en las profundidades del caso.

—¿Ya han interrogado a Inés? —preguntó como si leyera en mi pensamiento.

—Sí, por fin pude verla ayer.

—¿Y qué tal está?

—No muy bien. No parece animada a volver a su casa.

—Eso no me sorprende.

—¿Por qué?

—Inés es una chica... ¿cómo definirla?... un poco infantil.

—Yo la catalogué como inmadura.

—Es una palabra más severa, pero la califica mejor que infantil. Ella es... digamos que se ahoga en un vaso de agua. Nunca ha sido capaz de soportar la más mínima contrariedad. No quiero ni pensar qué sucederá ahora que Juan Luis ya no está. Dependía completamente de él, le consultaba hasta los más pequeños detalles, incluso de la tienda. Supongo que ahora pasará a depender de sus padres. ¡Si pudiera convencerla para que vuelva a su casa...!, pero no creo que quiera hacerme caso.

—¿Ha hablado con ella?

—Sólo por teléfono, pero se niega a escuchar ningún consejo. Si sigue por ese camino, antes de que pueda darse cuenta su vida se habrá desmontado por completo. Despedirá a esa estúpida chica filipina y pondrá «Las Margaritas» en venta. Después continuará siempre al amparo de papá y mamá.

—Por cierto, ¿dónde está la estúpida chica filipina?

—¡Ja! Inés la tiene aquí para que teóricamente cuide de la casa y lo que hace es andar todo el día de un lado para otro con tal de no quedarse sola. ¡Está aterrorizada! Cree que en cualquier momento el asesino va a volver para pegarle un par de puñaladas justamente a ella.

—¿Sabe que es la única testigo que oyó algo fuera de lo normal?

—¡Sí, claro que lo sé! Vino a contármelo personalmente. Piensa que la pobre señora Domènech vio al asesino o que ella misma mató al pobre Juan Luis. «¿Adónde vas, pajarito?» ¡Es ridículo!

—¿También le contó eso?

—A mí y a todo el que quiera escucharla. Lali nunca ha sido el colmo de la discreción.

—¿Sabe dónde puedo encontrarla ahora?

—Sí, estará cotilleando con las demás chicas, advirtiéndoles que un asesino anda suelto y las quiere atrapar.

—Entiendo lo que quiere decir.

Me levanté y le di las gracias por el café. Nos estrechamos la mano cordialmente.

—¿Volverá alguna vez más por aquí?

—Me temo que más de una vez.

—En ese caso, no es necesario que traiga un termo lleno de café. La invitaré si viene a verme.

Cuando ya se disponía a cerrar la puerta la llamé con un gesto girando sobre mis talones:

—Malena, se me olvidaba preguntarle algo. ¿Inés y Juan Luis se llevaban bien?

Arqueó las cejas en un gesto de mínima sorpresa. Se estiró la camiseta haciendo resaltar sus pechos pequeños y bien formados.

—¿Quiere decir como pareja? Sí, claro que sí, tienen dos niños preciosos. ¿Qué le hace suponer que no era así?

—Nada, una hipótesis de trabajo.

La saludé con la mano y me alejé hacia la zona de chachas y niños. ¿Cómo catalogar la respuesta de Malena Puig, cómo analizarla? El pequeño retraso al comenzar a hablar, la casi imperceptible elevación de las cejas, el tópico de los niños preciosos que nada significa en sí mismo. No quise, sin embargo, exigirle ninguna precisión con nuevas preguntas, necesitaba que depositara su confianza en mí, era la interlocutora ideal para hablar sobre el mundo cerrado de «El Paradís». Además, me caía bien, no constituiría un esfuerzo interrogarla.

Impuse cierto ritmo ligero a mi paso sin dejar de pensar. Empezábamos a desentrañar la madeja de personalidades que necesitábamos como cañamazo. Inés Espinet era una mujer bonita, inmadura, dependiente y con tendencia a no saber qué hacer con su vida. Jordi Puig era trabajador, eficiente, luchador y poco brillante en sociedad. Malena parecía razonablemente feliz, extravertida y amable. La pareja compuesta por los Salvia estaba poco definida aún. En cualquier caso, cuando tuviéramos varias ideas sobre todos sus allegados estaríamos en disposición de saber cómo era la víctima en realidad.

Avisté a las chachas junto a los niños. Un grupo charlaba, el otro jugaba. Casi al llegar a la plaza redonda en la que se encontraban pasó por mi lado la niña de los Puig junto a su niñera. La habría reconocido entre mil: ojos grandes, rizos rubios despeinados y un modo gracioso de andar. Me acerqué y sonreí, percatándome inmediatamente de que no tenía la menor idea de cómo abordar a un niño.

—¡Hola, guapísima! —dije con una torpeza cursi que a mí misma me horripiló.

La chacha supo en seguida quién era y le dio a la niña un empujoncito en la espalda, impulsándola hacia mí.

—Mira, ¿te acuerdas de la señora?

Los ojos de la pequeña me enfocaron con muy poca fe, pero de pronto se abrieron un milímetro más y esbozó una sonrisa vergonzosa. No podía creerlo, ¿de verdad me recordaba?

—Dale un besito a la señora.

Ni dudó ni se hizo de rogar. Dio un saltito con las dos piernas a la vez y estiró los brazos hacia mí. Me agaché y dejé que me besara. Tenía helada la minúscula nariz. La apreté fuerte, riendo como si me hubiera dado un ataque de irrecuperable imbecilidad.

—¡Eres la niña más preciosa que he visto en mi vida!

Me arrepentí en seguida de aquel arranque pasional. Lo que había dicho era demasiado enfático y la niña podía asustarse. Pero no se asustó. Como si fuera ella quien dominara la situación, desvió la mirada y me señaló algo. Era un perro que se aproximaba caminando con su dueño.

—Mira —dijo con una voz curiosamente enérgica.

—¡Ah, sí, un perro, un perro muy guapo! Va con su amo, van a pasear. A los perros les gusta mucho pasear. Pasean como tú con tu mamá, ¿no es cierto?

La niña asentía con atención y seriedad. La que no parecía comprender muy bien a qué venía mi perorata extemporánea era la asistenta, que me miraba con cara de extrañeza. Sin duda estaba haciendo el ridículo de modo lamentable.

—Bueno, querida, tengo que marcharme, ¿nos veremos otra vez?

—Sí —repuso simplemente aquella deliciosa criatura.

Se despidió agitando en el aire una mano en miniatura. ¡Ah, me encontraba en estado de levitación y no sabía por qué! Aquella niña tan pequeña, aquel ser tan insignificante, ponía en estado de alerta alguna fibra desconocida que palpitaba en mi interior. Pero es que era tan bonita, se movía con tanta gracia... y no parecía nada mimada, además. No, Malena Puig no sólo destacaba en la preparación de bizcochos y café, también sabía cómo llevar a cabo un buen trabajo educacional. Muy curiosa mi reacción, hasta aquel momento los niños siempre me habían parecido un estadio previo a lo propiamente humano sin el más mínimo interés. Sin embargo, a partir de ahora me vería obligada a reconocer que en algunos casos no estaban nada mal.

Pensando en tonterías había pasado de largo la plazuela. Me recriminé a mí misma tanta distracción, no estaba la cosa como para dejarse llevar por sensiblerías. Retrocedí y pregunté por Lali a una de aquellas chicas. Señaló unos bancos más apartados donde se sentaban varias criadas filipinas y, en efecto, allí se encontraba Lali. Me vio acercarme e interrumpió lo que instantes antes se habría dicho una conversación animada. Noté que se replegaba como si quisiera ocultarse bajo su propia piel.

—¿Qué hay, Lali, podemos hablar?

Sus tres contertulias se levantaron con cara de espanto y se largaron sin decir ni adiós. Lali quedó sola en el banco, alarmada y a la defensiva como un pequeño animal cazado.

—Sólo quiero que vuelvas a contarme lo que ocurrió la otra noche. Terminaremos pronto.

—Ya se lo conté. También lo conté en una oficina y firmé un papel.

—Fuiste a comisaría e hiciste tu declaración. También declaraste ante el juez. ¿Es eso?

—Sí, un señor gordo que olía mucho a colonia.

¿García Mouriños, le habían adjudicado la instrucción al juez García Mouriños? No podía ser otro, la descripción de la filipina no pecaba de pormenorizada, pero el dato de la colonia era significativo. El juez siempre apestaba a colonia como un bebé recién bañado.

—¿Llevaba barba el juez?

—Sí —contestó con cierta desconfianza muy natural, dada mi pregunta.

—Bien, ya sé a quién te refieres, es un buen hombre y un buen juez. Cuéntame lo que le dijiste a él.

—¿Todo?

—Todo.

—A usted no quiero.

—¿Por qué?

—Porque le contó lo del pajarito al marido de la señora loca y ahora me mira con malas miradas. La señora loca me matará a mí también.

Se echó a llorar como una niña frente a un monstruo. Casi gritaba. La miré sin saber qué hacer. Estaba perdiendo el tiempo. Malena Puig llevaba razón, en la cabeza de aquella chica no ahondaba un pozo de materia gris. Por culpa de sus aspavientos se acercaron hasta nosotras dos o tres domésticas más. Me observaban con antipatía. ¿Por qué la policía escogía a tranquilas chicas como ellas para excederse en sus deberes? Acariciaron a Lali, la consolaron con cariño solidario mientras sus ojos me maldecían con sólo mirar. Decidí largarme de allí antes de que alguien me lanzara la primera piedra sin preguntar por mi culpabilidad. Al volverme descubrí que, Rosalía, la niñera de los Puig, seguía la escena desde lejos. Me sonrió y se lo agradecí, al fin alguien era capaz de no ver a una arpía en mi pellejo.

—Esa chica ha conseguido hacer que me sienta fatal —le dije.

—¿Lali se ha puesto a llorar? ¡No haga caso, Lali siempre se pone a llorar!

—¿Os conocéis?

—Nos conocemos todas.

Sin duda, las criadas tenían su propio mundo paralelo en «El Paradís». Eran amigas, se comunicaban, libraban sus luchas de preponderancia o poder según la nacionalidad y se hacían confidencias sobre las familias para las que les había tocado trabajar. Me habría encantado meter la nariz allí.

—¿Qué le ha contado Lali? —preguntó la ecuatoriana con ganas de cotilleo.

—Está empeñada en que la señora Domènech es una asesina.

—No es extraño que diga eso, inspectora, la señora Domènech da un poco de miedo. A veces está sentada en el jardín de su casa y cuando te ve pasar dice cosas extrañas. Parece que esté embrujada.

—Tonterías, la señora Domènech está enferma.

—Algunos locos matan, aun sin querer.

Escudriñé los hermosos ojos oscuros de la mujer. ¿Era su actitud una simple superstición o intentaba decirme algo?

—¿Tú viste algo esa noche?

Se asustó.

—No, le aseguro que no.

—¿Habías oído decir a la señora Domènech en alguna oportunidad algo así como: «¿Cómo estás, pajarito, adónde vas?»?

Volvió a negar, haciendo oscilar con el ímpetu del gesto los pequeños dijes étnicos que lucía en las orejas. Era posible que todas aquellas muchachas atesoraran una gran cantidad de información, pero iba a resultar muy difícil hacerse con ella. Intenté al menos un acercamiento a asuntos generales.

—¿Puedes decirme qué tipo de chica es Lali?

—Las filipinas no hablan muy bien español, pero Lali es buena, es muy buena. Sólo un poco exagerada. Con las alegrías está muy alegre y con las penas llora mucho.

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