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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (9 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—¿Cómo era su marido, Inés?

—Era muy alegre, muy trabajador, cariñoso con los niños.

La emoción la hizo desplomarse de nuevo sobre el llanto.

Su madre realizó la primera incursión en el diálogo:

—Era un hombre muy valioso, inspectora. Si no hubiera sucedido esta atrocidad, habría llegado a ser más importante incluso que su padre.

—¿Y en lo personal?

—Formaban una familia muy feliz.

Intenté valorar a toda prisa hasta qué punto aquellas contestaciones tan convencionales venían dictadas por el imperativo social. Era difícil de saber, el padre de Inés era un conocido hombre de negocios de Barcelona y debía moverse en círculos biempensantes. Con seguridad, todo en la vida de aquellas personas se atendría a un guión preescrito con meticulosidad.

Me extendí en preguntas sobre las aficiones y costumbres de Juan Luis Espinet. Su viuda iba dejando atrás la tristeza y respondía con calma. Era un hombre ordenado y metódico al que le gustaba la lectura y la música. Acudía dos veces por semana a su club de golf a las afueras de la ciudad, donde practicaba ese deporte y a veces se quedaba a comer. Poco más se podía decir, el resto de su vida se desarrollaba en familia y en su entorno laboral.

Le rogué a la madre de Inés que de nuevo nos dejara solas. La chica se tensó, pero su inercia de llanto imparable había desaparecido ya.

—Inés, es violento lo que tengo que preguntarle, pero no me queda más remedio que hacerlo. ¿Usted y su marido se llevaban bien?

—Sí, claro que sí —respondió con naturalidad.

—¿Sabe si él... o había sospechado alguna vez, que tuviera una aventura o la engañara de algún modo?

—¿Qué le hace pensar eso?

—Es una pregunta de rutina habitual.

—Pues no, nunca pensé que pudiera engañarme. No me ha dado motivos para pensar eso. Tenía mucha confianza en mí, y yo en él.

—Inés, el forense que practicó la autopsia de su esposo apreció un arañazo de una semana de antigüedad en su espalda, a la altura del omóplato. ¿Recuerda usted haber visto esa marca?

Se quedó perpleja.

—No, no lo recuerdo, quiero decir que seguro que no la vi.

—¿No recuerda ningún comentario de si había tenido algún pequeño rasguño?

—No.

—¿Ninguna circunstancia en que usted podría habérselo hecho accidentalmente?

—No, ¿es importante?

—En absoluto, simple deseo de no dejar cabos sueltos.

Seguía sin atar ella misma los cabos que debería haber intuido.

—Bueno, en ese caso ya no la molestamos más. ¿Qué piensa hacer ahora, va a volver a «El Paradís»?

—Aún no lo sé. De momento voy a quedarme aquí con mis padres. No sería capaz de regresar ahora. Después ya decidiré.

—¿Y su criada?

—¿Lali? Bueno, seguirá allí hasta que tome una decisión. Si luego vendo la casa tendré que despedirla.

Su mirada de mar en calma se perdió en el aire del salón.

El subinspector cerró su libreta de notas con un golpe y consiguió sobresaltarla. Pensé que debía de quedarse ensimismada más de una vez, preguntándose qué sucedería con su vida, que ya nunca volvería a ser igual.

Tuvimos que aparcar el coche a dos manzanas de comisaría. Problemas de tráfico. Estaban construyendo el entarimado gigante para la misa del papa y no paraban de entrar y salir enormes camiones que colapsaban la circulación. Caminando por la calle, las ideas bullían en mi mente de modo desordenado. Garzón me sacó del lapsus.

—¿Qué me dice de la hermosa viuda, inspectora?

—Estaba intentando procesar mis impresiones para hacerme una opinión sobre ella, y creo que ya la tengo.

—¿Se puede saber cuál es?

—Si tuviera que convivir con ella, le daría dos hostias. Es blanda e inmadura, demasiado infantil para su edad.

El subinspector se paró, quedó rezagado. Esperaba que yo me detuviera también, pero no lo hice, de manera que tuvo que alcanzarme con un par de saltitos de sapo alegre.

—Veo que ya se le ha agotado el ramalazo de ternura maternal que le dio el otro día.

—Sí, fue una debilidad pasajera.

—Pues me parece que es usted un poco injusta con esa chica. Acaba de perder a su marido de una manera brutal, se le ha truncado una vida que ya tenía planeada y sus hijos se han quedado sin padre. Son unas experiencias muy fuertes.

—Mi querido abogado de las damas desgraciadas, justamente en saber aguantar experiencias fuertes consiste la madurez, y en hacerlo sin ir a refugiarse en los brazos de papá y mamá. Además, no estoy haciendo un juicio moral de esa chica, a mí cómo sea esa chica me importa tres carajos. Lo que quería saber de ella ya lo sé.

Los ojos saltones de mi compañero me miraban de reojo al caminar.

—¿Y qué quería saber? —preguntó como un ser inmaduro él también.

—Que no resulta nada descabellada la posibilidad de que su marido se la pegara. Una niñita angelical puede estar muy bien para enamorarse según el patrón convencional de cierta sociedad, pero le aseguro que vivir junto a ella año tras año debe de ser un coñazo de mucho cuidado.

—Vivir año tras año con alguien, sea angelical o no, es siempre un coñazo.

—Que conste que eso lo ha dicho usted, Fermín.

Sonrió, contento con la autoría, mientras llegábamos a nuestro lugar de trabajo.

—¿Ha apuntado el nombre del club de golf de Espinet?

—Sí, inspectora.

—Pues tendrá que ir a hacerle una visita.

—¿No me acompañará?

—La última vez que pisé un club de golf fue con mi primer marido, y no quisiera recordar jugadas no deseadas.

—De acuerdo, ya iré. Pero ahora le recuerdo que tenemos una cita con el papa.

—¡Coño, se me había olvidado! Estoy harta de acudir todos los días a esas putas reuniones. ¿Cree que sirven para algo?

—¿Por qué siempre que se cita al papa tiene que blasfemar tanto?

—Digamos que ya no le temo a la condenación.

En la reunión para la seguridad de la visita papal nos aguardaba una novedad. Por primera vez estaba presente un prelado especialmente llegado de Roma para supervisar el proceso de preparación. Nos miró con aire reprobatorio al entrar. Quizá había olido el azufre de nuestra impiedad, o simplemente censuraba nuestro retraso, ya que Coronas nos lanzó otra mirada exactamente igual.

Como todos los días, los inspectores y subinspectores de diversas comisarías ocupaban las filas de asientos en plan colegial. Coronas les explicaba en un gran plano vertical de la ciudad el recorrido que llevaría a cabo la comitiva papal hasta llegar a la explanada de la misa multitudinaria. Me parecía increíble que tal cantidad de efectivos policiales fuera a mantenerse paralizada durante tanto tiempo por aquella cuestión, pero se trataba de una orden procedente directamente del jefe superior de Cataluña. Nadie preguntó qué pasaría con la seguridad de los ciudadanos durante tan larga manifestación de fervor popular.

Asistí a las prolijas explicaciones cotidianas sin el más mínimo interés. Todos debíamos estar informados, pero yo sabía que, a la hora de la verdad, algunos de nosotros quedaríamos excluidos de la operación para prestar servicio de retén. Suponía que, conociendo Coronas mi escasa motivación por el tema, no me reclutaría jamás. No escuchaba demasiado, me limitaba a seguir con la mirada las evoluciones que un imán representando el
papamóvil
ejecutaba conducido por la mano del comisario, que parecía poner los cinco sentidos en el juego.

Mis ojos se desviaron hacia el cardenal comisionado. Era un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto, espiritado, vestido con un elegante
crergyman
sobre el que, a la altura del pecho, resaltaba la cruz distintiva de su jerarquía. ¿Qué otro oficio podría haber desempeñado un hombre así? Sienes plateadas, rasgos armónicos, manos delicadas que nunca habían conocido el trabajo duro... Demasiado sereno para un ejecutivo. Demasiado distante para un profesional liberal. Demasiado altivo para un profesor universitario. Quizá un artista. Un director de orquesta le cuadraba más: vestido para la galería, ejecutor de un rito, investido de mando, serio y seguro de sobrellevar una gran responsabilidad. Sí, un director de orquesta le cuadraba bien.

Obviamente se había dado cuenta de mi observación demasiado intensa, porque cuando acabó la reunión se acercó a mí. Miré a mi alrededor, estaba sola. Garzón había huido como el diablo en presencia divina.

—Pocas mujeres en esta profesión —dijo en un español perfecto.

—¿En Italia hay más? —pregunté.

—En el Vaticano, no.

Sonreí.

—Soy la inspectora Petra Delicado.

—Yo me llamo Pietro di Marteri.

—Una coincidencia en el nombre.

—Coincidimos también en velar por la seguridad del papa.

—Y ambos por obligación, una coincidencia más.

Lo había cogido por sorpresa. Sin embargo, su habilidad diplomática hizo que se borrara de su rostro cualquier turbación y dijo con una leve inclinación de cabeza y un tono de voz más bajo:

—En mi caso puedo asegurarle que hay también devoción.

—Pues ahí acaban nuestras coincidencias.

—La ocupación de policía debe de ser muy ingrata para una mujer, requiere mucha dureza.

Encajé bien el directo vaticano y repuse:

—Pongo toda la mía a su disposición. En beneficio de la seguridad del papa, naturalmente.

—Gracias, inspectora.

Se alejó con una leve sonrisa en los finos labios.

Creo que le había complacido la breve sesión de esgrima verbal. Garzón miraba nuestra despedida desde la máquina de café, intentando vanamente despistar. Vino hacia mí en cuanto el eclesiástico desapareció.

—¿Qué hacía hablando con el cura?

—Tengo la impresión de que mientras pulule por aquí tendremos garantizada un poco de conversación inteligente.

—¡Vaya, cojonudo!, un día me hace una alabanza de la familia y ahora resulta que le encanta charlar con curas. ¡Cada día la entiendo menos, inspectora!

—Por eso sigo resultando tan fascinante para usted, ¿verdad, Fermín?

—Sí, por eso será —dijo con cara de rechifla.

Luego me alargó uno de aquellos minúsculos vasitos de café y bebimos en silencio.

3

Garzón llevaba instrucciones muy concretas en su inspección al club de golf. Aún me resonaba en la cabeza mi propia voz: «Las mujeres, Fermín, las mujeres. Fíjese bien en ellas, en todas las que se muevan por allí, especialmente en las empleadas de uñas largas. Infórmese de los hábitos de Espinet, de con quién se encontraba o citaba en el club, de con qué compañeros jugaba, de si compartía sus comidas en el restaurante. Pero, sobre todo, ojo a las mujeres.» Me sentía obligada a hacerle tanto hincapié porque estaba convencida de que Garzón seguía despreciando la hipótesis pasional como móvil del crimen. Él se aferraba todavía a algún descubrimiento de juego sucio en el marco profesional del muerto. Yo le dejaba pensar lo que quisiera, si bien no había llegado ningún dato sospechoso de la oficina de Sangüesa y la investigación financiera estaba a punto de darse por concluida.

Por mi parte, puse rumbo a «El Paradís» segura de que me tocaría pasar allí muchos ratos más. Iba pertrechada con un termo lleno de café; no estaba dispuesta a vagar por aquella maldita urbanización presuntamente paradisíaca con la sensación de encontrarme en pleno desierto.

Pasé el control de seguridad y saludé al guardia diurno. Ni siquiera me reconoció hasta que le dije quién era. Se puso en seguida a mi servicio para todo lo que pudiera mandar. Lo observé con ojo crítico. Parecía un tipo legal. Sin embargo, para poder descartar cualquier indicio de culpabilidad, había ordenado una investigación paralela en los entornos de ambos guardias. Los primeros datos con los que contaba se movían en la normalidad más absoluta.

Una vez dentro del recinto respiré el aire con placer. Eran las once de la mañana y el sol ya otoñal deparaba un ambiente agradable. Las hermosas casas y los jardines cuidados completaban un cuadro idílico. Se respiraba una quietud envolvente. Di una vuelta por los amplios caminos. Las chachas, casi todas de nacionalidad extranjera, paseaban los cochecitos de los bebés o se sentaban a charlar entre ellas mientras los niños pequeños jugaban en grupos. La sensación que había experimentado la mañana del crimen era falsa. No podía decirse que aquél fuera un lugar paralizado y muerto al que sólo se acudía a dormir. Al contrario, se hallaba lleno de actividad, sólo que ésta era el reverso de la que agita diariamente las calles y los despachos de la ciudad. Allí permanecían los que aún no se habían incorporado al mundo de máximo follón, los que no protagonizaban la batalla urbana diaria. Amas de casa, jóvenes mamás, niñeras, asistentas y niños que jugaban y crecían.

Me senté en un banco de los que bordeaban el camino principal. Me embutí bien en la gabardina y coloqué la cara hacia el sol, cerrando los ojos. ¡Ah, podría haberme dormido en aquel mismo momento! Una brisa ligera me desordenaba los pelos del flequillo. Me llegaba el rumor de las hojas en los árboles, el ruido impreciso y alegre del juego infantil. Pensé que no existía ninguna razón real para afanarse absurdamente. Todas las mañanas, mientras todos nos ajetreábamos en Barcelona como si nos persiguieran las Furias, allí, justo a unos pocos kilómetros de distancia, los niños se pasaban la pelota riendo y las amas de casa meditaban qué menú servirían para cenar. Vi cómo una niñera negra corría tras un minúsculo rebelde que, a carcajada limpia, había emprendido una loca carrera senda abajo.

Bien, aquel rato de relax debía justificarse con un poco de trabajo. Recapacité sobre cuál había sido la razón que me había impulsado a llegar hasta «El Paradís». Estábamos atascados, era un hecho. Si el conjunto del crimen escapaba a nuestra comprensión, habría que parcelar sus componentes e intentar aclararlos paulatinamente. ¿Por qué parcela comenzar? ¿Con quién era necesario volver a hablar? ¿Debíamos elaborar diversas hipótesis y barajarlas convenientemente? Me hallaba sumida en el despiste más fenomenal, y la época de los primeros descartes y las investigaciones previas estaba durando demasiado. Una oleada de desánimo me anegó. Cerré los ojos de nuevo, me dejé ir. Tenía sueño.

Un sobresalto repentino me hizo incorporarme con fuerza. Me había dormido. Lo supe al tomar conciencia de que una mujer estaba cerca, me tocaba la rodilla, me hablaba.

—¡Petra, inspectora Delicado!, ¿se encuentra mal?

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