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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (8 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—Sí, claro, claro que sí. Estaba muy enamorado de Inés.

—¿Tomaba su amigo cocaína habitualmente?

Ahí se inmutó un poco, pero tras un segundo contestó con naturalidad:

—No. La tomábamos en alguna ocasión con motivo de fiestas o cenas; por ejemplo, la noche que murió habíamos esnifado una raya o dos, pero en muy poca cantidad. Nos la proporcionaba un amigo común, abogado también, si quieren puedo darles su dirección.

—No será necesario.

Aquel hombre era sincero, y un buen amigo, además. Me dio la impresión de que el concepto que tenía de Juan Luis se reflejaba realmente en sus palabras. Salí del bufete de abogados segura de que nada nuevo e interesante para nuestra investigación ocurriría allí.

Durante toda la semana siguiente, los datos que llegaban de las indagaciones que el inspector Sangüesa tenía en curso arrojaban un saldo negativo en cuanto a indicios de delito. Espinet y su bufete estaban limpios. No había impagados, ni los socios tenían deudas empresariales, ni existían síntomas de malversación. Las cuentas personales de la víctima aparecían inmaculadas, incluso había liquidado la hipoteca de su casa. Los clientes del despacho se encontraban alejados de toda sospecha, y Espinet nunca había llevado casos conflictivos de índole penal. Todo era respetabilidad. ¿Demasiada? No, no se puede negar por sistema que hay gente respetable en el mundo.

Por otra parte llegaron los resultados de analítica ejecutados en el cadáver de Espinet. Nada interesante ni sustancial. El arañazo de la espalda tenía la suficiente antigüedad como para estar limpio de tejidos o sangre. Imposible determinar el ADN de quien se lo infligió.

Tampoco el rastreo más concienzudo del jardín y alrededores que se había ejecutado durante los dos días posteriores al crimen aportó ninguna información. La huella del pie pertenecía a un número cuarenta y dos.

Por la profundidad se deducía que debía de tratarse de un hombre corpulento. El modelo de calzado pertenecía con toda probabilidad a unas botas de trabajo de las que había miles en el mercado.

Para colmo de males, Inés Espinet continuaba en observación médica y el juez nos negaba el permiso para interrogarla.

Ni la medicina, ni la técnica criminológica ni los estudios económicos estaban dispuestos a echarnos una mano.

—Sólo contamos con nuestra destreza y brillantez profesional —dije con cierta mala uva.

—¡Pues andamos jodidos! —sentenció el subinspector sin un atisbo de vanidad hacia sí mismo o halago hacia mi persona.

—Sigo pensando en un crimen pasional.

—Allá usted. ¿Le apetece una cerveza?

Acepté. Cruzamos hacia La Jarra de Oro no precisamente con el ánimo de una celebración. Dos pasos antes de enfilar la puerta, una voz cantarina sonó a nuestra espalda:

—¡Fermín, qué casualidad!

Me volví con el giro rápido de una peonza y me quedé patidifusa al comprobar que la emisaria de aquella voz era una mujer acompañada de otra mujer. Ambas, cincuentonas largas, pimpolludas de aspecto, llamativas, elegantes, dos auténticos brazos de mar. Besuquearon a un hierático Garzón con ruido y parafernalia.

—Pero ¿qué haces aquí? —lo interpeló la segunda con un tonillo coqueto.

—Bueno, ya veis, trabajo en la comisaría de ahí delante. ¿No lo recordabais?

—¡Pues no, no había caído! ¿No nos vas a presentar?

Ambas me miraban por entre el exceso de rímel como si estuvieran deseando lanzarse sobre mí y propinarme un besuqueo análogo al de Garzón.

—Aquí, mi jefa, la inspectora Petra Delicado.

Chillaron como si se hubieran topado con una estrella del pop.

—¡Petra Delicado, Fermín nos ha hablado tanto de usted!

—Ellas son las hermanas Enárquez: Emilia y Concepción —dijo Garzón con agónica mirada de cordero degollado, y se vio en la obligación de continuar informando—: Nos conocimos en Mallorca este verano, en el Club Méditerranée.

Estuve a punto de enlodarme soltando un tópico basto y picarón, un «¡qué callado se lo tenía!», o algo peor; pero mi sexto sentido me advirtió de que flotaba un peligro indeterminado en el ambiente. Lo cambié por un comedido:

—Tengo entendido que lo pasaron muy bien.

—¿Bien dice, inspectora, bien? ¡Eso es poco decir! Fueron unos días pletóricos, locos, maravillosos, ¿verdad, Fermín?

Garzón asintió en plan suplicatorio frente a la rotunda Concepción, algo mayor y más fornida que su hermana, con reflejos rojo sangre en el pelo.

—¿Y sabe a quién se debió tanta juerga?, ¡pues al increíble Fermín Garzón, subinspector en activo de la Policía Nacional! ¿Qué le parece, Petra, a que usted a lo mejor no lo conoce en ese plan?

Observé con cabeceo apreciativo a mi subordinado, que iba cambiando de color por momentos.

—Pues no, la verdad. Sabía que era un hombre animado y mundano, pero hasta ese punto...

Traduje la mirada que me lanzó Garzón como deseo de rebelión y ataque directo. Tomó la palabra Emilia, una rubia de reflejos albinos y blusa floreada:

—Fermín es un fuera de serie. Participamos los tres juntos en absolutamente todas las actividades que proponía el club y, encima, por las noches seguíamos el jolgorio por nuestra cuenta: baile, bingo, copas... Ni un solo día nos acostamos antes de las cinco.

Aquello ya merecía dar rienda suelta al hediondo tópico que acababa de descartar:

—¡Qué callado se lo tenía, Fermín!

Masculló algo que nadie pudo entender, si bien yo identifiqué la cara que solía poner cuando soltaba un rotundo: «¡No me joda, inspectora!»

—Creo que se impone una cerveza como conmemoración de tan buenos momentos. ¿Nos acompañan?

Aceptaron encantadas mi invitación, y pedí jarras para todos. Las Enárquez gorjeaban de felicidad y rodeaban a Garzón demostrando que ni mucho menos se sentían demasiado mayores para coquetear. Conociendo a mi compañero, conociendo a cualquier hombre en realidad, estaba claro que debía de sentirse orgulloso al recibir un trato tan halagüeño. Pues bien, contra todo pronóstico, el subinspector se mostraba esquivo y distante. Claro que ellas no se daban por enteradas y continuaban su cháchara gozosa cada vez con más brío. Me fijé bien en ambas intentando localizar lo que desagradaba a Garzón. Eran guapetonas, vestían con gracia, demostraban cultura y sentido del humor. ¿Qué pega les encontraba, pues, sólo que desvelaban sus secretos frente a mí?

Pero algo le incomodaba sin duda, porque en cuanto vació su jarra, saltó del taburete y me dijo:

—Inspectora, tenemos que marcharnos. Nos reclama el deber.

—¿Llevan un caso complicado? —preguntó Emilia.

—Llevamos dos —contestó Garzón, animado por primera vez—. El del abogado que apareció muerto en Sant Cugat y el de un chico gitano al que asesinaron.

—¡Oh, es terrible! —exclamaron a coro cambiando de actitud.

—Sí, lo es. El crimen no descansa —remató el subinspector poniéndose a mi altura en cuanto a tópicos. Me estiró de la manga y salió con poco disimulada precipitación.

Aquel secuestro se vio interrumpido por Concepción.

—Inspectora, tenga nuestra tarjeta. Volveremos a vernos, ¿no?

—¡Cuando quieran! —dije al vuelo mientras era arrastrada.

Cruzamos la calle a uña de caballo y ya en comisaría me desembaracé de un brazo que era casi un garfio.

—¡Fermín!, ¿quiere soltarme y decirme qué
coño
pasa?

—Nada, Petra, hasta luego, me voy a trabajar.

—¡Usted no se va a ninguna parte! ¡Entre en mi despacho!

Me senté y lo observé.

—¡Nunca me habían sacado a la fuerza de un local!

Sólo le faltaba retroceder y escarbar en el suelo para parecer un becerro poco dispuesto a dar la cara.

—Lo siento, tengo mucho trabajo. ¿Quiere algo de mí?

—Sí. ¿Puede contarme por qué hemos huido de ese par de damas encantadoras?

No tenía salida. Capituló:

—Inspectora, estoy siendo víctima de un acoso sexual. Lo inesperado estuvo a punto de hacerme soltar una carcajada, pero la atajé.

—¿Puede explicarse mejor?

—Esas mujeres que acaba de conocer no me dejan en paz. ¿Ha oído lo que han dicho cuando nos han encontrado en la calle?

—¿Qué?

—¡Qué casualidad!, han dicho ¡qué casualidad! Pues bien, no se trataba de ninguna casualidad. Ellas saben dónde trabajo y me acechan. Y no sólo eso, además me llaman por teléfono, me invitan a cenar, se hacen las encontradizas en los alrededores de mi casa... se trata de un acoso, de verdad.

—Bueno, considerando que es usted un hombre increíblemente divertido, un juerguista total...

—¡Sabía que se lo tomaría a cachondeo!

—Lo que quiero decir es que no hace mucho que ha pasado usted ratos muy agradables con ellas. Es normal que quieran prolongar la amistad, salir alguna vez...

—Es más que eso.

—¿Usted ha dado pie a que vayan más allá de lo normal?

—¡Estábamos de vacaciones, inspectora, en terreno neutral! Bueno, sí, he coqueteado, he hecho un poco el tonto...

—¿Con cuál de las dos?

—¡Con las dos, era un juego inocente!

—En ese caso, es que una de las dos tiene ganas de iniciar una simple aventura con usted. ¡No es para huir así!

—Pero bueno, ¿ha visto la edad que tienen?

Salté sobre él sin darle tiempo a reaccionar:

—Perdón, se me olvidaba que es usted un joven impulsivo que suele ligar con chicas de veinte.

—¡Pare el carro, Petra, no voy por ahí! Quiero decir que dos mujeres de esa edad no tienen la manera de pensar sobre las aventuras que pueda tener usted, que es más moderna.

—¿Y qué quieren entonces de usted?

—Yo creo que tienen aspiraciones matrimoniales.

—¿Cuenta con pruebas para decir eso?

—Indicios, comentarios, indirectas...

—¿No será que en un momento de máxima animación les propuso usted casarse?

Se levantó de un salto.

—¡Ahora sí que me voy!

—¿Qué ocurre, no puedo preguntarle eso?

—Puede preguntarme lo que le dé la gana, pero tiene usted la extraña habilidad de someterme a un tercer grado y hacerme sentir culpable aunque no tenga nada que ocultar.

—Es pura deformación profesional.

Aunque pareciera imposible llegados a aquel punto de la discusión, Garzón se echó a reír.

—Mire, eso ha estado bien. Ha sido gracioso, ésa es la verdad.

¡Loados fueran los cielos!, le había hecho gracia, se había reído con una risa típicamente suya, floja, muda, de la que hacía estremecerse los michelines y subir y bajar los hombros.

—Petra, ¿podrá echarme una mano? No quiero ser grosero con ellas, son unas chicas muy simpáticas y amables, pero no me gustaría que siguieran dándome la tabarra, la verdad. Estoy convencido de que usted sabrá cómo hacerlo.

—Bueno, Garzón, me conoce lo suficiente como para darse cuenta de que detesto interferir en la vida de los demás, y no digamos nada si esa vida tiene algo que ver con lo sentimental, pero si ayudarle a librarse de esas chicas va a devolverlo a su buen humor habitual, y si va a conseguir con eso portarse como un policía atento a su trabajo, y si...

—Ya está bien, inspectora, no se aproveche de la situación.

—De acuerdo, idearé una estrategia para alejarlas.

—¡Bien!

Parecía más tranquilo, liberado, casi feliz. Sólo haber sido capaz de comunicarme sus temores había causado un efecto terapéutico en él. ¡Debería haberlo hecho antes y eso habría redundado en beneficio de la investigación!

—Y ahora, ¡al tajo, Petra!, tenemos mucho que hacer —exclamó, acabando de despejar todos mis resquemores.

El tajo se concretaba para nosotros en algo que ya estábamos deseando hacer: interrogar a la viuda de Juan Luis Espinet. Las sutiles presiones que habíamos ejercido sobre los médicos que debían dar la autorización no hicieron sino empeorar las cosas. El tiempo pasaba sin un testimonio crucial y por eso, cuando se nos comunicó que el estado de salud emocional de Inés podía considerarse casi normal, dimos prioridad absoluta al asunto.

Para que ella no debiera desplazarse a comisaría, fuimos Garzón y yo a casa de sus padres en Barcelona, donde aún se alojaba con los niños. Era un gran piso de la calle Balmes, de un inmueble antiguo, elegante y burgués.

La joven viuda nos recibió sentada en un sillón de la sala. Iba sin maquillar, y estaba pálida como una princesa de cuento. Como una princesa también, llevaba el pelo rubio suelto sobre los hombros. Seria, inmóvil, replegada en sí misma, era la imagen clara de la desdicha y la indefensión. Resultaba bastante probable que se hallara todavía bajo los efectos de alguna medicación psicótropa o tranquilizante. Sus escasos gestos parecían torpes, enlentecidos, y las pupilas se notaban dilatadas. Todos los deseos prácticos y acuciantes que había sentido de tenerla frente a mí para someterla a una batería de preguntas se esfumaron de pronto. No sabía por dónde empezar. Me asaltó la intuición de que no sacaríamos de sus declaraciones nada de valor. Sin embargo, sólo verla, observarla, tenerla delante, me daba las claves necesarias para elaborar una idea mínima de cómo era el matrimonio Espinet.

—Sabemos que hablar de su marido va a costarle mucho —inicié de modo titubeante.

Sólo oír esa frase, su boca se abrió como si fuera a hablar, pero no lo hizo. Buscó aire como un pez sacado del agua. Se puso las manos frente a los ojos y empezó a llorar quedamente. Garzón me miró con apuro. «Se suponía que estaba mejor», decía su mirada. Lo intenté antes de que la cosa fuera a más.

—Inés, por favor, lo entendemos, entendemos su dolor, pero tiene que sobreponerse. Su testimonio nos puede ayudar. Ya han pasado bastantes días desde la muerte de su esposo y cada nueva jornada nos aleja más de encontrar la solución.

Se apretó la nariz con un pañuelo de papel. La barbilla le temblaba. Parecía una niña desorientada y frágil.

—Ya lo sé —susurró por fin—. Les aseguro que lo intento, me he preparado para cuando ustedes llegaran, pero no puedo, no puedo, yo...

No dejaba de llorar, despacio, dejando fluir lágrimas y tiempo.

—¿Quiere que llamemos a su madre para que esté aquí presente?

—Sí, por favor —dijo emergiendo de una especie de desmayo.

La madre de Inés era alta, bien parecida, más corajuda y segura que su hija. Supongo que ya gravitaba sobre ella la experiencia de la vida, por lo que su mirada dejaba traslucir una serenidad desencantada. Estaba dispuesta a ayudar a que su hija superara su zozobra, a que contestara a todo aquello que pudiera aclarar el asesinato de Juan Luis. Gracias a su presencia fue más fácil para mí preguntar, mientras Garzón apuntaba en su libreta.

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