Aquí ya no se trata, como en el Chanztang, de acercarnos a una tienda y pedir hospitalidad. Sin embargo, en Lhasa no existen hoteles ni puestos de etapa de caravana y sólo podemos esperar que toda persona a la que nos acerquemos se apresure a denunciarnos. A la primera tentativa, damos con un criado, el cual finge no oírnos; a la segunda, cuando llamamos a una casa, sale a abrir la puerta una criada que se asusta y se pone a llamar a su ama. A esta le pedimos que nos deje pasar la noche en su casa, pero, alzando las manos, nos suplica que sigamos nuestro camino y justifica su negativa declarando que, si accediera a nuestro requerimiento, el Gobierno daría orden de azotarla. Nunca habríamos creído que las órdenes fuesen tan severas, pero por nada del mundo querríamos ser motivo de un castigo inmerecido. De una callejuela en otra. vamos a dar casi al extremo opuesto de la ciudad, sin atrevernos a probar suerte otra vez. Al fin nos detenemos ante una casa que da impresión de riqueza y en cuyo patio vemos establos y caballos. De nuevo, los criados se niegan a dejarnos cruzar la puerta. Fingiendo no comprender, descargamos nuestro asno y entramos. Por su parte, el encargado del asno, que empieza a sospechar lo irregular de nuestra situación, insiste para abandonarnos inmediatamente. Le pagamos su salario y, sin aguardar más, desaparece como alma que lleva el diablo. Los sirvientes de la casa, desanimados ante nuestra resuelta actitud, dan suelta a su desesperación: nos suplican, se lamentan, nos conminan a salir de allí, se escudan detrás de la autoridad de su
bönpo
y nos hablan del castigo que les espera si no nos marchamos.
Por más que lo comprendemos y lo sentimos. el cansancio puede más que nuestros escrúpulos y, por tanto. hacemos el sordo. A nuestro alrededor se va agrupando el gente, atraído por los gritos e imprecaciones. Se forma un círculo de curiosos y la vista de nuestros pies llenos de ampollas suscita la compasión. Algunos se limitan a encogerse de hombros con expresión de lástima, pero una mujer toma la iniciativa de ir a buscarnos té y manteca. El ejemplo cunde y pronto se acumulan los regalos:
tsampa
, leña para hacer fuego, etc.
Los donantes son las mismas personas que hace un momento nos negaban la hospitalidad. Tal vez quieren hacernos olvidar la mala acogida, o bien expresan así su satisfacción por vernos instalados en una casa que no es la suya.
Estamos empezando a restaurar nuestras fuerzas cuando, de pronto, alguien nos dirige la palabra en un inglés impecable. A pesar de la oscuridad, veo que se trata de un tibetano y le pregunto si no será por casualidad uno de los cuatro nobles que han estudiado en Rugby, en Inglaterra. El desconocido lo niega, pero dice que pasó algunos años en la India, a lo cual debe sus conocimientos lingüísticos. Se ofrece a enviarnos a sus criados con algunos alimentos, pero se muestra tan categórico como sus compatriotas con respecto a la cuestión del alojamiento: sin permiso de las autoridades municipales no puede tomar sobre si la responsabilidad de alojarnos. Tras estas palabras, se marcha, y por los curiosos que nos rodean nos enteramos de que el desconocido es un alto personaje llamado Thangme.
Seguimos conversando al resplandor de la hoguera cuando, atravesando la multitud, se presentan unos criados que nos invitan a seguirlos. Sin esperar siquiera contestación, se apoderan de nuestros equipajes y echan a andar.
Por el camino nos explican que Thangme, su amo, es el gran jefe de la electricidad. Cada vez que aluden a el, le llaman kino, es decir, «excelencia». Esa es la más ceremoniosa fórmula de cortesía, y nosotros decidimos emplearla también.
Gracias a Dios, Thangme vive muy cerca y, seguidos de un numeroso acompañamiento pronto llegamos a su casa, donde nos aguarda en lo alto de la escalera teniendo a su lado a su joven esposa, una bella tibetana.
Nuestro primer gesto es el de quitarnos los abrigos de piel de cordero, llenos de mugre y parásitos; los criados se los llevan rápidamente y. con un gesto de la mano, Thangme nos invita a sentarnos.
—El magistrado municipal me ha autorizado a darles alojamiento, pero sólo por una noche —nos advierte—. Después será el consejo de ministros el que tendrá que tomar la definitiva resolución.
De momento, esto nos basta; el solo hecho de saber que en Lhasa somos huéspedes de una familia noble, nos colma de alegría.
En la habitación donde nos hallamos han instalado dos camas, o, mejor dicho, dos divanes cubiertos de tapices, junto a los cuales hay una estufa de hierro alimentada con ramas de enebro; ya se que esto constituye un lujo y un favor especial, pues ese combustible han tenido que traerlo de muy lejos a lomos de
yak
.
Nuestro anfitrión no cesa de hacernos preguntas:
—¿De dónde venís?
—Del Changtang.
—¿Quienes sois?
—Dos prisioneros de guerra fugados de la India. Dos alemanes.
—¿Y habéis venido a pie desde tan lejos?
Su asombro es enorme; desde que el Tíbet existe, pueden contarse con los dedos de una mano los viajeros que lograron atravesar y salir con vida de las mesetas del Noroeste, infestadas de bandidos.
El lujo que nos rodea hace que nuestras ropas resulten todavía más míseras. Los vestidos que hasta ahora representaban toda nuestra riqueza y poseían a nuestros ojos un valor enorme, de repente pierden todo su prestigio. Nuestro deseo más vehemente es desprendernos de ellos sin tardanza y ponernos otros nuevos. Con la excusa del cansancio, pedimos permiso para retirarnos y nos quedamos inmediatamente dormidos. Desde nuestra salida de Kyirong, es la primera vez que nos acostamos sin temores…
Al despertarnos a la mañana siguiente, entran unos criados que nos sirven té y dulces, y nos desayunamos en la cama. Después traen agua caliente y al fin podemos lavarnos y afeitarnos. Para completar la metamorfosis, se presenta un peluquero musulmán, que se ofrece a cortarnos el pelo y poner un poco de orden en nuestras greñas.
Aun cuando el resultado no es ninguna obra de arte, sin embargo suscita gran admiración entre los espectadores, porque para los tibetanos la cuestión del peinado está sumamente simplificada: la mayoría de ellos llevan la cabeza afeitada o bien con trenzas.
Hacia el mediodía llega Thangme trayendo noticias alentadoras.
El ministro de Asuntos Exteriores se ha dignado recibirlo, asegurándole su benevolencia para con nosotros. De cualquier modo, y al revés de lo que tememos, no seremos entregados a los ingleses y se nos concede el derecho de asilo, aunque sólo de modo temporal, pues nuestro caso no puede resolverlo definitivamente mas que el regente, que es la más alta autoridad del Tíbet durante la minoría del Dalai Lama, de once años a la sazón. En aquel momento se halla en el monasterio de Taglung Tra, haciendo unos días de retiro. Entre tanto, el ministro nos ruega que permanezcamos en casa de Thangme, en interés propio y para ponernos a cubierto de los fanáticos a quienes pudiera escandalizar nuestra presencia en la ciudad santa.
Esta decisión colma nuestras esperanzas; hace meses que dura nuestro viaje, y la perspectiva de un descanso forzoso está muy lejos de desagradarnos. Por los periódicos que nos traen nos enteramos de que se han producido desórdenes en algunos lugares del mundo y que en Inglaterra y en Francia trabajan todavía prisioneros de guerra alemanes.
Tres días después, y enviado por la administración comunal, se presenta un
bönpo
seguido de seis policías, tan sucios y desarrapados, que más bien podrían pasar por atracadores de caminos.
El funcionario se excusa cortésmente por tener que registrarnos el equipaje y luego nos pide que le contemos todas las peripecias de nuestra huida de Kyirong. Al preguntarle el motivo de estas diligencias, responde que esos informes les permitirán confundir a los gobernadores de distrito y castigarlos por su negligencia, pues, según añade, el permitir que dos extranjeros lleguen sin tropiezo hasta Lhasa es algo que frisa con la traición. En consecuencia, le aclaramos que, para evitar esos tropiezos, hemos soslayado siempre las poblaciones donde residen las autoridades provinciales. A continuación, nuestro interlocutor nos confiesa con la mayor seriedad que, por un momento, había creído que se trataba de una invasión del Tíbet por los alemanes. Como los habitantes de Lhasa a quienes habíamos pedido asilo se apresuraron, cada cual por su lado, a enterarle de nuestra llegada, sacó la conclusión de que numerosos destacamentos llegaban por varias direcciones a la vez.
El enviado de las autoridades municipales cerró la conversación declarando que Lhasa y el Tíbet son lugares estrictamente prohibidos a los extranjeros y que el Gobierno está firmemente decidido a conservar ese aislamiento.
—¿Adónde iremos a parar —dijo como colofón— si todo el mundo fuera libre de cruzar a su antojo el Himalaya?
¿Que ocurrirá, en realidad, en semejante caso? Pues sencillamente esto: un hombre introducirá en el país un vehículo de ruedas que, tarde o temprano, vendrá a suplir la conducción a espaldas de hombres, sustituyendo también al
yak
; siguiendo las huellas del primero, otro extranjero, armado con una jeringuilla de penicilina, emprenderá la tarea de expulsar las enfermedades venéreas de las tiendas de los nómadas y de los palacios de los nobles. Pero el tercero y el cuarto se dedicarán a arrancar del suelo tibetano el oro y los demás minerales que encierra. Los torrentes y ríos servirán para mover turbinas; sobre los altos puertos, donde ahora ondean al aire oriflamas y banderolas, se alzaran puestos de gasolina y hoteles de turismo. En fin, expulsando de sus últimos tronos terrestres a los dioses, telesquíes y funiculares se lanzaran a la conquista de las montañas. ¡Y es precisamente contra esa invasión que el Tíbet y su Gobierno están resueltos a defenderse!
La noticia de nuestra llegada ha corrido ya por toda la ciudad y es la comidilla del día; en consecuencia, los visitantes comienzan a afluir.
La esposa de Thangme, perfecta ama de casa, saca toda la plata.
Las tazas de té son vasitos de porcelana encajados en soportes de oro o de plata. provistos de una tapa del mismo metal. Según la categoría de los visitantes, se ponen más o menos adornadas y labradas: hay algunas de varios siglos de antigüedad, que son verdaderas maravillas del arte chino.
Thangme es un noble de quinta categoría; a excepción de sus padres y demás miembros de la familia, sus invitados pertenecen todos al tercer o cuarto grado de la nobleza. La curiosidad les hace venir a su casa. Uno de los más ilustres es el hijo del célebre ministro Tsarong, que ha venido a visitarnos acompañado de su esposa.
Su padre de condición humilde, fue el favorito del decimotercer Dalai Lama durante cuyo reinado, y favorecido por una inteligencia y unas aptitudes excepcionales, alcanzó los más altos puestos de la gobernación del país. Cuarenta años atrás Tsarong se distinguió al organizar y llevar a efecto la huida del Dalai a la India ante la soldadesca china. Fue ministro durante largo tiempo y disfrutaba de poderes iguales a los de un regente; más tarde, Kumphel La, otro favorito, logró suplantarlo, pero nunca gozó de igual prestigio. Tsarong, que pertenece a la nobleza de tercera categoría, dirige en la actualidad la Fábrica de la Moneda tibetana. Su hijo, de veintiséis años, ha sido educado en la India y habla correctamente el inglés. Entre sus cabellos lleva un amuleto de oro privilegio de los hijos de ministros, aunque el padre no tome ya parte del Gobierno. Se es noble por nacimiento, o bien se puede llegar a serlo en premio a los servicios prestados.
Mientras los criados sirven el té, charlamos en inglés, a menos que la esposa de Tsarong hijo nos pida que le expliquemos alguna cosa determinada. Se llama Yanchenla y se la considera como una de las beldades de Lhasa. De todos modos, el rojo de labios, el colorete y los polvos de arroz no le son desconocidos, ni mucho menos.
Además demuestra una vivacidad de inteligencia nada común y, como la mayoría de las tibetanas. no sabe lo que es la timidez y se ríe continuamente.
El joven Tsarong, dando muestras de una extraordinaria erudición, nos proporciona los últimos detalles sobre las conferencias de Potsdam, la división de Alemania y de Austria en zonas de ocupación, los procesos contra los criminales de guerra y la angustiosa situación alimenticia de Europa. En sus palabras no asoma ni rastro de odio o de resentimiento, sino, al contrario, una gran bondad y un sólido buen sentido, como el que poseen únicamente los seres que, ignorando complejos y prejuicios, contemplan el desarrollo de los acontecimientos mundiales con la serenidad del sabio.
Continuamente, en el curso de la conversación, el muchacho repite una misma frase:
—Somos unos zoquetes; todos los tibetanos son unos zoquetes…
Cuál puede traducirse por «imbécil»; pero el verdadero sentido es más bien el de «retrógrado» o «atrasado». En boca de Tsarong, esta declaración no constituye una acusación contra sus compatriotas, ni tampoco implica que su autor desee cambiar tal estado de espíritu. Es cierto que nuestro interlocutor ha cursado sus estudios en la India y esta al mismo nivel que un licenciado por cualquier universidad inglesa, americana o francesa. Es dueño de una estación de radio construida por el mismo y a la que proporciona la corriente un generador movido por un molino de viento puesto sobre el tejado de su casa; pero por nada del mundo adoptará las costumbres europeas o americanas. Jamás trocará su manera de vivir casi medieval por la existencia trepidante de cualquier metrópoli o de una gran ciudad.
Y, sin embargo, si lo quisiera, nada más fácil para el, pues a su padre se le tiene por multimillonario.
Nuestra primera velada en compañía de nobles tibetanos se prolonga terriblemente. Una y otra vez hemos de explicar los pormenores de nuestra aventura. y tengo el convencimiento de que Tsarong y Thangme se enteran por nosotros de cómo es el interior de una tienda de nómadas. Ni el uno ni el otro hacen nada por ocultar su admiración ante nuestra proeza y experimentan un pavor retrospectivo al pensar que hemos atravesado en pleno invierno las terribles montañas Nien-Tchen-Tang-La. Pero esa recepción celebrada en nuestro honor no es mas que un preludio; al otro día le sigue una cena, luego otra, y otra aún. Yo me pregunto si este aumento de trabajo y este desfile continuo de curiosos e invitados no resultara una molestia para Thangme y su esposa.