Siete años en el Tíbet (12 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Nos dirigimos hacia el Norte en dirección al collado de Kora, a 5.600 metros de altura. Antes de iniciar la subida pasamos la noche en el pueblo de Khargyu, situado al pie de la montaña, pero esta vez resulta más difícil hacernos pasar por hindúes, pues los habitantes ya han visto europeos y nos miran con recelo, preguntando si ya hemos visitado al
bönpo
de Sutso. Este alto funcionario vive en una gran residencia que nos llamó la atención antes de llegar a Khargyu y que, construida sobre una eminencia, se descubre a lo lejos.

¡Afortunadamente, nadie nos vio pasar!

De ahora en adelante habremos de estar prevenidos y renunciar a la historia de que somos unos comerciantes hindúes de paso hacia la capital; mejor será presentarnos como simples peregrinos.

Al atardecer salimos en dirección al collado, desde el cual nos dicen que basta «dejarse ir hacia abajo» para alcanzar el curso del Stangpo. Ninguna otra cosa podría complacernos tanto, pues ya estamos hartos de escalar incesantemente una montaña tras otra.

Por desgracia, Armin no comparte nuestro entusiasmo; una vez llegados a la cima, da la vuelta y emprende el galope en dirección contraria.

Echamos a correr tras el, esforzándonos por atraerle a una más exacta comprensión del asunto. Pero resulta inútil; tanto más cuanto que a esta altura quedamos pronto sin aliento, mientras que Armin, a pesar de los ochenta kilogramos de equipaje que transporta, sigue galopando como un loco.

Al fin se detiene a mitad de la cuesta, y entonces, adornándome con los atributos de la seducción, un haz de paja en este caso, me lanzo a la conquista de Armin. Este se deja tentar y vuelve a subir, pero a los pocos metros de la cima se para otra vez, negándose a seguir avanzando. ¿Que podemos hacer? En semejante caso no es posible la elección: Armin es quien manda y nosotros obedecemos instalándonos al abrigo de una roca para pasar la noche. El viento que sopla en fuertes ramalazos nos impide encender fuego y, en consecuencia, hemos de conformarnos con la
tsampa
y la carne cruda.

Nuestro único consuelo es el magnífico espectáculo del monte Everest, que resplandece en el horizonte, iluminado por los últimos rayos del sol poniente.

A la mañana siguiente, Armin vuelve a las andadas y para quitarle de una vez las ganas de reanudar sus carreras de la víspera, le atamos una cuerda al cuello. Al principio se porta como un buen chico, pero en cuanto le concedemos una chispa de libertad, lo aprovecha para lanzarse a la carga y derribarnos. Decididamente, Armin es incorregible y estoy decidido a cambiarlo por otro
yak
más dócil.

En el pueblo siguiente lo trueco por un caballo; pero, por desgracia y contrariamente a lo dicho por su propietario, el animal resulta algo patizambo.

Aquel mismo día llegamos al valle del Brahmaputra; el rio no esta helado, pero arrastra grandes pedazos de hielo. ¿Cómo atravesarlo? Viendo algunas casas y un monasterio en la orilla opuesta, sacamos la consecuencia de que ha de haber algún pontón por los alrededores y, examinando las márgenes, tenemos la sorpresa de hallar un puente colgante. Pero, construido solo para peatones, no sirve para los animales. y mientras los hombres cruzan la pasarela, los animales alcanzan a nado la otra orilla. Al menos, así lo hacen los mulos y los
yaks
; pero nuestro caballo se pone a relinchar y no logran convencerle ni las buenas palabras ni los golpes. ¡Verdad es que ya estamos acostumbrados! Ante la obstinación del caballo, me veo obligado a descargar los equipajes y volver atrás para ver si puedo convencer al tratante de que anulemos el intercambio que hicimos dos horas antes. También aquí tropiezo con una resistencia imprevista, hasta que al fin, ante mi actitud amenazadora, el hombre accede a devolverme a Armin. Nunca sabré si Armin esta contento o no de encontrarse otra vez con su antiguo dueño.

Cuando vuelvo a reunirme con Auischnaiter, que se quedó junto al puente, ya es noche cerrada, por lo que resulta imposible cruzar el río. Pasamos la noche en una choza y dejo a Armin atado junto a ella.

Nadie se fija en nosotros porque peregrinos y comerciantes acostumbran hacer un alto aquí antes de proseguir su viaje.

A la mañana siguiente he de rendirme ante la evidencia: eran vanos mis temores con respecto a Armin, pues resulta que es un nadador admirable. Algunas olas le sumergen, la corriente le arrastra, pero nada consigue hacerle perder su cachaza. Al cabo de un rato, le vemos tomar tierra en la orilla opuesta y sacudirse como un perro de aguas. ¡Y pensar que ayer tarde me daba a todos los demonios!

Al otro lado del puente se halla la población de Chung Rivoche, que se jacta de poseer espléndidos monumentos religiosos. Colgado en un saliente de la montaña, un monasterio se refleja en el río y en su orilla se levantan numerosos templos con el frontispicio adornado de inscripciones chinas. El pueblo y el monasterio están rodeados por sólidas murallas. Otro detalle curioso es el chörten (una forma de tótem) más grande de lo corriente (mide veinte metros de altura), el cual indica el carácter sagrado del lugar. En torno al monumento giran constantemente ochocientas ruedas de plegarias, las cuales proclaman la sabiduría de los dioses y les transmiten los deseos de los fieles. Un monje está especialmente dedicado a engrasar los ejes de las ruedas. Un poco más allá, unos enormes tambores conteniendo las fórmulas rituales giran lentamente, movidos por hombres y mujeres que desean asegurarse una ventajosa reencarnación. Otros fieles van y vienen agitando unas pequeñas ruedas portátiles, mientras que encima de los tejados, inmensas ruedas provistas de aspas giran empujadas por el viento, también él puesto al servicio de las divinidades del lamaísmo.

Habiendo descubierto un alojamiento donde pasar la noche, resolvemos hacer un alto en este hospitalario pueblo, para marchar al cabo de dos días. En seguida nos alegramos grandemente de esta decisión, por darnos la oportunidad de conocer a un tibetano que ha vivido veintidós años en la India, al servicio de una misión cristiana.

La añoranza le obliga a regresar a su tierra para acabar allí sus días.

Igual que nosotros, realiza el viaje a pesar del invierno: cuando llueve, se incorpora a las caravanas. Nos enseña algunos periódicos ingleses y por primera vez podemos ver fotografías de ciudades alemanas bombardeadas y conocer algunos detalles del final de la guerra en Europa. Si bien las noticias son desastrosas, este inesperado encuentro nos permite ponernos de nuevo en contacto con el mundo exterior, y lo que acabamos de saber reafirma nuestra determinación de quedarnos en Asia. Por un momento, pensamos decirle al desconocido que se una a nosotros, pero, conscientes de no poder asegurarle ninguna protección, nos abstenemos de hacerlo. Antes de separarnos le compramos lápices y papel, de los que lleva una pequeña provisión.

Llegar a Lhasa, empresa arriesgada

El camino que nos disponemos a seguir se aparta del Tsangpo.

Dos días de marcha nos conducen a Sangsang Gewu, donde volvemos a tomar la ruta de las caravanas que vienen del Tíbet occidental y que hace un año abandonamos en Tradün. El pueblo está gobernado por un monje, pero en el momento de nuestra llegada se encuentra haciendo unos días de retiro en un monasterio próximo. El sustituto nos hace infinidad de preguntas, pero como han llegado a sus oídos noticias de la buena acogida que nos dispensaron el año pasado los bonpos de Tradün, se deja convencer sin demasiadas dificultades. ¡Por fortuna, ignora que viajamos ilegalmente!

Pero no nos faltan otras preocupaciones. Con la moneda de oro y las ochenta rupias que nos quedan es de todo punto imposible que logremos llegar a la frontera china; pero, en cambio, pueden bastarnos si, renunciando a nuestros primitivos planes, ponemos proa hacia Lhasa.

Ahora bien: conocemos ya nuestro nuevo objetivo, pero no el camino que a él conduce. Lo más sencillo será seguir la ruta de las caravanas, jalonada de puestos de etapa donde encontrar cobijo y alimentos; en unas cuantas semanas llegaríamos a la capital. Pero ¿no estaremos en constante peligro de ser descubiertos? Aun cuando diéramos un rodeo para evitar Chigatse, la segunda ciudad del Tíbet, encontraríamos muchas otras poblaciones en las que residen gobernadores de distrito. El riesgo es demasiado grande; más vale que probemos a llegar a Lhasa atravesando las mesetas del Changtang. Desgraciadamente, carecemos de mapas y de cualquier clase de noticias sobre esa región, de modo que tendremos que guiarnos por las indicaciones de los nómadas que encontremos.

El 2 de diciembre de 1945 en compañía de Armin, que lleva nuestros equipajes, emprendemos el camino cruzando el helado cauce del Raga Tsangpo. Durante todo el día seguimos por un valle que se va elevando poco a poco en dirección a las altas mesetas. Al caer la noche tenemos la suerte de divisar una tienda detrás de un pequeño muro de piedra que la protege del viento. Por todo el Tíbet se encuentran miles de cercados como ese, hechos por los nómadas.

Cuando nos acercamos a la tienda, dos perros se precipitan hacia nosotros ladrando furiosamente y, atraído por el escándalo, un hombre sale del refugio y se dirige a nuestro encuentro. Le pedimos asilo por una noche, pero nos lo niega y tan sólo se aviene a darnos boñigas de
yak
desecadas, para hacer fuego. Por fortuna, en los montes de los alrededores encontramos algunas matas de enebro con las que podemos alimentar el fuego hasta la mañana siguiente…

Nuestro campamento es relativamente confortable, pero no logro pegar un ojo en toda la noche, porque me siento con el corazón oprimido. Hace años, cuando me halle por primera vez al pie del Eiger y del Nanga Parbat, experimenté una sensación análoga. Esta aventura, ¿no estará condenada al fracaso? Es cierto que más vale ignorar lo que a uno le espera, porque en lo que a nosotros se refiere, de haber sabido todo lo que íbamos a pasar, nos hubiéramos vuelto atrás inmediatamente. Antes que nosotros, nadie se había aventurado por aquellas regiones, que figuran en blanco en todos los mapas.

Al día siguiente después de escalar la montaña que desemboca en un alto collado, alcanzamos el Techo del Mundo, inmensa llanura sin fin, cubierta de nieve y barrida por un viento glacial.

Estamos en el famoso Changtang, patria de los nómadas y de los bandidos.

Nómadas entre los nómadas

Algunos días más tarde encontramos una tienda ocupada por una mujer joven, que consiente en darnos asilo y nos ofrece una taza de té con manteca: por primera vez me lo tomo sin repugnancia. La mujer se cubre con un largo abrigo de piel de cordero que lleva pegado a la piel, y entre sus cabellos trenzados brillan monedas de plata y joyas de bisutería barata de fabricación extranjera. Nos explica que sus dos maridos estarán ausentes todo el día, pues se hallan recogiendo los mil quinientos corderos y los centenares de
yaks
que constituyen toda su fortuna. Por lo visto, la poliandria se practica también entre los nómadas.

A la noche regresan los maridos, los cuales nos hacen objeto de una cordial acogida. Dentro de la tienda hace un agradable calorcillo y comemos con gran apetito, después de lo cual nos dormimos en un rincón.

Al día siguiente, bien descansados, nos despedimos de nuestros amables huéspedes y reanudamos la marcha. A diferencia de las regiones que hemos atravesado durante los días anteriores, en esta comarca no hay ni rastro de nieve y por todas partes se ven múltiples serklles de vida animal. En varias ocasiones vemos pasar rebaños de antílopes que, sin espantarse lo más mínimo, se acercan a nosotros, mientras deploramos no tener ni un fusil ni una pistola, que nos permitirían mejorar nuestro menú.

Al llegar a lo alto de un puerto, divisamos unos inmensos glaciares en los límites de la meseta; pero el viento que sopla tempestuosamente nos quita las ganas de prolongar la parada y nos apresuramos a descender por la otra vertiente.

Una vez más, la suerte nos favorece, pues al atardecer encontramos otra tienda ocupada por un matrimonio y sus cuatro hijos.

Por más que ya sea demasiado pequeña para la familia, no obstante nos hacen sitio junto al fuego. Todo el día siguiente lo pasamos estudiando las costumbres de esos nómadas.

Los hombres pasan el invierno sin hacer realmente nada: cortan correas, se hacen el calzado y se ocupan en pequeños trabajos domésticos. Entre tanto, las mujeres recogen boñigas de
yak
, llevando a la espalda al hijo más pequeñín arropado en un abrigo. Cada noche se reúne el ganado y se ordeñan los animales. En invierno, los nómadas comen carne aderezada con grasa. La harina de cebada, alimento básico de los habitantes de las llanuras y de las poblaciones rurales, no se conoce entre los pastores de las altas mesetas del Changtang .

Estos nómadas, para subsistir tienen que utilizar hasta el máximo los escasos recursos que la naturaleza pone a su alcance. De todo sacan partido: para dormir se acuestan uno junto a otro sobre pieles de cordero extendidas en el suelo y se quitan los vestidos y se los echan encima a guisa de manta para no desperdiciar el calor almacenado durante el día. Al amanecer, los primeros pasos son para avivar el fuego con un fuelle y calentar el té. El fuego del hogar es el centro de la vida familiar; no se apaga nunca y el humo sale por una abertura practicada en la techumbre de la tienda. Al igual que en las casas de los campesinos, un altarcillo ocupa el sitio de honor; en general, es un cajón en el que se expone un amuleto, una estatuilla de Buda y el retrato del Dalai Lama. La llama de la lámpara de manteca que arde ante las imágenes apenas resulta visible en este ambiente glacial y rarificado. En esta vida monótona, el único acontecimiento es la feria que se celebra cada año en Gyanyima, donde los pastores concentran sus rebaños, cambiando los corderos por alimentos, utensilios de cocina, agujas, hilo y joyas para sus esposas. El dinero no tiene curso en esta comarca extraviada y las transacciones se realizan exclusivamente por medio de trueques en especie.

Con pesar nos despedimos de la familia que nos ha dado asilo y, para demostrar nuestro agradecimiento a esas buenas gentes, les regalamos hilo y una caja de pimienta.

Cada día cubrimos una distancia media de veinte a treinta kilómetros, según si se encuentra o no algún campamento en el camino, pero la mayor parte de las noches dormimos al raso. El simple esfuerzo de recoger boñigas de
yak
y de hacer fundir la nieve nos deja agotados y, a fin de no malgastar nuestras energías, evitamos incluso el hablar. Como no tenemos guantes, para reemplazarlos nos hemos puesto calcetines de lana en las manos. Una vez por día hacemos hervir carne y nos la comemos en el mismo puchero, porque a la altitud en que nos hallamos el agua hierve muy pronto, pero la temperatura es tan baja que la grasa se cuaja casi instantáneamente.

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