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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Siete años en el Tíbet (8 page)

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Tradün, rojo monasterio de techumbres doradas

Al atardecer entramos en Tradün. El pueblo está dominado por la mole de su monasterio de lamas, que el sol poniente colorea con reflejos purpúreos. Detrás de la eminencia en que esta edificado se apiñan las casas de la población, que, como todas las de esta región del Tíbet, están construidas con pellas de tierra y recubiertas de tejas sin cocer. Los habitantes se han reunido para vernos y nos contemplan en silencio. Inmediatamente nos conducen a una casa preparada para nosotros, y apenas hemos tenido tiempo de descargar nuestros animales cuando se presentan unos criados que nos invitan a seguirlos.

Cruzando por entre una multitud de empleados y subalternos, penetramos en una gran estancia, en la que un monje sonriente y panzudo está sentado en un alto sitial; a su lado y al mismo nivel se halla su colega civil. En sitio algo más bajo han tomado asiento el prior del monasterio y un comerciante nepalí. Este último habla inglés y sirve de intérprete. A nosotros nos han reservado un diván hecho con almohadones, lo cual nos evita tener que sentarnos como los sastres, a estilo tibetano. Con maneras corteses nos invitan a tomar el té y algunos dulces, antes de abordar la cuestión espinosa.

Después, sus excelencias nos piden el pasaporte para revisarlo, al cual hacen objeto de un examen muy atento. En la sala reina un profundo silencio. Por fin, el monje y su colega nos comunican las dudas que abrigan con respecto a nosotros. ¿Es realmente cierto que somos alemanes? El hecho de que hayamos logrado engañar a los ingleses y evadirnos les asombra y les hace dudar de nuestra identidad. ¿Si seremos rusos o ingleses? Desconfiando siempre, nos piden que les enseñemos nuestros equipajes y, una vez expuesto su contenido en el patio interior, se dedican a un minucioso escrutinio.

Hay una cosa que les preocupa más que nada: ¿estamos en posesión de algún arma o de una emisora de radio? No hay cosa más fácil de comprobar, pero mi gramática tibetana y un libro de historia que encuentran en mi saco les parecen sospechosos.

Nuestro pasaporte declara que nos dirigimos al Nepal, y esta estipulación parece agradar mucho, pues los funcionarios nos ofrecen para ello toda la ayuda imaginable. Incluso nos aconsejan que marchemos al día siguiente. Tan solo dos días de camino y un solo puerto nos separan de la frontera. No hay que decir que semejante apresuramiento no cuadra en absoluto con nuestras intenciones; el Nepal no es mas que un pretexto para nosotros y, cueste lo que cueste, estamos resueltos a conseguir una autorización para quedarnos en el Tíbet.

Apelando a todos nuestros medios, rogamos a los dos altos funcionarios que nos concedan el derecho de asilo, invocando las leyes internacionales y equiparando la posición del Tíbet a la de Suiza.

¡Todo inútil! Nuestros interlocutores se atienen a las indicaciones contenidas en el pasaporte y se muestran irreductibles. ¡No importa! Después de varios meses de permanencia en este país, empezamos a familiarizarnos con la mentalidad asiática: jamás debe uno darse por vencido y echarlo todo a rodar. De modo que proseguimos la conversación, siempre en tono cortesano. Los dos funcionarios nos explican que actualmente están efectuando el cobro de los impuestos y nos confiesan que su verdadera categoría no es tan elevada como hace suponer el número de servidores y la pompa que les rodea.

La entrevista llega a su fin. Por nuestra parte, resolvemos demorar por algunos días nuestra salida de Tradün. Al día siguiente, unos criados nos traen otra invitación de los bonpos. Esta vez nos invitan a un almuerzo y, a juzgar por la cantidad de pasteles al estilo chino que nos sirven, debemos inspirar lástima. Cuando, aplacada el hambre, hacemos acción de apartar los platos, se alza un coro de protestas. Los comensales nos animan a seguir comiendo, y de ello deducimos que en el Tíbet es de buen tono dar las gracias al anfitrión antes de quedar artos.

Nos maravilla la habilidad consumada con que los comensales se sirven de los palillos para comer, y nuestra admiración no conoce límites cuando les vemos tomar el arroz grano a grano, como si tal cosa. Por su parte también se admiran, muy divertidos, de nuestra habilidad en el manejo de los tenedores, y en varias ocasiones prorrumpen en estrepitosas carcajadas. Al final de la comida, el chang hace su aparición y el ambiente se pone decididamente eufórico.

La conversación, que antes era ceremoniosa, va tomando poco a poco un giro más personal; nuestros anfitriones nos participan que, habiendo reflexionado, se avienen a transmitir a Lhasa nuestra petición y nos invitan a redactar en el acto un memorial que unirán al pliego oficial. Eso es mucho más de lo que esperábamos. En nuestra presencia entregan la carta sellada a un mensajero que se pone inmediatamente en camino hacia la capital.

Finalmente y para colmo de dichas nos autorizan a residir en Tradün en espera de la respuesta; pero, aleccionados por las anteriores experiencias, pedimos confirmación escrita de este permiso, y también en esto se nos complace. Esta vez estamos locos de alegría y, deshaciéndonos en demostraciones de agradecimiento, nos retiramos a la casa que nos ha sido asignada. Apenas acabamos de entrar en ella, cuando se abre la puerta para dar paso a dos servidores cargados con sacos de harina, de arroz,
tsampa
y cuatro corderos recién sacrificados. Detrás de ellos se presenta el notable de la población, el cual declara ceremoniosamente que aquellos regalos nos los envían Sus Excelencias en prenda de amistad. Antes de retirarse, el notable nos dirige unas palabras de las que más adelante comprenderemos toda la importancia:

—En el Tíbet, la prisa del europeo está fuera de lugar. Aprended la virtud del tiempo y de la paciencia. ¡Así llegaréis antes al fin!

Una vez solos, mis compañeros y yo nos preguntamos si todo aquello no será un sueño. ¿Cómo explicarnos aquella repentina suerte? Nuestra petición va camino de Lhasa, poseemos provisiones para varios meses y, en fin, tenemos un techo, un techo de verdad, y una sirvienta (ni joven ni bonita, por desgracia) que enciende el fuego y va a buscar agua. Una cosa nos preocupa: ¿cómo demostraremos nuestro agradecimiento a los bonpos? Aparte los medicamentos, no poseemos nada.

Lo más probable es que tengamos que esperar al menos tres meses la respuesta del Gobierno, y, por tanto, empezamos a trazar planes para matar el tiempo: excursiones por la región del Annapurna y del Dhaulagiri, caminatas hasta las mesetas del Changtang, situadas al Norte. Un día, a requerimiento del notable de Tradün, el prior del monasterio nos hace llamar y nos entera de que la autorización de residir en Tradün implica que no podemos alejarnos a más de un día de marcha de esta localidad. Somos libres de ir adonde queramos, a condición de que por la noche estemos de vuelta. En caso de una trasgresión de estas prescripciones, el mismo se vería obligado a informar a sus superiores y, por supuesto, la cosa podría repercutir desfavorablemente sobre la decisión final del Gobierno de Lhasa.

Ante esta advertencia, hemos de contentarnos con pequeñas excursiones por las montañas de los alrededores. Una cumbre nos atrae especialmente, el cono aislado de 7.065 metros de altura del Lungpo Kangri. Con frecuencia nos dirigimos hacia esta montaña para dibujar su extraña silueta. Al igual que el Kailas, el Lungpo Kangri se alza como centinela avanzado ante la cordillera del Transhimalaya, dominando la alta meseta que le rodea.

Mirando hacia el Sur se descubren las gigantescas cimas del Himalaya, a más de cien kilómetros de distancia, y un buen día, no pudiendo resistir más, Aufschnaiter y yo decidimos ir a observarlas más de cerca. El Tarsangri es nuestro objetivo; pero antes hay que atravesar el río Tsangpo, muy ancho en este sitio, y los barqueros tienen orden de no transbordarnos. No encontrando otro recurso, nos lanzamos al agua con la intención de pasar a nado a la otra orilla.

Aufschnaiter lleva sus ropas en la cabeza, cuidadosamente enrolladas. De pronto, el paquete se le cae, la corriente lo arrastra, pero afortunadamente llego a tiempo de pescarlo. Una vez en la orilla opuesta, iniciamos la escalada y llegamos hasta la cumbre del Tarsangri. El panorama es inigualable; desde nuestro observatorio se descubren centenares de cimas, de las cuales muchas ni siquiera tienen nombre. Dibujamos sus siluetas y después emprendemos el regreso a Tradün. Nadie nos recrimina por nuestra escapatoria y el prior del monasterio y el notable del lugar incluso parecen alegrarse de que no nos hayamos fugado.

Tradün parece un inmenso almacén. Las caravanas traen aquí cargamentos de sal, té, lana, albaricoques secos e infinidad de otros productos que dos o tres días después otras caravanas se llevan hacia el Tíbet central o hacia el Nepal, a lomos de
yaks
, de mulos y de corderos. El tráfico es intenso, y este ininterrumpido desfile de rostros nuevos aleja toda monotonía a nuestra permanencia aquí.

Alguna vez, Tradün recibe la visita de altos personajes y entre otros presenciamos el paso del Garpon de Gartok en ruta hacia su capital. Al cortejo oficial le precede con bastante antelación un destacamento de soldados. Al día siguiente llega el cocinero, que instala sus cocinas. Y por fin, al otro día, aparece el Garpon, seguido de sus treinta criados y criadas. Todos los habitantes, nosotros inclusive, se reúnen para recibirle. El alto personaje y su familia van montados en mulos ricamente enjaezados y el jefe del pueblo y sus servidores los conducen al local expresamente habilitado para el Garpon y su séquito. Pero la hija del Garpon produce en mí aún mayor impresión que su padre, pues desde 1939 es la primera vez que vemos una mujer joven no sólo bonita, sino limpia. Vestida de seda de pies a cabeza, lleva las uñas pintadas y toda su persona respira salud. Lo único que podría reprochársele es que abusa del rojo de labios, de los polvos y el colorete. En respuesta a mi pregunta:

«¿Eres tu la mujer más bonita de Lhasa?», se echa a reír y declara que hay muchas otras infinitamente más bellas. ¡Lástima que al día siguiente la caravana vuelva a emprender la marcha!

Unos días después recibimos una visita inesperada: un enviado del Gobierno del Nepal llega a Tradün so pretexto de una peregrinación; pero, en realidad, viene a vernos a nosotros. Nos da a entender que nada se opone a que busquemos trabajo en Katmandú, y, si lo deseamos, su Gobierno está dispuesto a correr con los gastos del viaje y a poner desde este momento trescientas rupias a nuestra disposición. Todo eso está muy bien, demasiado bien incluso, y por lo mismo despierta en nosotros la sospecha de que sean los ingleses los instigadores de esta maniobra.

Hace ya tres meses que aguardamos con impaciencia, Y mi humor y el de mis compañeros se resienten de ello, enzarzándonos en discusiones y discrepancias cada vez más frecuentes. En repetidas ocasiones, Kopp declara que no sabe por que no hemos de aceptar el ofrecimiento del Gobierno del Nepal, que es la única solución lógica, etc. Por su parte, Aufschnaiter medita otro plan: compra cuatro corderos y manifiesta su intención de hacer vida de nómada por las llanuras del Changtang. Ansias de soledad y nada más. Todo esto está en franca contradicción con nuestros primitivos planes, pero cuantos más días pasan, menos confiamos en una respuesta favorable.

Una tarde, Aufschnaiter abandona Tradün y va a plantar su tienda a tres kilómetros del pueblo. Kopp y yo le ayudamos a instalarse.

Luego, una mañana, Kopp se echa el saco al hombro, explicándome que las autoridades le han prometido facilitar su viaje hasta la frontera nepalí y que, cansado de esperar, ha aceptado. Mientras esta haciendo los preparativos, vemos aparecer a Aufchnaiter. Viene solo, pues por la noche los lobos han devorado a sus corderos, y, contrito, viene a pedirnos asilo.

A los dos días, Kopp se pone en camino acompañado por la población de Tradün, que le da escolta hasta la salida del pueblo. Fuimos siete los que nos escapamos del campo de Dehra-Dun. Solo Aufschnaiter y yo nos mantendremos en libertad. Montañeros de nacimiento y alpinistas, estamos más curtidos que los otros, más avezados a soportar los azares y penalidades de esta aventura.

Noviembre toca a su fin y cesa el ir y venir de las caravanas.

Para ayudarnos a afrontar los rigores invernales, el prior del monasterio de Gyabnak nos envía cuatro corderos y doce cargas de estiércol seco de
yak
, que sustituirá a la leña y nos servirá de combustible. La temperatura ha descendido ya a doce grados bajo cero.

Se nos invita a partir

A pesar del invierno, estamos resueltos a marcharnos de Tradün tanto si se recibe contestación de Lhasa como si no. Compramos un
yak
y vamos haciendo repuesto de víveres; pero a mitad de nuestros preparativos se presenta el superior del monasterio y nos comunica que acaba de recibir noticias de la capital. Lo que temíamos es ahora una realidad: el Gobierno se niega a dejarnos seguir hacia el interior y debemos abandonar sin demora el territorio del Tíbet, y no precisamente por el itinerario más corto, sino por un itinerario que va a parar al pueblo de Kyirong. Doce kilómetros separan Kyirong de la frontera nepalí y luego siete días de camino hasta Katmandú.

Se ponen a nuestra disposición dos
yaks
y tres servidores.

La noticia tiene, a pesar de todo, su lado bueno: de momento vamos a internarnos un poco más en territorio tibetano, y puede ocurrir que en el camino surja alguna nueva posibilidad.

El 17 de septiembre salimos de Tradün, donde hemos pasado cuatro meses. Esta prohibición de dirigirnos a Lhasa no suscita en nosotros ningún resentimiento contra los tibetanos. Sabemos por experiencia cuan difícil resulta a un extranjero establecerse en un país sin tener pasaporte o papeles en regla. Al poner a nuestra disposición medio de transporte y ayuda para subsistir, el Tíbet nos ha probado suficientemente su carácter hospitalario, y Aufschnaiter y yo le estamos agradecidos por habernos ahorrado ocho meses de cautiverio.

Nos dan escolta dos tibetanos, uno de los cuales es portador de nuestro mayor tesoro: la carta que el Gobierno de Lhasa dirige al gobernador del distrito de Kyirong. Un conductor de caravanas guía los dos
yaks
cargados con nuestros equipajes. Ahora no somos ya unos simples vagabundos, sino dos personajes que disfrutan de la protección de las autoridades.

Desviándonos hacia el Sudeste, atravesamos de nuevo la divisoria de las aguas. El Tsangpo esta helado y las noches son glaciales.

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