En total somos siete hombres unidos por una misma finalidad y que decidimos escaparnos a la vez, porque varias fugas sucesivas ocasionarían un refuerzo de la vigilancia, con lo cual a los últimos les resultaría imposible la huida. Una vez efectuada la evasión colectiva, cada uno podrá dirigirse a donde prefiera. Meter Aufschnaiter, su amigo Bruno Sattler y yo optamos por el Tíbet. La fecha queda fijada para el 29 de abril de 1944, después del desayuno. Los participantes se disfrazarán de obreros encargados de la reparación de la red de alambradas. En efecto, los termes carcomen los postes que sostienen los alambres espinosos, por lo cual las reparaciones son muy frecuentes. Así, nuestra idea no es nada inverosímil. Cada equipo se compone de un inglés y cinco trabajadores hindúes.
A la hora convenida, nos reunimos en una de las cabañas situadas entre las hileras de alambradas, después de comprobar que no hay en ella ningún centinela.
Algunos compañeros expertos en maquillaje nos transforman en auténticos ciudadanos de la India, en tanto que Have y Magener visten uniformes de oficial inglés confeccionados en el interior del campo. El peluquero nos afeita la cabeza y nos coloca los turbantes.
Aunque la situación es muy tensa, no podemos evitar el reírnos:
¡Parecemos una pandilla de alegres bromistas que se disponen a celebrar el carnaval! Dos «hindúes» traen una escalera de mano que la noche anterior ocultamos en el corredor que separa los bloques; otros dos transportan un rollo de alambre espinoso sustraído del depósito de material. Los objetos personales los escondemos entre los pliegues de las blancas túnicas o en paquetes que llevamos en la mano; nadie ha de extrañarse de ello, pues todo buen hindú va siempre cargado con algún objeto más o menos voluminoso.
Nuestros guardianes, los «oficiales ingleses» son un dechado de autenticidad. Con unos planos de arquitecto bajo el brazo, balancean sus bastones con gesto indolente. Por un hueco practicado en las alambradas nos deslizamos en el corredor; trescientos metros nos separan de la puerta del campo, y los recorremos sin el menor tropiezo. Nuestros «oficiales» se detienen y fingen inspeccionar la cerca en el momento en que un ayudante inglés (auténtico, esta vez) cruza la entrada en bicicleta. Los centinelas se ponen en posición de firmes al pasar Have y Magener con gesto impasible, y no prestan la menor atención a los culis que les siguen. Sólo falta uno de nosotros: Sattler. Cuando acabamos de salir del campo, le vemos venir corriendo, y negro como un demonio, sosteniendo un cubo de alquitrán.
Una vez lejos de la vista de los centinelas, nos lanzamos tras los matorrales para despojarnos de nuestros disfraces, que ocultan el short y la camisa caqui, que es la vestimenta obligatoria para las salidas autorizadas. Sin perder minuto nos despedimos unos de otros deseándonos mutuamente buena suerte.
Have, Magener y yo caminamos juntos durante algún tiempo y luego nos separamos. Yo quiero seguir el mismo itinerario de la otra vez y alcanzar cuanto antes la frontera tibetana, de modo que apresuro el paso tanto como puedo para poner entre el campo y yo el mayor número posible de kilómetros. Estoy firmemente resuelto a atenerme a la siguiente consigna: andar de noche y dormir de día.
¡Nada de correr riesgos inútiles! Al contrario de mis compañeros, que quieren seguir la ruta del Ganges, yo me decido de nuevo por el valle del Dschamna y del Aglar. Por cuarenta veces consecutivas atravieso el Aglar y al otro día instalo mi campamento exactamente en el mismo sitio donde, unos meses atrás, acampe con Marchese.
En vez de los cuatro días de entonces, ahora he necesitado una sola noche, a cambio, es cierto, de un par de zapatos nuevos de tenis y de infinitos rasguños.
Me oculto en medio del río, al abrigo de grandes bloques de rocas. Pero apenas acabo de sacar mis cosas, cuando un pelotón de monos me toma por blanco, bombardeando me con pellas de tierra.
Preocupado tan sólo de protegerme contra ellos, no advierto que una treintena de hindúes, atraídos por el jaleo, suben por el río saltando de roca en roca, y no me doy cuenta de su presencia hasta que casi los tengo encima. Todavía no sé si se trataba de simples pescadores venidos por azar, o bien si eran ojeadores lanzados en mi persecución. El hecho de que no me vieran es algo verdaderamente milagroso, pues pasaron a tres metros escasos del sitio en que estaba oculto.
Al fin, se alejan y lanzo un suspiro de alivio… Escarmentado por el suceso, aguardo la noche para salir de mi escondrijo y me guío por el curso del Aglar. Todo el día siguiente transcurre sin tropiezo: un buen sueño me repone de las fatigas nocturnas. Pero, en mi impaciencia, emprendo la caminata antes de lo acostumbrado, sin esperar el crepúsculo, y me resulta muy mal, pues al poco rato doy de manos a boca con una mujer indígena que ha venido al río en busca de agua. Asustada, deja caer el recipiente, lanza un grito y echa a correr en dirección al cercano pueblo. Saliendo disparado, me interno en un pequeño valle lateral, cuya vertiente montañosa se eleva en dirección del Nag Tibba, a tres mil metros de altura; sus crestas están cubiertas de bosques deshabitados. Bien sé que este rodeo me hará perder tiempo, pero con el lograré escapar a una eventual persecución.
Al amanecer y mientras atravieso un bosque, me encuentro de súbito ante una pantera. Tendida sobre una rama, a cinco metros de altura, veo que me está mirando. Mi corazón cesa de latir, pues no tengo mas que un cuchillo para defenderme. Dominando el miedo que siento, obligo a mis piernas a seguir adelante. La fiera me sigue con la vista, pero no se mueve. ¡Uf! Mucho tiempo después, sólo de recordarlo siento que un escalofrío me recorre todo el cuerpo.
Costeando la cresta del Nag Tibba, pronto doy otra vez con el camino que abandoné la noche anterior, y tres kilómetros más allá tengo un sobresalto: tendidos en mitad del sendero veo a cuatro hombres que roncan como unos benditos. ¡Me acerco y me estremezco al reconocer a Peter Auschnaiter y tres de sus compañeros!
Todos se hallan en muy buen estado físico y no dudan que lograrán alcanzar la frontera tibetana. A pesar de la alegría que me produce aquel inesperado encuentro, yo sigo fiel a mi táctica de fuga por separado y quedo en reunirme con mis compañeros en la frontera.
Aquella misma noche, la quinta después de la evasión, alcanzo el alto valle del Ganges.
Una nueva prueba me aguarda ante los muros de Uttar Kaschi, que ya crucé la vez anterior. Acabo de dejar atrás una casa, cuando en pos de mí salen dos hombres que se lanzan en mi persecución.
Sin pararme a reflexionar, echo a correr con todas mis fuerzas, desciendo por el ribazo que conduce al Ganges y me escondo entre las rocas esparcidas en el lecho del río. Nada sucede; pero, como medida de previsión, espero que pasen dos horas antes de aventurarme fuera de mi escondite. Como ya conozco el camino, apresuro la marcha y, a pesar del saco que me destroza el hombro, avanzo rápidamente. Tengo los pies llenos de ampollas, pero no hago caso de ello; ya me repondré durante el día.
Sin más tropiezos llego a la granja del hindú al cual, el verano anterior, confié en custodia todas mis cosas. Habíamos quedado en que vendría a recogerlas el siguiente mes de mayo a medianoche.
Avanzando sin ruido, observo los alrededores y dejo escondido el saco; por mucha confianza que el hombre me inspire, siempre es posible una traición.
La luna ilumina las edificaciones. Oculto tras un saliente, llamo por dos veces a mi cómplice. La puerta se abre, una silueta se destaca y corre hacia mí. Lleno de alegría por verme de nuevo, me coge por una mano, me hace entrar en una habitación cuya puerta está provista de un enorme cerrojo y, encendiendo una tea, se dirige a un arca de la que saca unos talegos de algodón que guardan los objetos que le confié. Como prueba de agradecimiento le dejo el dinero, pero acepto la cena que me ofrece y por fin le pido que me proporcione una manta y algunas provisiones.
Paso todo el día siguiente en un bosque vecino, y cuando cierra la noche me encuentro con mi amigo, que me entrega, según prometió, la manta y las provisiones. Después de una última comida, me acompaña durante unos centenares de metros. Y luego, otra vez estoy solo.
Han pasado diez días desde mi fuga cuando llego a Nelang, el pueblo que me fue fatal el año anterior. Esta vez les llevo un mes de adelanto a los nómadas: todas las casas están vacías… menos una, en la que, con la mayor sorpresa, descubro a Aufschnaiter y a sus tres compañeros, que me han adelantado durante mi breve estancia en compañía de mi amigo el granjero de Uttar Kaschi. Todos se sienten la mar de optimistas, excepto Sattler, que se encuentra mal a causa de la altitud. Su mal estado de salud le hace incapaz de soportar las fatigas que aún nos esperan y, con la muerte en el alma, decide volver atrás. Con todo, quedamos de acuerdo en que seguirá oculto durante dos días más, a fin de no poner en peligro nuestra huida.
En adelante, Kopp formará equipo conmigo.
Sin embargo, todavía pasan siete días antes de que coronemos el puerto fronterizo. He aquí la razón: al salir de Tirpani, lugar de encuentro y reunión de las caravanas, desierto en esta época del año, tres valles se abren ante nosotros. Escogemos el de la derecha y cinco horas más tarde advertimos que hemos equivocado el camino.
Aufschnaiter y yo trepamos hasta una cima desde la que esperamos contemplar un vasto panorama. Pero ante nosotros se extiende el Tíbet en inacabable sucesión de montañas y colinas que se prolongan hasta el infinito. La altitud (5.600 metros) empieza a hacerse notar, y cuando alcanzamos la cima estamos jadeantes. Hemos de rendirnos ante la evidencia: por mucho que nos disguste, no tenemos más remedio que regresar a Tirpani. Y, sin embargo, el puerto está ahí, ante nosotros y, según parece desde este sitio, al alcance de la mano. ¡Tres días perdidos! Esto es como un jarro de agua fría para nuestros entusiasmos, y, cabizbajos, descendemos al valle; nuestras provisiones están agotándose y nos preguntamos si lo poco que queda nos bastará hasta que encontremos un pueblo o un campamento nómada.
En Tirpani nos dirigimos hacia la izquierda, atravesamos los pastos y luego seguimos el curso de un arroyo: el Ganges.
El que anteayer era un torrente impetuoso, hoy no es mas que un humilde arroyuelo que serpentea entre las hierbas y se pierde entre un lecho pedregoso. Dentro de unos meses se habrán fundido las últimas manchas de nieve, el valle quedara cubierto por una verde alfombra y las caravanas venidas de la India o del Tíbet caminarán al paso lento de los mulos.
Un rebaño de musmones cruza a lo lejos ante nosotros. Los animales se paran un momento y luego echan a correr y, brincando como gamuzas, desaparecen sin habernos advertido. Esta visión fugitiva constituye un suplicio para los pobres hambrientos que la contemplan. Pero desgraciadamente carecemos de armas de fuego.
Al pie del puerto establecemos nuestro último campamento en suelo indio; y en vez de asado de musmón, hemos de contentarnos con unos restos de harina que, amasada como galleta, hacemos cocer encima de unas piedras calentadas al fuego. El frío es intenso y para resguardarnos del viento que sube del valle nos situamos detrás de un paredón en ruinas.
El 17 de mayo de 1944, fecha memorable entre todas, pisamos tierra tibetana al alcanzar el puerto de Changchok, a 5.300 metros de altura. De ahora en adelante nos consideramos a salvo y nos dejamos invadir por una oleada de optimismo. Naturalmente, no podemos saber que actitud adoptara el Gobierno tibetano con respecto a nosotros, pero, no habiendo el Tíbet declarado la guerra a Alemania, lo normal sería que pudiéramos disfrutar del derecho de asilo. El collado está lleno de montículos de piedras y mástiles de plegarias, y mil banderolas y oriflamas ondean empujadas por el viento glacial que sopla a ramalazos. Ha llegado el momento de hacer un alto para examinar la situación, que en realidad no es demasiado brillante, pues nuestros conocimientos de tibetano son muy rudimentarios y además carecemos de dinero y de provisiones. Se impone llegar con urgencia a un pueblo o un campamento de nómadas; pero en cuanto alcanza la vista, no se descubren mas que valles y montañas peladas.
Los mapas son incompletos y no indican la existencia de ningún poblado.
Según ya he dicho, nuestro lejano objetivo es la frontera japonesa, bien en Birmania, bien en China, a miles de kilómetros de distancia. El itinerario previsto debe conducirnos primero al pie del Kailas, montaña sagrada; después, a lo largo del curso de Brahmaputra, y, por fin, al Tíbet oriental. De creer a nuestro compañero Kopp, el cual hace un año consiguió llegar al Tíbet (de donde lo expulsaron), las indicaciones que figuran en los mapas son bastante precisas.
Por una vertiente casi a pico, descendemos hasta la orilla de un río, el Optchu, donde hacemos alto. El valle, profundamente encajonado entre montañas, está desierto; tan sólo un mástil de plegarias da prueba del paso de seres humanos por aquellos parajes. La vertiente opuesta, que tenemos que escalar para llegar a la meseta, esta formada por rocas desprendidas. Es muy tarde, la noche se aproxima y con una temperatura glacial instalamos nuestro campamento. Los días anteriores pudimos encender fuego con los pocos hierbajos que aún logramos recoger por el camino; aquí, no tenemos siquiera este recurso. Todo está árido, no hay mas que piedras, sin una sola mata de hierba.
Al día siguiente, hacia el mediodía, llegamos al primer pueblo tibetano: Kasapuling. La palabra «pueblo» resulta algo excesiva para designar estas seis chozas aparentemente deshabitadas.
Llamamos a todas las puertas, pero nadie responde, y sólo más tarde advertimos que todos los habitantes están ocupados con la siembra en los campos de los alrededores. Doblados por la cintura, se inclinan y se levantan sin cesar, abriendo hoyos con la ayuda de unos bastones, para depositar la simiente. Al verlos experimentamos una sensación parecida a la que debió de percibir Cristóbal Colón el día que encontró el primer indio. ¿Cual será su acogida? ¡Hostil o amistosa! De momento, o no nos han visto, o bien fingen no advertir nuestra presencia. Una anciana agita los brazos y da unos gritos para espantar las bandadas de palomas salvajes que se posan en el suelo y desentierran las semillas recién plantadas. Nadie se fija en nosotros. Y así continuamos hasta el anochecer. Mientras esperamos que los habitantes regresen a sus casuchas, alzamos nuestra tienda de campaña y luego, siguiéndoles hasta el pueblo, les ofrecemos dinero a cambio de una cabra o un cordero; pero su actitud, aunque no llega a hostil, es muy reservada y se niegan a vendernos lo que les pedimos.