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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Siete años en el Tíbet (3 page)

BOOK: Siete años en el Tíbet
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De todos modos, para nosotros se acabó el descanso. Hemos de estar alerta continuamente, con el oído atento y siempre al acecho.

En esta situación, los días son aún más agobiantes que las noches.

En cuanto oscurece, Marchese, con admirable tesón, coge otra vez su cayado de penas y fatigas. Hasta medianoche, todo va bien; llegada esa hora, se detiene, duerme un par de horas y vuelta a caminar.

Al amanecer buscamos un escondite desde el que podamos vigilar el camino y la multitud de peregrinos que por él transita. Hay entre ellos algunos tipos raros con extrañas vestimentas, pero incluso tienen sobre nosotros la gran ventaja de que no necesitan esconderse.

Inútiles fatigas y privaciones

Después de haber andado varias horas seguidas, hacia la medianoche llegamos a la ciudad santa de Uttar Kaschi y nos perdemos en el laberinto de sus callejas. En una esquina, Marchese se sienta sobre su saco, mientras yo procuro orientarme. A través de las puertas abiertas de los templos entreveo las lámparas que arden ante las imágenes de los dioses y a menudo tengo que ocultarme de los monjes guardianes que hacen la ronda. Transcurre una hora, antes no encontramos de nuevo el camino al otro lado de la población.

Si es cierto lo que se lee en los relatos de exploraciones, pronto deberíamos cruzar la línea llamada «frontera interior», la cual limita con una faja de territorio de un centenar de kilómetros de profundidad, paralela a la frontera india, y en la que sólo pueden penetrar aquellos que llevan un pasaporte especial. No estando, por supuesto, en posesión de él, tendremos que redoblar el cuidado para no tropezarnos con las patrullas.

El valle se va despoblando a medida que aumenta la altitud; no tenemos la menor dificultad en encontrar escondrijos apropiados, y me atrevo incluso a encender fuego y preparar una comida caliente, la primera desde hace quince días. Estamos a unos dos mil metros de altura. A menudo encontramos campamentos de bhutias, comerciantes tibetanos que en verano recorren el Tíbet meridional y en invierno descienden a la vertiente india. Muchos de ellos pasan la estación cálida en pueblos situados a cuatro mil metros, en los que poseen campos de cebada. Los campamentos quedan confiados a la guarda de unos perrazos de larga pelambre, animales absolutamente insaciables, dispuestos siempre a abalanzarse sobre el primero que pase.

Una noche atravesamos uno de esos pueblos bhutias, aislado y vacío. Las casas son bajas y los tejados están cubiertos de tablas con grandes piedras encima. Después de atravesar el poblado, nos espera una desagradable sorpresa: una inundación acaba de asolar aquella comarca; el torrente causante de la catástrofe se ha llevado los puentes y la corriente es demasiado rápida para que podamos vadearlo. Cansados de buscar inútilmente un pasaje, resolvemos ocultarnos y observar las idas y venidas de los peregrinos, pues nos parece imposible que no haya salida. En cuanto amanece, los primeros viajeros cruzan el torrente por el mismo sitio en que la víspera en vano intentamos pasar. Por desgracia, un bosquecillo que se interpone entre ellos y nosotros me impide distinguir los detalles. De pronto, hacia el mediodía, la circulación se detiene sin motivo aparente.

Por la noche intentamos de nuevo vadear el torrente, pero en vano, y precipitadamente nos batimos en retirada. Por entonces empiezo ya a sospechar la naturaleza del obstáculo: igual que muchos otros torrentes de montaña, aquel arroyo sirve de desagüe a los glaciares.

Por la mañana, el sol aún no ha tenido tiempo de fundir el hielo y el nivel queda muy bajo.

Este razonamiento resulta ser exacto. Al otro día muy temprano vamos hacia la orilla y a ras del agua descubrimos dos troncos de árbol que hacen las veces de pasarela. Convertidos en equilibristas, llegamos por fin a la orilla opuesta. Otros arroyos engrosados por el deshielo, que arrastran sus fangosas aguas sobre un lecho de piedra y arena, nos cortan el paso. Estoy acabando de cruzar el último, cuando oigo resonar un grito tras de mí: Marchese ha resbalado, cayéndose al agua. Empapado y aterido, se niega a proseguir el camino hasta que sus ropas estén secas y, sordo a mis requerimientos, se obstina en encender fuego sin tomar siquiera la precaución de ocultarse. Por primera vez me arrepiento de no haberle hecho caso cuando me rogaba que lo abandonara a su suerte, para continuar solo mi fuga.

Demasiado tarde… Vemos que un hindú se acerca y, observando los objetos de procedencia europea esparcidos ante nosotros, empieza a hacernos preguntas. Marchese, dándose súbita cuenta de la situación, recoge sus cosas en un vuelo, las mete en el saco y echamos a andar. Cien metros más allá aparece otro hindú, seguido de diez robustos mocetones, el cual, en un inglés impecable, nos pide nuestros pasaportes para examinarlos. Fingiendo no entender, le explicamos que somos dos peregrinos originarios de Cachemira. El hombre reflexiona un momento y a continuación nos invita a seguirle, añadiendo que cerca de allí viven dos nativos de Cachemira.

Si ellos nos reconocen como compatriotas, seremos inmediatamente autorizados a proseguir el viaje. ¡Que malhadado azar habrá traído a dos naturales de Cachemira a esta apartada región! ¡Y yo que estaba tan seguro de lo infalible de mi truco!

Los cachemirianos son dos ingenieros de montes que se ocupan en contener la inundación, y en el instante mismo de la confrontación comprendo que estamos desenmascarados. Tal como habíamos convenido, Marchese y yo nos hablamos en francés; pero también en esto nos pillamos los dedos: el hindú que nos acompaña nos responde en el mismo idioma y nos invita a abrir nuestros sacos. Al descubrir mi gramática inglesa de tibetano, declara que la comedia ya ha durado bastante y que haríamos bien en confesar de una vez.

Poco después, y siempre bajo vigilancia, tomamos el té. Yo estoy desesperado; hace dieciocho días que caminamos por la montaña y todas aquellas fatigas y sinsabores no han servido para nada.

El hombre que conduce el interrogatorio es el inspector principal de las aguas y bosques del Estado de Tehri-Gharwal. Por haber realizado sus estudios forestales en las escuelas de esta especialidad de Inglaterra, Francia y Alemania, habla correctamente los tres idiomas. Sonriendo, deplora el extraño concurso de circunstancias que lo han atravesado en nuestro camino y añade que al desenmascararnos no ha hecho mas que cumplir con su deber.

Cuando a continuación me pongo a pensar con calma en esta aventura, me siento desconcertado por la enorme mala suerte de que acabamos de ser víctimas. Pero en seguida, rehecho de la sorpresa, empiezo a urdir nuevos planes de fuga. Marchese se halla en un estado físico tan desastroso que renuncia a cualquier nuevo intento y, generosamente, me entrega casi todo el dinero que posee. Por mi parte, me atraco de comida para compensar el ayuno de los días anteriores. El cocinero de mi anfitrión no sabe cómo aplacar mi hambre. No sospecha que una parte de lo que me trae lo hago desaparecer dentro de mi saco de viaje.

Con la excusa de estar fatigados, pedimos permiso para ir a acostarnos. La puerta del local que nos sirve de habitación se cierra con llave detrás de nosotros, y, para evitar cualquier intento de fuga, el inspector hace colocar su cama al pie de nuestra ventana. Antes de que vaya a instalarse en ella, fingimos enzarzarnos en una discusión.

Marchese va y viene hablando y gritando ora con voz grave, ora en tono agudo, y el solo representa nuestros dos papeles. Amparado por el ruido de ese jaleo, abro la ventana, cojo mi saco, salto sobre la cama del inspector y corro hacia el otro extremo de la veranda. Ya ha cerrado la noche; me aseguro de que no hay ningún centinela y, agarrando el saco, salto desde una altura de cuatro metros. La tierra húmeda amortigua el golpe de la caída, y sin perder momento me pongo en pie, salto la tapia del jardín y me interno en el bosque cercano. De nuevo soy libre…

Ni un ruido, ni una llamada. Por muy angustiosa que sea mi situación, no puedo evitar una sonrisa al pensar en Marchese, que aún estará dialogando solo en la habitación, con el inspector acostado ya bajo la ventana.

Sin saber cómo, me encuentro de pronto en medio de un rebaño de corderos. En la oscuridad, un perro se lanza contra mí y clava sus dientes en mis fondillos… Se los abandono sin chistar y tomo el primer sendero que veo; pero como se va elevando de modo anormal, vuelvo sobre mis pasos, doy un rodeo para no meterme otra vez entre el rebaño y tomo otro sendero. Medianoche. De nuevo me doy cuenta de que voy en dirección equivocada, Retrocedo y procuro orientarme. Todas estas idas y venidas me han hecho perder un tiempo precioso y ya empiezan a verse los primeros resplandores del alba. De pronto, al dar la vuelta a un recodo, diviso a unos treinta metros de distancia la maciza silueta de un oso; pero por suerte el no me ha visto y, volviendo la espalda, se marcha tranquilamente.

Cuando amanece, me oculto en un bosquecillo, aún cuando la región parece desierta. Se que antes de alcanzar la frontera del Tíbet habré de cruzar todavía un pueblo, el último, y que después pisaré ya una tierra libre. Al oscurecer reemprendo la marcha y camino durante toda la noche, a tres mil metros de altitud. Me extraña no haber encontrado todavía el pueblo, pues en los mapas se halla en la orilla opuesta del torrente que voy siguiendo y en los que también se indica que, al llegar a su altura, ha de haber un puente que lo cruza. ¿Lo habré rebasado sin verlo? No obstante, es difícil pasar cerca de un poblado, por muy pequeño que sea, sin distinguir al menos alguna luz. Ahora es ya completamente de día y sigo avanzando.

¡Pero eso es precisamente lo que nunca debiera haber hecho! De repente, me hallo ante una casa y frente a frente de un grupo de campesinos que gesticulan como demonios. Ya me rodean todos; las mujeres y los niños me miran como si fuera un bicho raro. Les sigo sin oponer resistencia y me dejo conducir a una casa en la que quedo sometido a vigilancia.

Por primera vez entro en contacto con tibetanos nómadas. Llevando con ellos sus rebaños de corderos, traen sacos de sal al Gharwal y regresan con cargamentos de cebada tostada. También por primera vez pruebo el té con manteca y la
tsampa
[2]
, alimento básico de la población tibetana, del que más tarde habría de alimentarme por tanto tiempo. A mi estómago le repugna la absorción de esa bebida espesa y nauseabunda y la vomito.

Durante dos días permanezco en el pueblo, que se llama Nelang; y aún cuando medite nuevos planes de fuga e incluso se me presente ocasión de realizarlos, estoy tan cansado y desalentado que acabo por renunciar a ellos. La vuelta, comparada con las dificultades de la ida, resulta casi un paseo, porque no me obligan a cargar con mi saco y por dondequiera que paso todo el mundo me colma de atenciones.

Vuelvo a encontrar a Marchese, huésped y prisionero a la vez del ingeniero de las aguas y bosques, en su casa es donde también voy a alojarme provisionalmente.

Nuestro asombro no tiene límites cuando tres días después y rodeados de soldados vemos aparecer a dos de mis antiguos compañeros de cautiverio. El uno es mi jefe en la expedición al Himalaya, Peter Aufschnaiter, y el otro, Pater Calenberg. Recobro los ánimos y, decididamente incorregible, empiezo a urdir nuevos planes de fuga. Habiendo trabado amistad con uno de los guardianes hindúes encargados de vigilarnos, le confío mis mapas, mi brújula y el dinero que me queda. El hombre parece digno de confianza. Como no me hago ilusiones, estoy convencido de que no lograría volver a introducir todas aquellas cosas en el campo de concentración. Por ello advierto a mi nuevo amigo de que en la primavera próxima vendré a buscarlas y le ruego que me las guarde hasta entonces. Me da su palabra de que así lo hará. Y, tristes y cabizbajos, emprendemos el regreso a Dehra-Dun, esta vez bajo escolta. La perspectiva de una nueva fuga es lo único que me impide entregarme a la desesperación.

Marchese, enfermo por la fatiga y las penalidades sufridas, viaja a caballo. Como último episodio antes de que las puertas de la prisión se cierren tras de nosotros, el maharajá de Tehri Gharwal nos invita a su mesa a nuestro paso por su capital.

Mi escapatoria ha tenido una desagradable consecuencia: un día, al pasar cerca de un manantial de agua caliente, aprovecho la oportunidad para tomar un baño, y mientras me enjabono la cabeza se me quedan entre las manos unos mechones de cabello. El tinte que me puse los ha requemado y estoy quedándome calvo.

A mi llegada al campo, algunos de mis antiguos compañeros apenas logran reconocerme; la involuntaria depilación de que soy víctima y las penalidades sufridas me han convertido en otro hombre.

Una peligrosa mascarada

El oficial inglés que nos recibe declara:

—Han intentado ustedes una valerosa fuga. Siento verme obligado a castigarlos con veintiocho días de celda.

He disfrutado de libertad durante treinta y ocho días. Y ahora voy a pagarlo. ¡Veintiocho días de meditación en una celda individual! Afortunadamente, nuestros carceleros dan muestras de espíritu deportivo y nuestra incomunicación no es absoluta.

Cuando expira mi pena, me entero de que Marchese ha sufrido análogo castigo. Más tarde hallamos manera de ponernos de nuevo en contacto y de cambiar impresiones. Me promete su ayuda en caso de que repita mi intento, pero por su parte decide abstenerse.

Apenas salido de la celda disciplinaria, me pongo otra vez a la tarea, copiando mapas y aprovechando la lección de la experiencia pasada.

El invierno toca a su fin y todavía sigo sumergido en la elaboración de mis planes. Estoy resuelto a no esperar el verano y aprovechar que el pueblo de Nelang aún no esta habitado, para cruzar por el. Por otra parte y para no ligar mi suerte a los instrumentos y al material que confié a mi antiguo guardián hindú, me he procurado nuevos mapas y otra brújula. Gracias a una colecta organizada por mis compañeros de cautiverio se ha logrado reunir los fondos necesarios, y esta atención es tanto más emocionante cuanto que todos tienen, a su vez, urgente necesidad de dinero.

Otros prisioneros se disponen como yo a intentar la aventura, entre ellos Rolf Magener y Heinz von Have. Los dos hablan correctamente el inglés y tienen como objetivo el frente de Birmania.

Hace dos años, en otro intento de fuga, Have y uno de sus compañeros estaban ya a punto de alcanzar la frontera, cuando una casualidad hizo que los descubrieran, resultando muerto el compañero de Have.

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