Antes de separarnos, Lobsang nos enseña los jardines y las cuadras, de los que su padre esta muy orgulloso, y después a quemarropa me pregunta si aceptaría ser su preceptor e iniciarle en la ciencia occidental. Por otra parte, se interesa también por el deporte y el inglés. Yo le doy inmediatamente mi consentimiento, pues estoy encantado de servir de magister a un joven de la nobleza de Lhasa.
De vuelta a la casa de Thangme, acompañados por los servidores que llevan los regalos, Aufschnaiter y yo nos sentimos sumamente eufóricos. Nos apresuramos a enterar a nuestros huéspedes de los recientes acontecimientos y luego ofrecemos los víveres a la esposa de Thangme, como compensación por los gastos que ocasiona nuestra presencia en la casa y las innumerables visitas que de ella se derivan. Cuando al día siguiente se presentan de visita los hermanos del Dalai Lama, la emoción llega a su colmo y el matrimonio que nos hospeda, trastornado, huye a ocultarse al fondo de la casa.
Por primera vez nos hallamos ante un Buda Viviente; tiene veinticinco años y, en apariencia, no se diferencia en nada de un monje corriente.
Por un error muy extendido, se atribuye a los ocupantes de un monasterio el título de lamas, cuando en realidad no tienen derecho a él mas que las reencarnaciones de Buda y los escasos monjes a los que su vida ejemplar y sus actos autorizan a llevar ese título.
Tan sólo estos, como intermediarios entre los dioses y los hombres, son objeto de una especial veneración.
Ante nuestros insistentes ruegos, Thangme y su esposa consienten en salir de su escondrijo, y entonces criados y criadas se apresuran a preparar el té, mientras el Lama Rimpoche bendice a los habitantes de aquella morada. A continuación, tanto a el como a su hermano se les ofrece el té en las más ricas tazas que se pudieron hallar.
¿Que motivos han empujado a los dos jóvenes a hacernos una visita?. La curiosidad, ¿o tal vez la compasión hacia dos pobres vagabundos, que es lo que somos en realidad? Yo más bien creo que el verdadero motivo es lo primero; sea lo que fuere, esta primera toma de contacto fue el preludio de unas ininterrumpidas relaciones que se distinguieron siempre por su gran cordialidad.
A los diez días de haber llegado a Lhasa, la oficina de Relaciones Exteriores nos comunica que en adelante podremos transitar libremente por la capital; y acompaña este permiso con el regalo de dos abrigos de piel de cordero. Por más que casi arrastran por el suelo, los recibimos encantados, pues la temperatura es bastante fresca.
Mi felicidad sería completa si pudiera desembarazarme de mi ciática; pero a pesar de las medicinas y los cuidados que me prodiga el médico de la legación china, los dolores me hacen sufrir como un condenado.
Deseosos de aprovechar sin demora el permiso que acaban de concedernos, salimos a dar el primer paseo por Lhasa, y como llevamos los vestidos tibetanos, pasamos completamente inadvertidos.
El centro de la ciudad parece un mercado inmenso. Por todas partes, en los bajos de las casas no se ven mas que almacenes y tenderetes, y los vendedores demasiado pobres que no los poseen exponen sus mercancías en la calle. Un trato no se cierra nunca en el acto: se discute, se dan mil rodeos, hasta que las dos partes se ponen de acuerdo en cuanto al precio. Aparte los tenderetes, en los que uno encuentra de todo, desde agujas hasta botas de goma, hay casas especializadas en determinados artículos: comercios de ultramarinos, almacenes de tejidos de lana o sederías; en cambio, no se conocen los escaparates al estilo europeo: un minúsculo agujero en la pared sirve de exposición y las tienducas se apretujan una al lado de otra utilizando cualquier rincón, hasta el más pequeño saliente de una pared. Junto a los productos del Tíbet se ven los del extranjero.
El rape y las pieles de
yak
, se expenden junto al corned beef made in U.S.A., a la manteca australiana en latas y al scotch whisky. No hay cosa que no se pueda, no digo encontrar, pero si encargar. Allí hay de todo: lápices de labios, cremas de belleza en su embalaje de origen, sobrantes americanos de la última guerra, alternando con manteca de
yak
, jamones y piernas de cordero. En algunos almacenes se puede comprar sin dificultad una máquina de coser, un receptor de radio o una gramola; por otra parte, es frecuente escuchar los últimos discos de Bing Crosby durante las recepciones que organiza la nobleza.
Las mujeres, acompañadas de sus sirvientas, se apretujan (como en nuestra tierra) en los almacenes de tejidos, y se pasan horas enteras buscando incansablemente un color o un dibujo del que se han encaprichado. Lo mismo si se trata de tejidos de seda como de algodón, tanto las mujeres de la capital como las nómadas demuestran ser igualmente exigentes. Con todo, la mayoría de la población emplea para sus vestidos el
nambu
, un género de lana tejido a mano y prácticamente indestructible, que se presenta en forma de largas tiras de veinte centímetros de anchura. Por desconocer el uso del metro, compradores y vendedores se sirven del brazo para medir las telas; y yo mismo, cuando necesito comprar alguna, bendigo a la naturaleza, que me ha dotado de un antebrazo mucho más largo que el de la mayoría de los tibetanos.
El
nambu
blanco lo usan casi exclusivamente los conductores de asnos y de caravanas; el hecho de que una pieza de tela no este tejida es señal de pobreza. Como los dos principales colorantes son el añil y el jugo de ruibarbo, las telas son en general de color violeta o anaranjado. Aunque los sombreros de fabricación local sean infinitamente más pintorescos que los de origen europeo, los tibetanos prefieren estos últimos a causa de sus grandes alas, porque les protegen mejor de los rayos solares, pues en este país, al revés que en los nuestros, la gente no querría ponerse morena por nada del mundo.
Las mujeres, por su parte, salen a la calle con la cabeza descubierta, porque una orden del Gobierno hace obligatorio el uso de la diadema triangular. Los nobles, los funcionarios y sus criados observan estrictamente las prescripciones oficiales, y si bien algunos las consideran como una injerencia de los poderes públicos en la vida privada, todos reconocen que son garantía de la pureza del traje nacional y salvaguarda del respeto a la tradición. De todos modos, se deja campo libre a la fantasía de cada uno y, sobre todo, de cada una, y si la forma o el corte de los vestidos son inmutables, la variedad de telas y colores permite una infinidad de combinaciones del más vistoso efecto. Los paraguas, de todos los colores y procedencias, están en el orden del día, aunque en este país de lluvias poco abundantes se emplean más bien como sombrillas. Los monjes en especial, que llevan la cabeza afeitada y les esta prohibido cubrírsela, los usan constantemente.
A la vuelta de este paseo, y aturdidos aún por el extraordinario espectáculo que han contemplado nuestros ojos, recibimos la visita del secretario de la Misión diplomática inglesa. Este amigo personal de Thangme y ex agente comercial en Gangtok demuestra gran interés en conocer el itinerario que hemos seguido para llegar a Lhasa.
Durante la conversación insinúo que Aufschnaiter y yo desearíamos hacer llegar alguna noticia a nuestras familias y el secretario deja entrever la posibilidad de satisfacer este deseo y nos invita a ir a verle al día siguiente.
El Tíbet no ha formado nunca parte de la unión postal internacional, de modo que sus comunicaciones con el extranjero resultan, cuando menos, bastante inciertas; tan sólo la Misión inglesa esta en relación directa con el mundo exterior. Tal como ya expliqué anteriormente, el edificio que la alberga se halla fuera del recinto de la ciudad, en medio de un parque.
Al siguiente día, unos criados con libreas encarnadas nos conducen allá y conocemos al operador de radio Reginald Fox. Vive en Lhasa desde hace cinco años, y su esposa, una tibetana, le ha dado ya cinco hijos de cabellos rubios y ojos negros en forma de almendra. Los dos mayores están internos en un colegio de la India.
Merced a su estación emisora-receptora, Fox tiene aseguradas las comunicaciones con la India. El mismo carga las bateras por medio de un motor de gas pobre, y esta especialidad ha hecho de él un importante personaje, pues se encarga oficiosamente de reparar los acumuladores de los pocos ciudadanos que tienen aparato de radio. En compañía de Fox subimos al primer piso de la Legación, donde en una veranda nos espera un auténtico té de las cinco y, con gran alegría por nuestra parte, volvemos a sentarnos en sillas, ya que, después de varios años, casi teníamos olvidado para lo que servían.
El jefe de la Misión viene también a saludarnos. Finge ignorar nuestra calidad de prisioneros de guerra evadidos, pero las preguntas que nos hace demuestran que conoce al dedillo toda nuestra vida y milagros. Nos da a entender que el Gobierno tibetano le ha comunicado nuestra intención de regresar pronto a la India. Después nos pregunta si nos parecería agradable la perspectiva de encontrar un empleo en el Sikkim; dice que el tiene que ir allá dentro de poco y que conoce a mucha gente en aquel país. Sin rodeos le comunico nuestro deseo de establecernos en el Tíbet, pero añado que si algún obstáculo nos lo impidiera, acudiríamos a el muy gustosos. La conversación prosigue con temas y trivialidades sin importancia, y al ver que nuestras miradas no se apartan de los volúmenes de la biblioteca, nos invita a llevarnos los que nos interesen. Al final de la reunión rogamos al encargado de negocios que transmita por radio algunas noticias a nuestras familias, y nos promete hacerlo por mediación de la Cruz Roja. Además, en los años que siguieron pudimos enviar o recibir de vez en cuando algunas cartas por la valija diplomática inglesa. El resto del tiempo teníamos que contentarnos con el correo tibetano, lo cual significaba una enojosa complicación.
Cada carta, metida en dos sobres, el de fuera franqueado con sellos tibetanos, iba dirigida a un intermediario que vivía al otro lado de la frontera. Nuestro hombre de confianza rompía el sobre exterior y pegaba en el otro los sellos hindúes antes de echarla al correo.
Para venir de Europa a Lhasa (en caso de que llegue, por supuesto), una carta emplea generalmente unos quince días; las que vienen de América necesitan cinco días más.
En el Tíbet, las cartas son llevadas por mensajeros; cada seis kilómetros y medio hay una choza al borde del camino, que sirve de etapa de relevo. El mensajero entrega la saca a su colega y vuelve a su sitio de partida. Los mensajeros van armados con una lanza y una campanilla cuyo tañido hace huir a las fieras, y el servicio se efectúa en todo tiempo y lo mismo de día que de noche. Desgraciadamente, hemos de renunciar a la lectura de periódicos y revistas, pues estos no llegan mas que por la valija diplomática inglesa y tan sólo algunos altos funcionarios tibetanos están autorizados a servirse de ella por especial concesión.
Los sellos, de cinco valores distintos, los imprime la Casa de la Moneda de Lhasa y se venden en la oficina de correos de la capital.
En el camino de regreso entre la Misión inglesa y la casa de Thangme atravesamos el barrio llamado de Cho, que forma un destacado conjunto de edificios administrativos, de templos y de viviendas, en el que se halla también la Imprenta del Estado.
A la altura del Potala, nos salen al encuentro unos criados que nos comunican el deseo de su amo, alto funcionario religioso y uno de los cuatro Trunyi Chemo de los cuales dependen los monjes tibetanos, el cual nos ruega que pasemos a visitarle. A renglón seguido nos conducen a un gran edificio con aspecto de palacio, cuya servidumbre esta compuesta únicamente por religiosos. Penetramos en una sala con pavimento de mosaicos, a la que acude a saludarnos el personaje que nos ha invitado. Aquel hombre, ya de cierta edad, se dirige a nosotros con extraordinaria amabilidad y nos invita a tomar el té y a comer unos dulces en su compañía. Lo mismo que Tsarong unos días atrás, emplea el adjetivo guga para calificar a su país y a sus compatriotas; llevando aún más lejos su razonamiento, declara que el Tíbet necesita, para desarrollarse, la ayuda de hombres como nosotros. En conclusión, nos participa que tendrá verdadero gusto en interceder en favor nuestro ante las autoridades. En especial, el título de ingeniero agrónomo de Aufschnaiter parece haber causado en el una gran impresión.
A partir del día siguiente nos dedicamos a solicitar audiencias a los cuatro ministros del Consejo. En sus manos esta el poder efectivo y no han de rendir cuentas mas que al propio regente. Tres de ellos son civiles y el otro es un monje; todos son de noble alcurnia, habitan en palacios y disponen de numerosa servidumbre. Al enterarnos de que Surkhang, el más joven (cuenta treinta años), es también el de ideas más modernas, es a el a quien primero vamos a visitar. En realidad, la etiqueta exigiría que visitáramos primero al ministro-monje, pero sospechamos que el benjamín nos dará consejos más útiles que sus colegas. Aun cuando no ha frecuentado ninguna escuela extranjera. Surkhang habla un poco el inglés y no ignora nada de lo que sucede en el mundo. Ese hombre, franco y comunicativo, nos invita a su mesa, e inmediatamente nos sentimos en confianza.
Su colega Kabchopa nos asombra por su conocimiento de las interioridades de la política mundial y por la claridad con que nos expone sus opiniones sobre la interdependencia de los acontecimientos. Verdad es que para un ministro tibetano constituye un imperativo el saber explotar las divergencias de los enemigos que amenazan la libertad de su país; de su habilidad depende la suerte de todos sus compatriotas. Al contrario que Surkhang, Kabchopa no abandona su sitial cuando nos inclinamos ante el, sino que se limita a señalarnos dos asientos, y cuando ya estamos sentados, nos suelta un interminable discurso. Como no imaginamos adónde quiere ir a parar, le dejamos decir, sin interrumpirle. A su lado tiene a su sobrino que hace las veces de interprete, pues el ministro no sabe que entendemos el tibetano. Gracias a sus conocimientos del idioma inglés, el muchacho ha conseguido un destino en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Esta educado en la India y es uno de los más brillantes representantes de la nueva generación. Más adelante tuvo ocasión de exponernos varias veces sus planes tendientes a una progresiva modernización de su país. Recuerdo la frase que un día me dijo en confianza:
—Han llegado ustedes a Lhasa unos cuantos años demasiado pronto. ¡Que lástima!