Sin tetas no hay paraíso (4 page)

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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Al ver a las Ahumada sentadas en las piernas de «El Titi» y de Clavijo, cualquier juez imparcial, cualquier agente de la DEA, cualquier humano desprevenido, cualquier policía mutilado o cualquier damnificado de la guerra contra los mafiosos podía llegar, con total facilidad, a la novedosa conclusión de que el problema del narcotráfico no era el envenenamiento de millones de personas en el mundo entero; ni la descomposición familiar de los hogares de millones de drogadictos; ni la fuga de divisas del erario de los Estados Unidos; ni los cientos de jueces, policías y periodistas asesinados en México y Colombia; ni los miles de funcionarios públicos y privados infiltrados por el dinero sucio de la droga; ni las aduanas envilecidas; ni la financiación de las campañas políticas con dineros ilícitos; ni la inclusión de militares y policías en las nóminas de los capos; ni el muchacho enloquecido pegándole a la mamá y vendiendo las cosas de su casa para pagar su dosis de crack, éxtasis, marihuana o cocaína; ni la descomposición moral de la nación; ni el desmoronamiento ético de todas las instituciones del estado; ni la creación de una clase emergente, económicamente muy poderosa, con ansias de poder político; ni la obsesión de los narcos por la tierra; ni las masacres y purgas internas entre los carteles de la droga; ni el éter, la acetona y el ácido sulfúrico destruyendo las neuronas del cerebro; ni paramilitares y guerrilleros cuidando cultivos y vendiendo coca para financiar la guerra. No, ninguna de las anteriores. Al ver a las Ahumada sentadas en las piernas de «El Titi» y de Clavijo, uno podía deducir, con muchas posibilidades de acertar, que el problema del narcotráfico era tan solo un problema de física envidia.

Al menos, eso era lo que decían Titi y Clavijo con su muy mal sentido del humor cuando se emborrachaban y buscaban justificaciones al odio que despertaban.

—Lo que pasa, hermano, es que esos hijueputas —decía «El Titi» refiriéndose a los políticos honestos, a los funcionarios de la embajada estadounidense, a los curas que no construían iglesias con su dinero, a los militares incorruptibles, a los ciudadanos indignados, a todos nosotros— se mueren de envidia porque nos podemos levantar la vieja más linda, podemos montarnos en el carro que se nos dé la gana y podemos comprarle la cabeza al que queramos. Como ellos no pueden hacer lo mismo…

—De acuerdo,— decía Clavijo medio embriagado y agregaba: —Los que nos critican y nos persiguen son los que no han comido de nuestra plata. —Bebía un trago y continuaba— pero, apenas les untas la mano, te endiosan, no hayan dónde ponerte y después se vienen para este lado y ya te quieren es sacar del negocio.

Las Ahumada asentían con la cabeza ante cada aseveración de sus novios con el solo fin de dar a entender que estaban entendiendo algo de lo que en realidad no entendían un carajo por haber dedicado todos los años de su juventud a cultivar el cuerpo, la cara y el cabello y no el intelecto y los buenos modales como lo hubiera hecho cualquier niña que tuviera mamá en este mundo. Ahí radicaba el problema, en que no tuvieron mamá.

Ellas fueron criadas desde los dos años por su abuela doña Clotilde luego de que su madre, doña Lucy Ahumada, se fuera con el padre de su tercer hijo, Manuel, hermano medio de Marcela y Catherine, no por eso tan bello como ellas y que ahora se encontraba preso en la cárcel de Bella Vista pagando una condena de 42 años por asesinar a pedradas a un vendedor ambulante que lo engañó al asegurarle que las zapatillas Reebook que le vendió eran originales. Manuel supo, tiempo después, cuando un amigo le mostró las propias, que las zapatillas eran «chiviadas» y se fue a hacerle el reclamo al vendedor quien se puso a reír diciéndole que si él aspiraba a tener unas zapatillas legítimas por «cagados 15 mil pesos». Manuel se enfureció tanto que no tuvo problemas en tomar con sus manos una piedra de cuatro kilos que encontró en el piso, esperar a que el vendedor estuviera descuidado y caminar a sus espaldas hasta sorprenderlo y propinarle la primera descarga sobre la cabeza. El vendedor cayó al piso herido de muerte y Manuel se abalanzó sobre él, con sevicia, hasta matarlo para después sacarle quince mil pesos del bolsillo y tirarle sobre su cara, en proceso de enfriamiento, las zapatillas descocidas que le costaron la vida. Eso sucedió cinco años antes de que las Ahumada se ennoviaran con «El Titi» y Clavijo, y desde ese tiempo Manuel jamás recibió en la cárcel una visita de sus medio hermanas ni una visita de su mamá. A las Ahumada les daba pena decir que tenían un hermano en la cárcel y Doña Lucy parió un cuarto hijo con un camionero celoso que jamás la dejaba en casa al recordar que si ella ya tenía hijos con tres señores distintos, incluido él, nada le garantizaría que el suyo sería el último. Por eso, las Ahumada jamás la volvieron a ver y aprovecharon esa falta de autoridad maternal y paternal, porque al papá nunca lo conocieron, para hacer su voluntad que iniciaron con la determinación de no terminar el bachillerato.

A duras penas fueron a la escuela en la época en que aún no podían manipular a la abuela y se retiraron del colegio de bachillerato cuando cursaban el segundo año gracias a la invitación que les hiciera un joven que se paraba en la puerta del colegio con tarjetas personales, a hacer un «casting» en una agencia de modelos, que no era más que una empresa de fachada para reclutar mujeres lindas y luego vendérselas a la mafia.

De esta manera sus fotos, metidas en un álbum junto a las de otras 23 niñas en vestido de baño, fueron a parar a manos de «El Titi» y de Clavijo. Impactados por su belleza las hicieron llevar hasta una finca y el mismo día en que las conocieron se las sacaron a vivir a un suntuoso apartamento dotado con todos los lujos que no tuvieron cuando niñas. El apartamento de las Ahumada no tenía nada que envidiarle al de un Magistrado, un Senador de la República o al de un contratista corrupto. Poseía todo lo inventado y por inventar. En cada una de las habitaciones tenía un caminador eléctrico, baño con tina y jacuzzy, cobijas de plumas, toallas bordadas, varios closet repletos de ropa de las mejores y más costosas marcas, un armario especial para albergar los 75 pares de zapatos que tenía cada una, lavamanos en mármol con grifos automáticos y aire acondicionado por no mencionar los cuadros de pintores famosos y esculturas en bronce que lucían en la sala o el comedor de doce puestos que les compraron para ellas dos solas y en el que se perdían cada vez que se sentaban. Por todo el apartamento tenían electrodomésticos y artefactos electrónicos regados algunos de ellos sin estrenar. Por eso, Yésica tenía razón en afirmar que las niñas de su clase no se veían obligadas a estudiar y las razones saltaban a la vista: una niña linda y dispuesta a putearse podía conseguir en un instante lo mismo o más que un abogado, un médico, un científico o un administrador de empresas, luego de estudiar 20 años y trabajar otros 20.

Pero nadie imaginaba que Marcela y Catherine significaban tanto para los dos narcotraficantes de medio pelo que a esa hora se ocultaban en las mesas recónditas de la discoteca.

En esas sonaba alguna canción electrónica y las Ahumada se levantaban como resortes a halar a «El Titi» y a Clavijo para ir a bailar, pero ellos se disculpaban con argumentos de todo tipo aunque siempre tontos, por lo que, a la final, las mujeres terminaban bailando solas en el centro de la pista sin que nadie, que conociera su procedencia, se atreviera a mirarlas. De vez en cuando algún par de «Play Boys» incautos, por lo regular foráneos en viaje de turismo, se aterraban al verlas solas y se les acercaban angustiados a pedirles por lo menos el teléfono pero, como siempre, o terminaban comiendo tierra en el parqueadero de la discoteca a manos de los guardaespaldas de «El Titi» o se perdían para siempre en las frías aguas del río Otún, sin cabeza y sin huellas digitales.

«El Titi» era un hombre charlatán y prepotente, de gran talla y mal gusto. Usaba ropas de finas marcas, más por su precio que porque conociera el estilo y las tendencias que representaban y en algunas ocasiones llegó usar hasta cuatro lociones al mismo tiempo. Una cicatriz que rodeaba su pómulo izquierdo le recordaba, cada vez que se miraba al espejo, un pasado lleno de historias trágicas y anécdotas violentas. «El Titi» nació en el seno de una familia humilde y descompuesta donde lo normal era no ver al padre muy a menudo y donde su madre confundía el amor con la alcahuetería. Toleraba tanto sus desmanes, que una mañana cualquiera terminó apaleada por su hijo cuando ella se negó a entregarle la plata del almuerzo que él necesitaba para apostar en un casino ambulante que llegaba al barrio cíclicamente.

Esa obsesión por la plata la cultivó desde pequeño cuando hacía mandados a los vecinos, a cambio de dinero que invertía en la compra de diferentes juegos de azar con los que multiplicaba sus ingresos a niveles imposibles para un niño.

Era muy hábil para jugar tute, 21, relancina, póker, dominó, canicas, trompo, parqués, ajedrez, cometa, coca, cinco hoyos y hasta yoyo y, por eso, se ganó, merecidamente, el remoquete de tahúr. Otras veces se quedaba con el cambio de los mandados echando mano de cuentos truculentos como la inminente mordedura de un perro saliendo de la tienda o el bus que casi lo arroya cruzando la calle. Lo cierto es que nunca permanecía sin dinero en sus bolsillos y ese imán para las finanzas lo llevó a convertirse en lo que hoy era, un traqueto de tercer orden a punto de acceder a las altas esferas de la mafia, gracias a los grandes volúmenes de droga exportada durante los últimos dos años y a su frialdad para descontar enemigos, e incluso amigos.

Al narcotráfico llegó de la mano del «Negro» Martín, un amigo de infancia que se marchó un día de lluvia, cuando tenía 15 años y reapareció once años después, en medio del mismo aguacero, en una camioneta 4X4 negra, último modelo, de varias antenas y vidrios polarizados. Las gentes del barrio quedaron mudas al ver la transformación del negro y de inmediato empezaron a tejer todo tipo de conjeturas sin necesidad de asesinar muchas neuronas: se había convertido en «un duro».

Su imponente reaparición causó doble efecto: las niñas del barrio se esperanzaron al ver que los príncipes azules sí existían y los muchachos comprendieron que conseguir dinero fácil para cautivar a esas mismas niñas, sí era posible. Aunque sabían del único negocio que les podría proporcionar una fortuna así, sin necesidad de ir a la universidad, ni recibir herencias ni inventar un aparato para adivinar el número de las loterías, necesitaban conocer la fórmula y los secretos del lucrativo y maldito oficio. Por eso, «El Titi» se le acercó y lo saludó con lambonería, recordando con pena que cuando niño lo había revolcado contra el pavimento de la cancha de la escuela por insinuarle que su madre era una puta.

—Pues como puede ver, parcero…— Le respondió con suficiencia dejando que las cosas y los hechos hablaran por sí solos.

Y las cosas y los hechos hablaron tanto por sí solos, que «El Titi» llegó fatigado a la casa, empacó las dos únicas mudas de ropa que no tenían rotos ni manchas y se marchó, pensando que para siempre. Casi no se despide de doña Magola a quien le lanzó una sonrisa pícara y un beso desde la distancia y en plena carrera, cuando ella salió a la puerta limpiándose las manos en el delantal y preguntándole a gritos que para dónde iba. Como «El Titi», que para entonces no se llamaba «El Titi» sino Aurelio Jaramillo, sólo sonrió, doña Magola esgrimió un último argumento que estuvo a punto de alejarlo de su negro destino para el resto de su vida:

—Mijo espere, no se vaya… ¡Ya le preparé su jugo de guayaba en pura leche!

Aurelio estuvo a punto de devolverse, tentado por la inteligente estrategia de doña Magola de ofrecerle su jugo preferido, al que sólo una vez por semana le echaban leche en vez de agua, pero pudieron más sus ganas de volver algún día en las mismas condiciones en que lo había hecho Martín por lo que siguió corriendo.

Pasando saliva al recordar el sabor espeso y agradable de la bebida que acababa de despreciar por primera vez en su vida, Aurelio corría como loco por las calles del barrio, mientras Martín encendía el carro para partir, recibiendo por la ventana de su camioneta papelitos envueltos meticulosamente por las niñas menos tímidas de la cuadra en los que le preguntaban: que cuándo vuelve, que no sea tan creído, que cuándo me da una vuelta en ese carrazo que, a propósito, está muy lindo, que si tiene novia, que si la quiere, que no se vaya a volver creído porque ahora tiene plata y un sin número de inocentes razones más, acordes para la época en que los narcos despertaban más admiración que odio y cuando ninguno de ellos se había cagado aún en las cabezas de una generación entera de mujeres.

Cuando Aurelio llegó a la casa de la mamá de Martín, el carro del «Negro» arrancaba, aunque despacio, como si quisiera darle una esperita, pero cumpliendo la promesa de irse sin él si no volvía en cinco minutos.

Cuatro o cinco años pasaron sin conocerse noticias de «El Titi» por lo que su ausencia se prestó para todo tipo de conjeturas. Alguien aseguró que lo había asesinado una pandilla de Cali por robarle un reloj de oro que nadie supo de donde sacó. Otros decían que estaba combatiendo al Gobierno desde un frente guerrillero instalado en la frontera con Venezuela, país al que huían cuando lo estimaban necesario, aprovechando algunas coincidencias ideológicas con su gobernante. Otros afirmaron que combatía, a esa misma guerrilla desde las filas de un grupo paramilitar al que estaban llegando muchos narcotraficantes en paracaídas buscando un estatus político que los blindara de una segura extradición a los Estados Unidos. Un funcionario del gobierno aseveró que permanecía recluido en una cárcel de España acusado de alquilar su estómago para traficar heroína. «Se fue de mula», agregó el funcionario y aseguró, de paso, que Aurelio purgaba una condena de doce años junto con otros 3562 colombianos que un día partieron de algún aeropuerto con la esperanza de volver con los bolsillos llenos de dinero a derrotar la pobreza de sus casas ignorando que simplemente la iban a agudizar más.

Otros contaron lo contrario. Que «El Titi» pudo coronar media docena de viajes con su estómago repleto de cocaína y que había ganado el dinero suficiente para independizarse e iniciarse en el negocio de las drogas en medianas y muy tecnificadas cantidades.

Coincidían varios en su presente como narcotraficante, pero discrepaban todos de su suerte. Incluso unos amigos suyos de infancia, llegaron a la cuadra a contar que Aurelio, que ahora se hacía llamar «El Titi», en efecto era un torcido, lo habían capturado en un barco repleto de droga que se desplazaba por las Bahamas y que luego lo habían extraditado a una cárcel de La Florida en los Estados Unidos. Muchas personas juraron haberlo visto por televisión, sin recordar haciendo qué cosa y, muy pocas otras, como doña Magola, tenían la certeza sentimental de volverlo a ver algún día, parado en la puerta de su casa con un maletín lleno de dólares en su mano izquierda. Y triunfaron las tesis y los presentimientos inequívocos de una madre enamorada. «El Titi» volvió: más gordo, más elegante, con su cuello lleno de cadenas y dijes de oro y platino, con una pistola Pietro Beretta en su cinto, una camioneta más grande, más potente y más ostentosa que la del «Negro» Martín, un maletín negro y lleno de dólares en su mano izquierda y la lujuria alborotada.

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