Read Sin tetas no hay paraíso Online
Authors: Gustavo Bolivar Moreno
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela
Y mientras «El Titi» observaba desde su mesa recóndita la llegada de seis policías a la discoteca, Vanessa, Ximena y Catalina le aceptaban a Yésica el negocio de irse los fines de semana con él, a cambio de ropa y dinero para operarse hasta la risa. Del trío de hermosas damiselas, la más interesada era Catalina, pero, así mismo, era la que menos posibilidades tenía de ser aceptada por «El Titi», ya que jugaban en su contra dos hechos irrefutables: sus senitos talla 32A y su calidad de niña virgen.
Cuando Clavijo se empezaba a escabullir hacia la cocina de la discoteca por una puerta secreta que el dueño les diseñó a él y a otros clientes exclusivos, «El Titi» identificó al oficial al mando de la patrulla que acababa de ingresar a la discoteca. Era el Teniente Arnedo.
—Quédese tranquilo, Clavijito, mijo, que el hombre es de este lado, es amigo, —le dijo a su asustado socio mientras Marcela y Catherine Ahumada se carcajeaban al ver cómo un hombre como Clavijo que se jactaba de matar y comer del muerto se orinaba en los pantalones al ver un uniformado. En efecto, el teniente Arnedo pertenecía al inmenso grupo de militares sobornados por la mafia y su presencia en el lugar se justificaba en el hecho de que Cardona se encontraba a punto de ingresar al lugar. Cuando «El Titi» se enteró del inminente arribo de su jefe, tomó a Marcela de la mano y la instó a salir de afán. Marcela, entre cuyas metas se encontraba la de conquistar a un narco más poderoso que «El Titi», se negó a abandonar la discoteca, argumentando, falsamente, que la estaba pasando muy bien, por lo que «El Titi» asumió el desafío con firmeza y la tomó de la mano con fuerza para luego atravesar el salón con ella, casi a rastras, ante la sorpresa generalizada de todo el mundo. Y aunque ella le gritaba que dejara de ser amargado y que la dejara quedarse un poco más, «El Titi» sabia que si Cardona las conocía, a ella y a su hermana, se las iba a pedir, a manera de orden, para su colección personal. Y como «El Titi» no le podía negar un favor a Cardona, decidió partir antes de tiempo con su novia, su cuñada y su compinche.
No pocos quedaron aterrados al ver al par de divinas esculturas humanas, humilladas, arrastradas y mancilladas a lo largo de la discoteca, por lo que más de un curioso salió disimuladamente al parqueadero de la discoteca con el fin de conocer el desenlace de la escena que no fue otro que el de el par de mujeres subidas a empellones y bofetadas a un par de camionetas lujosas. Cuando Cardona llegó, «El Titi», Clavijo, y las Ahumada iban lejos.
Al día siguiente y de acuerdo con su costumbre de no satisfacer sus instintos con una sola mujer, «El Titi» se apareció en la cuadra de Catalina y detuvo su camioneta en la casa de enfrente que era la de Yésica. Cuando ella salió, le entregó la buena noticia sin siquiera darle tiempo a saludarla.
—¡«Titi», le tengo otras tres peladitas divinas!
«El Titi» sonrió, hizo todo tipo de preguntas y se entusiasmó tanto que les dejó dinero para la ropita y quedó de recogerlas en la noche. Yésica se robó el dinero de la ropita y se llevó a Ximena, Vanessa y Catalina para su casa. A todas les prestó ropa de ella, que ya no usaba, para que «El Titi» no extrañara las prendas nuevas que les había mandado a comprar y les hizo el anuncio:
—El man viene por la noche…
También le anunció la llegada de «El Titi» a Paola, pero ella, que ya lo conocía de tiempo atrás, no se entusiasmó tanto, pero no porque le pareciera aburrido irse con el mismo hombre, sino porque le daba rabia que otras tres niñas del barrio se lo estuvieran disputando. Después de todo comprendió que más allá de aceptarle regalos a «El Titi», su corazón latía más fuerte por él que por cualquier otro hombre.
Cuando la noche hizo su aparición, Catalina, Vanessa, Ximena y Paola se sentaron en el antejardín de la casa de Yésica a esperar al ya famoso cliente. Se notaban tan lindas como impacientes y ninguna dejaba de mirar a las otras y al mismo tiempo a la esquina, buscando saber quién estaba más bonita y a qué horas se iba a aparecer el bendito «Titi». Desde su ventana, doña Hilda miraba con sospecha la escena, mientras Yésica marcaba en vano el número del narco desde su celular. De repente entró una llamada. Era «El Titi» quien le habló en clave a Yésica. Le dijo que no tenía mucho tiempo y que no iba a ser posible pasar todo el fin de semana con las cuatro niñas, por lo que le pedía el favor de alistarle a una sola de ellas, pero que le dejara dos opciones para escoger. Cuando Yésica colgó, las demás abrieron los ojos con preocupación preguntando, al tiempo, lo que sucedía. Yésica les dijo que «El Titi» acaba de llamar para cancelar la cita. Todas se desilusionaron y regresaron aburridas a sus casas, pero al segundo Yésica se devolvió y les golpeó en secreto a Paola y a Catalina en sus puertas, las sacó de nuevo a la calle cuando estaban a punto de empijamarse y las puso al tanto del despiste.
—Es que el man sólo quiere irse con una de ustedes y me pidió que le alistara dos niñas para escogerla. —Les dijo, además, que ella pensaba que una de las dos era la más bonita y que por eso había engañado a sus otras dos amigas, pero que esperaran a ver qué decía el cliente advirtiéndoles de paso que ni Ximena ni Vanessa podían saber nada sobre el pequeño complot.
«El Titi» llegó en una de sus camionetas y se plantó frente a la casa de Yésica mirando a Paola y a Catalina, con la ventaja de no ser visto gracias a la oscuridad de los vidrios del carro. Yésica se aproximó y le dijo lo que él ya sabía, que las mujeres estaban listas. Él las miró con deseo mientras hacía comentarios morbosos con su chofer y uno de sus escoltas que lo acompañaba. Cuando la avanzada aprendiz de proxeneta le pidió que escogiera su juguete de turno, Titi respondió sin inmutarse que Paola:
—Vos sabes que esa culicagada me mata. Agregó.
Acto seguido y tal vez sin proponérselo, sentenció para siempre la suerte de Catalina:
—La otra es bonita, pero tiene las teticas muy chiquitas. ¡Mejor dicho, no tiene!
El escolta y el chofer soltaron sendas carcajadas que molestaron a Yésica.
—Aquí entre nos —le dijo ella en secreto—, aunque las tiene chiquitas, es virgen.
—¡Peor! —Respondió «El Titi» fastidiado y argumentó: —Con esas peladitas se briega mucho y yo no tengo tiempo ahora de ponerme a enseñarle nada a nadie. Además tengo a la policía, a la DEA, a la Fiscalía y a mi novia vigilándome como para ponerme a joder con virgos a estas alturas de mi vida.
Mientras Yésica miraba con pesar a Catalina, Cabrera, el conductor de «El Titi», dio la puntada final:
—Es mejor regular conocida que buena por conocer, patrón.
—Con una carcajada «El Titi» aprobó su propia elección y Yésica se fue hasta donde las dos mujercitas que esperaban nerviosas e impacientes a entregar el veredicto:
—¡Qué el man repite con usted, Paola!
La elegida sonrió derretida de amor por el dinero de «El Titi» y el rostro de Catalina se desfiguró al instante.
Cuando la camioneta arrancó con una Paola sonriente a bordo, Catalina preguntó con un sentimiento de frustración mezclado con impotencia y rabia sobre el por qué de la elección de «El Titi» y Yésica no tuvo reparo alguno en contarle la verdad sobre el delirio de sus amigos narcos por las mujeres tetonas. Ese fue el día en que Catalina se propuso, como meta única en su vida, como fin último de su paso por este mundo, conseguir el dinero para operarse los senos y convertirse en la novia de un traqueto. No pasaría desde entonces, segundo de su vida sin que ella pudiera imaginar cosa distinta a su imagen frente al espejo con un par de senos que intentaran reventar sus brasieres.
Mientras Paola departía con «El Titi» en una finca con 24 habitaciones e igual número de baños, conociendo el dinero envuelto en cajas y aterrándose por las extravagancias más inimaginables; y mientras Catalina masticaba su rabia por no haber sido elegida, tratando de sobrellevar su noviazgo con Albeiro y las relaciones con su mamá, y mientras Yésica buscaba con afán más niñitas para el harén de «El Titi», Mariño, el esperado Mariño aterrizó en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, procedente de Ciudad de México, junto con tres amigos más, ellos sí manitos de pura cepa, muy distintos a los galanes de rasgos finos que se veían en las novelas hechas por cantidades en ese país. Esto es, gordos, bajitos, cabezones, aindiados, uno de ellos con incrustaciones de oro en los dientes, yucatecos, y los tres con ropa costosa, pero no elegantemente vestidos, con los pelos de la cabeza negros, lisos, medianamente largos y gruesos como chuzos.
Mariño era la mano derecha de «El Titi». No pasaba de ser un traquetico, principiante de quinta o sexta categoría, sicario de 28 personajes importantes en el reciente pasado, que acababa de recibir, por primera vez, una misión distinta a la de matar a alguien desde una moto por una buena suma de dinero. Lo enviaron a Ciudad de México como premio por asesinar a sangre fría al «Negro» Martín, maestro y amigo de «El Titi» a quien éste demostró, con un par de tiros en la cabeza que, cuando el poder y el dinero están de por medio, no cuentan ni las lealtades ni los sentimientos.
«El Titi» quería ser tercero de la organización, pero para hacerlo tenía que sacar de circulación al negro Martín, lo único que en alguna ocasión prefirió a su apreciado jugo de guayaba en pura leche. Y así lo hizo. Los detalles no importan porque todas las muertes que produce la mafia, por centenares, son iguales, pero sí cuenta la anécdota porque, desde entonces, «El Titi» desmitificó la inmortalidad de sus jefes y se propuso alcanzar la cima de la organización al precio que fuera. Pero para eso necesitaba hombres como Mariño y Mariño no quería seguir en sus andanzas, asesinando como sicario segundón y menos en ese momento cuando tenía a su haber muchos secretos de Aurelio Jaramillo para explotar.
«El Titi» lo envió, un mes antes, a esperar en Ciudad de México varios vuelos comerciales procedentes de Colombia, Venezuela y Panamá en los que arribaron, entre colombianos y extranjeros, 65 personas con sus estómagos cargados de droga. Como estaba previsto, durante ese mes, 60 de las 65 personas con sus estómagos repletos de deditos de guantes de cirugía tacados con coca y heroína pasaron los controles. Dos murieron envenenadas y tres cayeron en poder de la policía. Los capturados, una mujer en el aeropuerto de Bogotá y dos hombres en el de la capital mejicana, fueron delatados por los mismos narcos con el fin de inflar el ego de la policía y distraerlos con las capturas, facilitando así el paso de los demás traficantes.
A todas las mulas, que viajaban a razón de cinco por vuelo, se les instruyó sobre lo que debían hacer para no terminar en la cárcel o en el cementerio. Primero, y para adaptar sus esófagos al tamaño de los deditos de caucho con coca, se los puso a tragar, enteras, varias uvas de gran tamaño y luego salchichas del grosor de un dedo pulgar. Tres días antes de tragarse las 100 ó 150 bolsitas con droga, les suspendieron todo tipo de alimentos sólidos con el fin de preparar sus estómagos para la llegada de la extraña alimentación. Se les dijo que después de ingerir las cápsulas malditas, no podían ni comer, ni beber nada, ni pasar saliva, siquiera, porque los ácidos gástricos iban a alborotarse trayendo como consecuencia la ruptura de las bolsitas y consigo la muerte. Por eso no podían ingerir ninguna bebida ni alimento dentro del vuelo aunque sí debían recibirlos para despistar y engañar a las azafatas, preparadas por la Interpol para detectar este tipo de pasajeros y cuya principal causa de sospecha era la de ver rechazar los alimentos que suministraba la aerolínea.
Por eso todas las mulas recibían durante el vuelo todo lo que se les ofrecía y hasta lo llevaban a la boca y lo masticaban. Una vez las azafatas desaparecían, escupían en sus manos los alimentos medio masticados y los llevaban a sus bolsillos para luego deshacerse de ellos depositándolos en el lavabo del avión.
Algo resultó mal porque Blanca Perdomo y Euclides Ibáñez, la primera madre de dos hijas y el segundo padre de cuatro, murieron como consecuencia de la estallada de varias bolsitas repletas de droga dentro de sus vientres. Blanca, quien soñaba con saldar sus deudas y garantizar la educación de sus dos pequeñas abandonadas por su padre desde que la mayor cumplió los tres años de edad, murió en pleno vuelo después de retorcerse del ardor en su vientre y luego de que una azafata, inocente, le suministrara un vaso con agua y una pasta para la gastritis. Su estómago explotó en mil pedazos.
Euclides Ibáñez murió en el trayecto entre el aeropuerto de Ciudad de México y el apartamento donde Mariño lo estaba esperando con todo un equipo de paramédicos y laxantes para extraerle la mercancía. Como se acostumbra en estos casos su cuerpo fue abierto para extraer la costosa mercancía y luego descuartizado y diseminado por todos los conductos de agua negra de la ciudad mientras sus cuatro hijos y su esposa lo seguían esperando sonriente y cargado de regalos como la primera vez cuando viajó a Madrid.
El apartamento donde Mariño reclutaba a las mulas y les hacía ingerir los laxantes recomendados para que expulsaran los dediles con droga quedaba en el exclusivo sector de la Zona Rosa en Ciudad de México y se ocultaba tras la fachada de un restaurante de comida latina. Una vez terminada la labor de digestión y limpieza de los preciados empaques, Mariño le pagaba a cada una de las mulas 5 ó 10 mil dólares, según la cantidad y la clase de droga transportada, y se disponía a juntarla para luego rebajarla con talco y entregarla a sus destinatarios, que no eran otros que los distribuidores minoritarios camuflados de vendedores de dulces y cigarrillos organizados por Fernando Rey, el amo y señor de las calles de Ciudad de México. Rey había conformado un Cartelito que, a raíz de la muerte del «Señor de los cielos», se independizó como lo hizo en Colombia el Cartelito de Morón que operaba desde Cartago y Pereira amparado en la caída en desgracia de los capos de Cali y Medellín.
A ese Cartelito de Cartago que, a pasos gigantes se aproximaba a la ostentación, la capacidad de soborno y el poder de manipulación política del Cartel de Cali y a la soberbia militar, la intolerancia, la violencia y la ostentación económica del Cartel de Medellín, pertenecían, en su orden, «Morón», «Cardona», y «El Titi». Los demás, como «Mariño», estorbaban, pero apenas representaban la nueva generación del negocio y no significaban mucho dentro de la organización, aunque fueran los llamados a poner el pecho frente a las autoridades ante cualquier revés, pues eran los encargados de las labores más difíciles del narcotráfico como el acopio, la fabricación, el embalaje, el transporte, la comercialización y el cobro, por las malas o por las buenas, de la mercancía.