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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (16 page)

BOOK: Sólo tú
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Todavía tenía un trabajo.

Acarició el brazo de Beatriz con la mano, a modo de despedida, al caminar hacia el
backstage
.

No fue casual.

Ella también se dio cuenta.

 

El público, pidiendo «otra, otra» insistentemente, con su voz en coro y sus aplausos, los obligó a volver al escenario. Los bises por supuesto estaban pactados, aunque con un grupo que sólo disponía de un disco en el mercado no hubiera muchas posibilidades de cambiar o agregar algo nuevo. Lo habían tocado entero, alargando algunos temas por encima de la media con solos o desarrollos densos. Ahora sí, David M. saludó a la concurrencia, con el torso desnudo, bañado en sudor, y sosteniendo una botella de agua en la mano. Gritó que estaba muy feliz, que todos estaban muy felices, y que sin duda, aquélla era una noche importante, por debutar en casa, en Barcelona, en Razzmatazz, y hacerlo ya con el CD apuntando al número uno. La gente vitoreó cada una de sus palabras, sedienta de más emociones. A continuación, el cantante presentó a la banda, uno por uno.

Y finalmente repitieron
Kontaminación
.

Vuelta al paroxismo.

Saltos, manos, gritos...

Beatriz movió los ojos. Ni rastro de Rogelio.

A
Kontaminación
le siguió
Makillaje radioactivo
y, con ella, el fin, por más que los fans más enfervorizados siguieron pidiendo otros bises, con gritos, coros y aplausos. Las luces de la sala se encendieron, y los más ansiosos por pillar metros y autobuses o seguir la noche en otra parte desfilaron hacia la salida. Beatriz, Elisabet y Gonzalo se hicieron los remolones. Su pase de
backstage
les permitía acceso libre. La cara de Elisabet cambió de la alegría a la tristeza cuando su amiga le dijo que no podrían saludar al grupo por algún que otro problema.

—¡No fastidies!

—Es lo que me ha dicho Rogelio. Otra vez será.

—Nunca habrá «otra vez».

—¿Y tú qué sabes?

—¿Vas a seguir viéndolo acaso?

Era la clásica pregunta inocente, pero con un enorme doble sentido. La pilló de improviso. Ni lo había pensado. ¿Volver a verlo? ¿Por qué? Eso significaría algo inquietante, una especie de amistad contra natura.

No le gustó la expresión.

Contra natura.

—Le he comentado que estaba buscando un curro para este verano o quizá para septiembre. A lo mejor hay suerte.

—¿En serio?

—¿Por qué no?

Gonzalo había asistido al diálogo de las dos chicas sin abrir la boca. Fue él quien, al notar que ya se estaba vaciando Razzmatazz, las empujó suavemente hacia la salida.

—¿Tienes prisa? —le espetó Elisabet.

—No, pero aquí ya no hacemos nada.

—Desde luego... —Los miró a ambos—. Sois tal para cual. ¡Menudo par de muermos me han tocado! ¡Yo con esto puedo colarme, ¿no? —Se tocó el pase de libre acceso.

—Quédate.

—Sí, ya, yo sola.

—Anda, vámonos. —Beatriz se colgó de su cuello y le hizo cosquillas con la otra mano.

—¡Yo quería ligarme a David! —protestó Elisabet—. ¡Sé que soy su tipo!

—Pero si es de plástico, tía. ¡Y un mierdecilla! ¡Seguro que te lo acabas en un abrir y cerrar de ojos!

—¡Huy, sí, potente yo!

Ya caminaban hacia la salida. Cruzaron la puerta y Beatriz, lo más disimuladamente que pudo, miró hacia atrás, y luego, ya en la calle, al acceso de los vips. Ni rastro del director de marketing y promoción de Discos Karma.

Era lo lógico.

Estarían todos en el camerino, celebrándolo o lo que fuera.

Echaron a andar por la calle Almogávares, esquivando a los grupos que rodeaban a los vendedores de camisetas o de cerveza.

 

 

Rogelio se dio cuenta demasiado tarde de que el público había abandonado la sala con inusitada rapidez. La tormenta entre ZQ, el grupo, Marcelo Novoa y él todavía no se había desatado, y tenía muy pocas esperanzas de que el batería optara por callar. Esperaba que Beatriz, su amiga y su amigo aprovecharan los pases de libre acceso para colarse en el
backstage
y merodear por él, pero comprendió que no era así, que no se habían atrevido a hacerlo solos, pese al desparpajo que había intuido en la tal Elisabet.

Vaciló un instante.

Luego reaccionó.

—Ahora vuelvo —le dijo a Marcelo Novoa.

Pasó junto a Nacho Pons y Pascual Iriarte, más en segundo plano, y enfiló la salida. La marea humana poblaba la calle Almogávares, y pensó que dar con tres personas allí era como buscar una aguja en un pajar, sobre todo si habían salido de los primeros. Oteó el panorama, desalentado, hasta que de pronto los vio. Beatriz en medio, Gonzalo a su derecha, Elisabet a su izquierda. No tenía ni idea de quién era el chico guaperas, si el novio de una o de otra, pero no iban cogidos ni siquiera de la mano.

Y de todas formas ¿qué más daba?

Actuaba por instinto.

Echó a correr, driblando a los que estaban parados o a los que se movían perezosamente sobre el asfalto. Ni siquiera escuchó los comentarios. Por una vez no le importaban. Cuando estuvo a unos diez metros del trío, elevó la voz.

—¡Beatriz!

Tuvo que hacerlo una segunda vez, más alto.

—¡Beatriz!

La chica volvió la cabeza. Pudo ser la noche, la luz que la iluminaba de refilón, el susto, la alegría, la sorpresa... lo que fuera, pero creyó intuir en su gesto un rictus de contenido alivio.

Quizá fuera su imaginación.

Lo que le estaba pasando no tenía nada que ver con su vida normal.

Temió que tuviera que hablar en presencia de los otros dos, pero no fue así. Elisabet y Gonzalo dieron unos pasos más mientras que Beatriz los retrocedía para ir a su encuentro. Cuando llegaron a estar cara a cara, se sintieron solos y a salvo.

Rogelio comprendió entonces que no sabía qué decirle, que estaba allí por inercia.

—¿Qué tal?

—Bien, entretenidos.

—Ya.

—Lo siento. —Ella forzó una sonrisa de pesar.

—El directo es contundente.

—Pero no me llegan.

—Será porque tienes un gusto muy ecléctico.

—Será, pero tendré que pasarte una colección de verdaderas canciones, obras de arte, auténticas maravillas que marcaron época o crearon estilo, a ver si educamos tu gusto musical.

Lo dijo como una forma de hablar, nada más.

Para él fue una puerta abierta.

—¿Cuándo?

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo me pasas esos temas?

Beatriz se quedó muda.

—Escucha, tengo que volver a Razzmatazz, pero me gustaría verte mañana.

Además de muda, conmocionada.

—Tengo que estudiar... —trató de excusarse en mitad de aquel vértigo—. El lunes tengo un último examen y no está el horno para bollos...

Rogelio no dijo nada. No trató de convencerla. Sólo la miró.

Volvieron a sentir aquella misteriosa descarga emocional.

Hasta que Beatriz suspiró.

—Mañana por la tarde, a las seis, en el estanque del Turó Parc —se rindió.

El resto fue tan rápido que, pese a la turbulencia, ni la notaron. Como dos borrachos con los sentidos colmados. Los dos besos en las mejillas, igual que los del encuentro un par de horas antes, el roce de sus cuerpos, las manos de él sujetándola por los brazos y las de ella inertes, incapaces de reaccionar. Luego la separación, la última mirada de Rogelio, la inocencia en el rubor de Beatriz.

El adiós.

Uno echó a correr para regresar a Razzmatazz. La otra todavía tardó en dar media vuelta para enfrentarse a la temible Elisabet, que seguro la esperaba con una sonrisa malévola en los labios.

Capítulo 10

PREÁMBULOS

 

 

 

Estudiaba, porque no tenía más remedio, pero con la cabeza en otra parte, muy lejos a veces, en la calle Almogávares, y muy cerca otras, en el Turó Parc. Cada vez que miraba el reloj, pensaba que las manecillas iban hacia atrás. Y sólo habían pasado unas pocas horas. Faltaba mucho para comer. La mañana apenas si andaba por la mitad.

El madrugón, la falta de sueño, tampoco ayudaba.

El examen del día siguiente era rutinario, y prácticamente lo había aprobado por curso, pero aun así tenía mucho que perder como le saliera mal. La profesora Sanz era amiga del maldito Buendía. Más que amiga, algunos comentaban que estaban enrollados. Cosas peores se habían visto, a pesar de lo cual, Beatriz no lo creía. No pensaba que la Sanz tuviera tan mal gusto, aunque era un misterio para la mayoría, tan asténica, tan seria.

Cerró los ojos y se pasó una mano por los párpados, hasta arrancar estrellitas de colores en su interior debido a la fuerza con que lo hizo.

No podía concentrarse.

Quizá el último examen de su vida, y era incapaz de...

Se levantó y salió de su habitación sin hacer ruido. Sus pasos casi resultaban fantasmales. Al llegar frente a la puerta del cuarto de Carlota se detuvo, aplicó el oído a la madera y, al no oír nada procedente de su interior, puso la mano en el tirador y entreabrió la puerta apenas un centímetro.

Suficiente.

—¿Qué? —protestó la voz de su hermana sin levantar la cabeza del libro que tenía abierto sobre la mesa.

—Perdona —se excusó—. Creía que estabas dormida.

—Ya. Las ganas.

Beatriz cerró la puerta despacio.

Cinco pasos más la llevaron hasta el punto del pasillo desde el cual se veía la sala y también la cocina. No le extrañó que su madre anduviera ya con los preparativos de la comida, igual que cuando su padre estaba en casa, igual que siempre. La comida dominical tenía visos de ceremonia. Eso y limpiar el piso, porque entre semana no podía a causa de su trabajo. Por más que Carlota y ella la ayudaran, lo repasaba, lo volvía a limpiar o se enfrascaba en otra tarea, como ordenar armarios o cambiar muebles de sitio, pintar inesperadamente «porque no soportaba la suciedad» o hacer inventario de la ropa que ya no iba a ponerse y pensaba regalar a Cáritas. Una actividad frenética que ocultaba su fracaso.

Porque le daba pena sentirlo y admitirlo, pero su madre era una fracasada.

Sentía lástima por ella.

Su padre la había querido, toda la vida, siempre, muy enamorado, casi idolatrándola, y había sido ella la que, en algún momento, abandonó la carrera, o la lucha. Tiró la toalla. Dejó de desearlo. No de quererlo, pero sí de desearlo. Beatriz tenía grabado a fuego en su mente lo que había escuchado más de una noche, sin querer, procedente de la habitación de ellos. Su padre implorando sexo, diciéndole que llevaban dos semanas sin hacerlo, y ella respondiéndole que era un obseso, que si por él fuera, lo harían cada día, y que eso era asqueroso.

Asqueroso.

¿Cómo podía ser asqueroso amar cada noche?

Su padre le había dicho entonces que la quería, y que amar implicaba deseo; que no entendía el amor sin el roce, el contacto, el sexo, la libertad que implicaba.

No, su padre no se había ido. Era ella la que lo había echado.

Y ahora lloraba su pérdida, la soledad, la frustración.

Su padre tenía que haberse sentido muy rechazado, muy desesperado, muy muerto en vida para haber dimitido de su hogar, de ellas, hasta enamorarse de otra. Y tanto daba que fuera más joven que él. La edad no siempre era un factor determinante.

No quiso que su madre la viera, así que retrocedió y regresó a su habitación. Cerró la puerta y se apoyó en la pared contemplando su pequeño universo. ¿Qué dirían cuando se marchara de casa, cuando decidiera buscarse la vida por su cuenta y riesgo, cuando tomara las riendas de su futuro y, pasara lo que pasara, todo dependiese de sus manos, su esfuerzo, su mente? ¿Lo entenderían Carlota y su madre? Luisa vivía y dejaba vivir, su padre la apoyaría, pero su hermana pequeña y ella...

Pensarían que estaba loca, como con lo de no querer estudiar.

¿O sí quería y aún no lo sabía, por sus ganas de marcharse y vivir de verdad por sí misma?

Estudiar significaba seguir en casa, depender de ellos.

Aquel verano era decisivo, y no se sentía con fuerzas para enfrentarse a él, quizá por miedo, quizá por inseguridad, quizá porque aún tuviera las turbulencias de la adolescencia arraigadas en su cabeza, lo mismo que una neblina espesa que se niega a desvanecerse.

Y encima no dejaba de pensar en Rogelio.

¡Un tipo que le doblaba la edad y más!

Atractivo, diferente, con magnetismo, sí, pero...

—Eres idiota.

Nada tenía sentido, salvo que deseaba que llegara la tarde para verlo por tercera vez.

¡Por tercera vez!

Lo intentó, se sentó en la silla, apoyó su cabeza en las manos, comenzó a leer de nuevo el texto escolar...

Un minuto después se incorporó de nuevo furiosa, puso música y se tumbó en la cama.

 

 

A veces, la foto de Pilar le quemaba en las manos, por eso no siempre la cogía, y se contentaba con mirarla de lejos.

¿Cómo habría sido su vida si ella no hubiese muerto?

¿Estarían juntos todavía?

Sí, ¿por qué no? Discutían a veces, a causa de sus respectivos trabajos, pero les bastaba una mirada, un roce, una caricia, para caer el uno en brazos del otro, de manera irremisible, hasta acabar ebrios de amor y pasión. Por eso, su pérdida había sido tan traumática, y la soledad subsiguiente, tan amarga.

No podía, no sabía estar solo.

Y siempre se enamoraba como un adolescente, a golpes, a la primera, por un detalle o por Dios sabía qué. Amores que, por lo general, se desvanecían en veinticuatro horas, cuando despertaba, cuando reaccionaba, cuando aparecía el yo interior y se encargaba de silenciar al yo romántico que vivía en su mente y en su corazón.

Rogelio Muntadas, romántico.

Nadie lo habría dicho, salvo él mismo.

Pasó una mano por la superficie de la fotografía. Tocó el cristal frío intentando sentir el calor de aquella mirada, la dulzura de aquellos labios, la tersura de la piel. Pilar había sido la única. La sonrisa de la fotografía era como la luz. Muchas noches aún soñaba que hacían el amor, y se despertaba con una erección, dominado por la burla y la mentira para enfrentarse a lo incierto. Pero a la noche siguiente, al acostarse, suplicaba volver a soñar con ella, porque, por lo menos así, una parte de sí mismo y de su vida aún se sentía colmada, aunque fuese en sueños.

Nada había sido igual después de Pilar.

Con Elena había vivido una mentira, y los dos lo comprendieron casi al momento, por ello no prolongaron mucho su situación. Y con Concetta... ¡Ah, Concetta, su Madonna latina! Pudo haber sido distinto. Pudo haberlo salvado. Pudo haber ocupado el lugar de Pilar, aunque no sustituirla. Un amor, dos mundos, España e Italia. Ni ella quiso quedarse en Barcelona ni él podía dejarlo todo y marcharse a la dulce Florencia.

Desde entonces...

¿Era porque Beatriz se parecía un poco a Pilar?

Su sonrisa, haciéndole palmas al mundo, el tono de la mirada, la penetrante intensidad de sus ojos, la curva de los labios, su morbosa sensualidad...

Decían que uno se enamora siempre de la misma mujer y del mismo hombre, que cambia la envoltura, algún rasgo, pero que, en el fondo, el denominador común es idéntico. Si eso era verdad, Pilar, Elena, Concetta, Beatriz, incluso sus esporádicas aventuras, como la de Amalia, eran la suma de su amor ideal y perfecto. Lo curioso era que todo el mundo lo tomaba por un soltero vocacional, un ligón profesional, un aventurero, amante de la noche y sin ética, falto de compromiso. Trabajar en el mundo del disco era la guinda. Nadie podía ser serio en un universo así. Un espacio de locos. Era lo que, sin ir más lejos, pensaba su padre.

Comprobó la hora.

Tenía una cita con una cría.

Una cría. Una cría. Una cría.

¿Cuántas veces iba a repetírselo a sí mismo?

Probablemente se le pasaría en muy poco. Y a ella, suponiendo que los signos que detectaba fueran proclives, lo mismo. Un sueño. Un
flash
. Una tentación, superada o no, para guardar en el álbum de los recuerdos.

Continuó con la fotografía de Pilar entre las manos hasta que sonó el teléfono y la dejó para cogerlo.

—¿Sí?

—Rogelio, soy Martina.

Su hermana no solía llamarlo, así que se imaginó que sucedía algo especial.

—¿Qué pasa?

—No, nada, tranquilo. Es que me gustaría hablar contigo.

—Vale, cuando quieras.

—Necesito que me ayudes con Miguel.

—¿Se lo dijiste a papá?

—No me atreví. Después de lo que me soltó mamá... Ya me dirás. No dejo de pensar en ello.

—Se les pasará. Es tu vida.

—Ya lo sé, pero... Es muy duro, ¿sabes? Y no quiero demorarlo más, o será peor, como si ellos tuvieran razón.

—Cuenta conmigo —se ofreció.

—Quería ir esta noche a casa con él, pase lo que pase. Papá, mamá, Miguel y yo. Cara a cara y sin dobleces. Pero me gustaría que antes... En fin, sé que es precipitado y un poco justo, pero... ¿Por qué no lo conoces tú primero? Sé que os caeréis bien.

—Invítame a comer. No tengo ningún plan antes de las siete.

—¿Quieres? —Halló un eco de esperanza en su voz.

—Pues claro.

—Te doy la dirección de su casa. Estaré allí con él.

—Un momento.

Tomó nota de las señas. Era en el barrio de Gràcia. No estaba cerca del Turó Parc pero tampoco lejos. En cualquier caso, no pasarían la tarde hablando si luego ellos iban a ver a sus padres. Se trataba de una comida.

—Gracias, Rogelio.

—No seas tonta. Puede que algún día tengas que apoyarme tú a mí.

No supo por qué lo había dicho.

—Siempre te he apoyado.

—Ya lo sé. ¿A las dos?

—De acuerdo. Un beso.

Colgó el teléfono y continuó sentado, pero ya no tomó de nuevo la fotografía de Pilar. Le pesaba.

Cada momento, cada día, cada noche, todo.

Faltaban todavía dos horas y no sabía qué hacer, salvo mirar a Pilar o regresar al ordenador y buscar el blog de Beatriz, o aquella imagen que había impreso de su inesperada conmoción.

 

 

Jim Morrison cantaba
When the music's over
, y Beatriz impostaba su voz sobre la del cantante, como un dueto imposible e imaginario. Se sabía muchas canciones de memoria, pero de Jim y los Doors le gustaba especialmente ésa, incluso por encima de
Roadhouse blues
o
Riders on the storm
. Y todo por el famoso verso que había definido a una generación, la que un día tomó las calles de París en mayo del 68:

 

We want the world and we want it... now.

Now?

NOW!

 

¿Por qué no querer el mundo, y por qué no quererlo ya, AHORA? ¿Cuándo iba a quererse el mundo sino a los diecisiete años?

Luego te lo robaban.

Unos y otros, el FMI, los banqueros, los especuladores, los globalizadores, el Gobierno, la vida, el mercado, la falta de oportunidades, el miedo, la crisis, la bomba, los terroristas, la central nuclear de al lado, los sueldos basura, la edad, los años, los padres, el cansancio, la rendición, los hijos, la rutina, los yanquis, el vértigo vital, la enfermedad, el conformismo, la muerte...

Sobre todo, la muerte.

Total o en vida.

Había renunciado a estudiar, y acababa de gritar una de las frases más emblemáticas de la historia de la música, con rabia, así que temió que su madre entrara a preguntar o que su hermana lo hiciera para protestar. Optó por no dejarse llevar y escuchó el resto de la canción en silencio, pensando en el Jim que había muerto a comienzos de julio de 1971 y estaba enterrado en París, precisamente, en el viejo cementerio de Père Lachaise que un día visitaría, porque para ella era uno de los Santos Griales de su futuro. Una cita ineludible.

Luego apagó el reproductor.

Faltaba menos de una hora para la comida.

Acabó sentándose a su mesa de trabajo y conectó el ordenador. Hacía varios días que no escribía nada en su blog. Y eso sí era raro, sorprendente. Era la prueba más inequívoca de que algo le sucedía, algo la colapsaba y le impedía ser ella misma. Su blog era como su alma, o su diván de psiquiatra. Casi nunca tenía un tema concreto, se dejaba llevar a la hora de ponerse a escribir. Y no fue distinto en esta ocasión.

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