De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.
—¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? —le preguntó sir Henry—. Seudónimos gratis. Descríbame al individuo y yo le bautizaré.
—Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.
—Sir Herman Cohen —sugirió sir Henry.
—Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa de un actor y también actriz.
—Al actor podemos llamarle Claud Leason —dijo sir Henry— y a ella por su nombre artístico, por ejemplo, miss Mary Kerr.
—Creo que es usted muy inteligente —dijo Jane—. A mí no se me ocurren las cosas tan fácilmente. Bien, era una especie de casita de campo donde sir Herman... ¿ha dicho usted Herman?, y la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la esposa no sabía nada de esto.
—Es lo que suele ocurrir —dijo sir Henry.
—Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de joyas, incluidas unas esmeraldas muy finas.
—¡Ah! —exclamó el doctor Lloyd—. Ya vamos llegando.
—Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un joyero. La policía dijo que era una imprudencia, que cualquiera pudo cogerlas.
—¿Ves, Dolly? —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué es lo que te digo siempre?
—Bueno, según he visto por propia experiencia —contestó Mrs. Bantry—, es siempre la gente cuidadosa la que pierde sus joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si... ¿cómo se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran robado tan fácilmente.
—Las habrían encontrado —replicó Jane—, pues todos los cajones fueron abiertos y su contenido esparcido por el suelo.
—Entonces no andaban buscando joyas —dijo Mrs. Bantry—, sino documentos secretos. Es lo que ocurre siempre en las novelas.
—No sé nada de ningún documento secreto —respondió Jane pensativa—. No los oí mencionar.
—No se distraiga, miss Helier —dijo el coronel Bantry—. No se inquiete usted por las pistas falsas disparatadas que diga mi esposa.
—Siga hablando del robo —le indicó amablemente sir Henry.
—Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow y describió a un joven pelirrojo que se había presentado aquella mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana. Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora después y entonces él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron a buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era yo!
—Una historia muy curiosa —dijo el doctor Lloyd—. ¿Mr. Faulkener conocía a esa miss Kerr?
—No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les he contado lo más curioso. La policía fue al bungalow y lo encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al parecer había recibido un telegrama de su representante ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista a la que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí, descubrió que todo había sido una broma y que el representante no le había enviado ningún telegrama.
—Un truco bastante manido para quitarla de en medio —comentó sir Henry—. ¿Qué me dice de los criados?
—Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que llamaron por teléfono, aparentemente de parte de Mary Kerr, para decirle que ésta se había olvidado algo muy importante y dándole instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en un cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo hizo, desde luego, y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club de miss Kerr, que era donde le dijeron que esperara a su señora, la esperó en vano.
—¡Hum! —murmuró sir Henry—. Empiezo a comprender. La casa se quedó vacía y entrar por una de sus ventanas no creo que resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto Mr. Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue miss Kerr?
—Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.
—Es curioso —comentó sir Henry—. ¿Resultó ser el joven quien dijo ser?
—Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí. La letra no se parecía en nada a la mía, pero, claro, no era de esperar que conociese mi letra.
—Bien, precisemos los hechos con claridad —dijo sir Henry—. Corríjame si me equivoco. La señora y la doncella son alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se encontraba aquella semana actuando en Riverbury. El joven ingiere una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?
—Oh, sí.
—¿Y fueron recuperadas?
—No, nunca. A decir verdad, creo que sir Herman intentó echar tierra al asunto. Pero no pudo conseguirlo y me parece que su esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con certeza.
—¿Qué le ocurrió a Mr. Leslie Faulkener?
—Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía suficientes pruebas contra él. ¿No les parece que es todo muy extraño?
—Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué historia debemos creer? Miss Helier, he observado que usted se inclina hacia la de Mr. Faulkener. ¿Tiene usted alguna
razón para
ello aparte de su propio instinto?
—No, no —contestó Jane contrariada—. Supongo que no. Pero era tan simpático y se disculpó de tal modo por haber tomado a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la verdad.
—Ya comprendo —dijo sir Henry con una sonrisa—. Pero debe admitir que pudo inventar esa historia con toda facilidad y haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted. También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo, pero confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las sospechas y explicar su presencia en la casa.
—¿Tenía dinero? —preguntó miss Marple.
—No lo creo —respondió Jane—. No, más bien me parece que andaba bastante apurado.
—Todo este asunto resulta muy curioso —dijo el doctor Lloyd—. Debo confesar que si aceptamos la historia de ese joven como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a querer la
dama
que pretendía hacerse pasar por miss Helier
mezclar
en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una comedia tan terriblemente complicada?
—Dime, Jane —dijo Mrs. Bantry—. ¿Llegó a encontrarse frente a frente el joven Faulkener con Mary Kerr en algún momento durante los interrogatorios?
—No puedo asegurarlo —contestó Jane despacio y esforzándose por recordar.
—¡Porque, de no ser así, el caso está resuelto! —exclamó Mrs. Bantry—. Estoy segura de que tengo razón. ¿Qué es más sencillo que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella y, mientras ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita, le droga y prepara la escena del robo con el mayor lujo posible de detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa asu casa en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.
—Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?
—Siempre lo hacen —respondió Mrs. Bantry—. Y de todas formas se me ocurren mil razones. Tal vez quería dinero y es posible que sir Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la esposa de sir Herman. También es posible que ya las hubiera vendido, y sir Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las novelas. O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en casa una imitación falsa. O bien... ésta es una buena idea y no tan típica... simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno. Estoy segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.
—Eres muy inteligente, Dolly —le dijo Jane con admiración—. A mí no se me habría ocurrido.
—Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón —comentó el coronel Bantry—. Yo me inclino a sospechar del caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en preguntarle
a él
si tiene una cortada.
—¿Qué opina usted, miss Marple? —preguntó Jane volviéndose hacia la anciana, que había fruncido el entrecejo.
—Querida, en realidad no sé qué decir. Sir Henry se reirá, pero esta vez no recuerdo ningún caso similar ocurrido en el pueblo que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de su relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del servicio. En... ejem... en una casa de costumbres tan dudosas, la sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una muchacha decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos suponer que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable. Sólo que si fuese obra
de
unos ladrones corrientes me resultaría muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de los que pueda tener una doncella.
Miss Marple hizo una pausa antes de proseguir con aire soñador:
—No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero decir algún conflicto personal. Supongamos, por ejemplo, que alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a quien él no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que parece. Y no obstante, no resulta del todo satisfactorio.
—Vaya, doctor, usted no ha dicho nada —dijo Jane—. Me había olvidado de usted.
—De mí se olvida siempre todo el mundo —contestó el doctor con tristeza—. Debo de tener una personalidad muy anodina.
—¡Oh, no! —exclamó Jane—. ¿Quiere, pues, darnos su opinión?
—Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las soluciones de todos y al mismo tiempo con ninguna. Yo tengo la teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de que la esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de sir Herman. No tengo el menor indicio en que basarme, sólo sé que les sorprendería saber las cosas extraordinarias, realmente muy extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si se les mete en la cabeza.
—¡Oh! Doctor Lloyd —exclamó miss Marple excitada—, qué inteligente es usted. No me había acordado para nada de la pobre Mrs. Pebmarsh.
Jane la miró extrañada.
—¿Mrs. Pebmarsh? ¿Quién es Mrs. Pebmarsh?
—Pues... —Miss Marple vacilaba—... ignoro si tendrá algo que ver con esto. Es una lavandera que robó un broche con un ópalo que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de otra mujer.
Jane pareció más confundida que nunca.
—¿Y eso le hace ver claro este asunto, miss Marple? —dijo sir Henry con su habitual guiño.
Mas, ante su sorpresa, miss Marple negó con la cabeza.
—No, me temo que no. Debo confesar que estoy completamente desorientada. Lo que sí sé es que las mujeres deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba de contarnos miss Helier.
—Debo confesar que no había considerado el aspecto ético del misterio —dijo sir Henry en tono grave—. Tal vez vea con más claridad el significado de sus palabras cuando miss Helier nos haya dado la solución.
—¿Cómo? —exclamó Jane, todavía más asombrada.
—Estoy confesando que “nos damos por vencidos”. Usted y sólo usted, miss Helier, ha tenido el alto honor de presentar un misterio tan complicado que incluso la misma miss Marple ha tenido que confesar su derrota.
—¿Todos se dan por vencidos? —preguntó en alta voz Jane.
—Sí. —Tras un minuto de silencio durante el cual todos esperaban que los demás tomasen la palabra, sir Henry volvió a llevar la voz cantante—. Es decir, que nos limitamos a presentar las soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero, dos de miss Marple y cerca de una docena de Mrs. B.
—No llegaban a una docena —replicó Mrs. Bantry—. Algunas eran variaciones sobre el mismo tema. ¿Y cuántas veces he de decirle que no quiero que me llame Mrs. B?
—De modo que se dan por vencidos. —Jane estaba pensativa—. Es muy interesante.
Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con aire ausente.
—Bueno —dijo Mrs. Bantry—. Vamos, Jane. ¿Cuál es la solución?
—¿La solución?
—Sí. ¿Qué ocurrió en realidad?
Jane la miró de hito en hito.
—No tengo la menor idea.
—
¿Cómo?
—Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes, que son tan inteligentes, podrían dármela.
Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban que Jane fuese tan hermosa, pero en aquel momento todos pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la belleza más trascendental no podía excusarla.
—¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? —preguntó sir Henry.
—No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la podrían explicar
a mí.
Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.
—Bueno, yo... yo... —dijo el coronel Bantry y le fallaron las palabras.
—Eres una joven muy irritante, Jane —dijo su esposa—. De todas maneras, estoy segura y siempre lo estaré de que tengo razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas personas, lo comprobaría.
—No creo que pueda hacerlo —replicó Jane lentamente.
—No, querida —intervino miss Marple—. Miss Helier no puede hacer eso.