—Bien —dijo sir Henry—. Ya conozco a sir Ambrose. Ahora pasemos a Sylvia. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Sylvia Keene. Era muy bonita, mucho. Rubia y con un cutis precioso. Tal vez no muy inteligente, mejor dicho, bastante estúpida.
—¡Oh, vamos, Dolly! —protestó su esposo.
—Es natural que Arthur no piense así —dijo Mrs. Bantry en tono seco—. Pero eraestúpida. En realidad nunca decía nada que valiera la pena escuchar.
—Era una de las criaturas más agraciadas que he visto nunca —dijo el coronel Bantry acaloradamente—. Si la hubiesen visto jugando al tenis: encantadora, realmente encantadora. Y rebosaba simpatía. Era divertidísima y muy bonita. Apuesto a que todos los jóvenes pensaban así.
—Ahí es donde te equivocas —dijo Mrs. Bantry—. Las jóvenes así no tienen encanto para los muchachos de hoy en día. Sólo a los viejos chapados a la antigua como tú, Arthur, les gustan las chicas jóvenes.
—Ser joven no lo es todo —intervino Jane—. Hay que tener S.A.
—¿Qué es S.A.? —quiso saber exactamente miss Marple.
—Sex appeal —replicó Jane.
—¡Ah, sí! —dijo miss Marple—. Lo que en mis tiempos se llamaba “encanto”.
—No es mala descripción —comentó sir Henry—. Creo haber entendido que ha descrito usted a la
dame de compagnie
como una
gata
, Mrs. Bantry.
—No me refería a una gata, sino a algo muy distinto —exclamó Mrs. Bantry—. Adelaida Carpenter era una persona muy dulce.
—¿Qué edad tendría?
—¡Oh! Yo diría que unos cuarenta años. Llevaba algún tiempo en la casa, creo que desde que Sylvia tenía once años. Era una persona de mucho tacto. Una de esas viudas que quedan en una situación económica delicada, con muchos parientes aristócratas, pero sin dinero. A mí no me gustaba mucho, pues nunca me han gustado las personas de manos blancas y largas, ni tampoco los gatos.
—¿Y Mr. Curie?
—¡Oh! Era uno de esos ancianos encorvados. Hay tantos como él, que apenas se distinguen unos de otros. Demostraba gran entusiasmo cuando se hablaba de sus librejos, pero ninguno por otras cosas. No creo que sir Ambrose le conociera muy bien.
—¿Y Jerry, el vecino?
—Era un muchacho realmente encantador y estaba prometido a Sylvia. Por eso fue tan triste.
—Quisiera saber... —empezó a decir miss Marple, y luego se calló.
—¿Qué?
—Nada, querida.
Sir Henry contempló a la anciana con curiosidad y al cabo dijo pensativo:
—De modo que esa joven pareja estaban prometidos. ¿Hacía mucho tiempo que eran novios?
—Cosa de un año. Sir Ambrose se había opuesto a su noviazgo pretextando que Sylvia era demasiado joven. Pero tras un año de relaciones se prometieron y la boda debía haberse celebrado muy pronto.
—¡Ah! ¿Tenía alguna propiedad esa joven?
—Casi nada, sólo unas cien o doscientas libras al año.
—Ahí no hay gato encerrado, Clithering —dijo el coronel Bantry riendo.
—Ahora le toca preguntar al doctor —dijo sir Henry—. Yo me reservo por ahora.
—Mi curiosidad es principalmente profesional —dijo el doctor Lloyd—. Quisiera saber el informe médico que se presentó en la encuesta oficial, es decir, si nuestra anfitriona lo recuerda o lo sabe.
—Creo que lo recuerdo, más o menos —replicó Mrs. Bantry—. Dijeron que la muerte fue debida a envenenamiento por digitalina. ¿Lo digo bien?
El doctor Lloyd asintió.
—El principio activo de la dedalera, la digitalina, actúa sobre el corazón. Por cierto, que es una droga muy valiosa para ciertas afecciones cardíacas. Es un caso muy curioso. Nunca hubiera pensado que tomar una infusión de hojas de dedalera pudiera resultar fatal. Se han exagerado mucho los daños producidos por comer hojas venenosas y bayas. Muy pocas personas comprenden que el principio vital o alcaloide ha de ser extraído con mucho cuidado y elaboración.
—Mrs. McArthur envió el otro día unos bulbos especiales a Mrs. Toomie —explicó miss Marple—. La cocinera los tomó por cebollas y, al comerlos, toda la familia se puso enferma.
—Pero no murió nadie —dijo convencido el doctor Lloyd
—No, no se murió nadie —admitió miss Marple.
—Una amiga mía murió envenenada por alimentos en mal estado —dijo Jane Helier.
—Debemos continuar con nuestro crimen —intervino sir Henry.
—¿Crimen? —exclamó Jane sobresaltada—. Creía que se trataba de un accidente.
—Si fuera un accidente —respondió sir Henry en tono amable—, no creo que Mrs. Bantry nos hubiera contado esta historia. No, por lo que deduzco, fue accidente sólo en apariencia, detrás se escondía algo más siniestro. Recuerdo un caso: varios invitados a una fiesta charlaban después de cenar. Las paredes estaban adornadas con toda clase de armas antiguas. Bromeando, uno de los reunidos cogió una vieja pistola y apuntó a otro simulando disparar. La pistola estaba cargada y se disparó, matando al otro hombre. Tuvimos que averiguar primero quién había preparado secretamente la pistola y, segundo, quién había dirigido la conversación para obtener el resultado final, pues el hombre que había disparado el arma era completamente inocente.
“Me parece que en este caso se nos presenta el mismo problema. Esas hojas de dedalera fueron mezcladas deliberadamente con las de salvia sabiendo cuál sería el resultado. Puesto que descartamos a la cocinera... la descartamos, ¿verdad...?, la pregunta es: “¿Quién cogió las hojas y las llevó a la cocina?”.
—Eso es fácil de responder —dijo Mrs. Bantry—. Por lo menos la última parte de la pregunta. Fue la propia Sylvia quien las llevó a la cocina. Formaba parte de sus ocupaciones diarias recoger la ensalada, las hierbas, los manojos de zanahorias, todas esas cosas que los jardineros nunca escogen bien. No les gusta coger nada tierno, esperan hasta que maduran demasiado. Sylvia y Mrs. Carpenter solían ir a buscarlas ellas mismas, y había una mata de dedalera entre las de salvia en una esquina y por ello la equivocación era bastante natural.
—Pero ¿las cogió la propia Sylvia?
—Eso nadie lo sabe, se dio por supuesto.
—Las suposiciones son siempre muy peligrosas —comentó sir Henry.
—Pero sé que no fue Mrs. Carpenter —replicó Mrs. Bantry—, porque dio la casualidad de que estuvo toda la mañana paseando conmigo por la terraza. Salimos después de desayunar. Hacía un día extraordinariamente cálido y espléndido para estar tan a principios de primavera. Sylvia bajó sola al jardín, pero más tarde la vi paseando del brazo de Maud Wye.
—De modo que eran grandes amigas, ¿verdad? —preguntó miss Marple.
—Sí —contestó Mrs. Bantry y pareció querer añadir algo más, pero no lo hizo.
—¿Llevaba muchos días en la casa? —quiso saber miss Marple.
—Unos quince días —dijo Mrs. Bantry con voz preocupada.
—¿No le gustaba miss Wye? —insinuó sir Henry.
—Sí, eso es lo malo, que sí.
La preocupación de su voz se trocó en disgusto.
—Usted nos oculta algo, Mrs. Bantry —dijo sir Henry en tono acusador.
—Sí, hace un momento también yo he querido preguntarle algo —dijo miss Marple—, pero he preferido callar.
—¿El qué?
—Cuando usted dijo que esa joven pareja se había prometido y que por eso resultaba tan triste. Su voz no me sonó del todo convencida cuando lo dijo, no sé si me comprende.
—Qué temible es usted —replicó Mrs. Bantry—. Parece que siempre sepa las cosas. Sí, pensaba en algo, pero en realidad no sé si debo decirlo o no.
—Tiene que decirlo, déjese de escrúpulos de una vez —intervino sir Henry.
—Bien, pues era sólo esto —continuó Mrs. Bantry —Una noche, precisamente la anterior a la tragedia, salí a la terraza antes de cenar. La ventana del salón estaba abierta y por casualidad vi a Jerry Lorimer y a Maud Wye. Él... bueno, la estaba besando. Claro que yo ignoraba si se trataba de un flirteo sin importancia, o si... bueno, quiero decir que nunca se sabe. Yo sabía que a sir Ambrose nunca le había gustado Jerry Lorimer, tal vez porque sabía que era de ese estilo. Pero de una cosa estoy segura: esa chica, Maud Wye, estaba realmente interesada por él. Sólo había que ver cómo lo miraba cuando no se creía observada. Y, además, hacían mejor pareja que él y Sylvia.
—Voy a hacerle rápidamente una pregunta antes de que se me adelante miss Marple —dijo sir Henry—. Quiero saber si, después de la tragedia, Jerry Lorimer se casó con Maud Wye.
—Sí —dijo Mrs. Bantry—, seis meses después.
—¡Oh! Scherezade, Scherezade —dijo sir Henry—. ¡Y pensar en cómo nos presentó su historia al principio! Nos dio los huesos pelados y hay que ver la carne que vamos encontrando ahora en ellos.
—No hable usted así, no sea tan macabro —dijo Mrs. Bantry—. Y no emplee la palabra carne. Los vegetarianos siempre lo hacen. Dicen “yo nunca como carne” de un modo que le quitan a uno las ganas de comerse la chuleta que tiene delante. Mr. Curie era vegetariano y solía desayunar una especie de mejunje parecido al salvado. Los ancianos encorvados que llevan barba suelen tener muchas manías y llevan ropa interior muy particular.
—¿Qué sabes tú de la ropa interior que llevaba el señor Curie? —preguntó su marido.
—Nada —replicó Mrs. Bantry muy digna—. Sólo lo imagino.
—Voy a rectificar mi declaración —dijo sir Henry—. Debo reconocer que los personajes de este drama son muy interesantes. Empiezo a conocerlos a todos. ¿Verdad, miss Marple?
—La naturaleza humana es siempre interesante, sir Henry. Y es curioso ver cómo cierto tipo de personas tienden a actuar siempre del mismo modo.
—Dos mujeres y un hombre —dijo sir Henry—. El eterno triángulo. ¿Es ésa la base de nuestro problema? Yo creo que sí.
El doctor Lloyd se aclaró la garganta.
—He estado pensando —empezó con bastante dificultad—. ¿Dice usted, Mrs. Bantry, que usted también se sintió indispuesta?
—¡Por supuesto! ¡Y Arthur! ¡Y todos!
—Eso es, todos —dijo el médico—. ¿Comprenden lo que quiero decir? En la historia que sir Henry acaba de contarnos, un hombre disparó contra otro, pero no contra todos los que se encontraban reunidos en la habitación.
—No comprendo —replicó Jane—. ¿Quién disparó contra quién?
—Lo que quiero decir es que quienquiera que planease el crimen lo hizo de un modo muy particular. O bien con una fe ciega en la casualidad o con un desprecio absoluto de la vida humana. Apenas puedo creer que exista un hombre capaz de envenenar deliberadamente a ocho personas con el objeto de suprimir a una de ellas.
—Ya veo por dónde va —dijo sir Henry pensativo—. Confieso que debiera haber pensado en esto.
—¿Y no pudo haberse envenenado él también? —preguntó Jane.
—¿Faltó alguien a la mesa aquella noche? —quiso saber miss Marple.
Mrs. Bantry meneó la cabeza.
—Excepto Mr. Lorimer, supongo, querida. Él no vivía en la casa, ¿no es cierto?
—No, pero aquella noche cenaba con nosotros —respondió Mrs. Bantry.
—¡Oh! —exclamó miss Marple—. Eso cambia mucho las cosas.
Y agregó frunciendo el entrecejo y como para sus adentros:
—He sido una tonta.
—Confieso que sus palabras me han desconcertado, Lloyd —dijo sir Henry—. ¿Cómo asegurarse de que la muchacha y sólo ella tomase la dosis fatal?
—No era posible —replicó el doctor—. Eso nos plantea otra cuestión. Supongamos que la joven no fuera la víctima pretendida.
—¿Qué?
—En todos los casos de envenenamiento por vía oral el resultado es muy incierto. Varias personas se sirven del mismo plato, ¿y qué ocurre? Una o dos enferman ligeramente, otras dos, digamos, de gravedad, y otra fallece. Así es como ocurre siempre, no es posible tener plena seguridad. Pero hay casos en los que puede intervenir otro factor. La digitalina es una droga que afecta directamente al corazón, y como les he dicho se receta en ciertos casos. Ahora bien,
en la casa había una persona que sufría del corazón
. Supongamos que fuese la víctima escogida. Lo que no sería fatal para el resto, lo iba a ser para él, o eso es lo que pudo suponer el asesino. Que todo resultara distinto es sólo una prueba de lo que acabo de decirles: la incertidumbre y relatividad de los efectos de las drogas en los seres humanos.
—¿Cree usted que la víctima tenía que haber sido sir Ambrose? —preguntó sir Henry.
—Sí, sí, y la muerte de la joven fue un error.
—¿Quién heredó su dinero después de su muerte? —preguntó Jane.
—Una pregunta muy sensata, miss Helier. Una de las primeras que hacía siempre en mi antigua profesión —dijo sir Henry.
—Sir Ambrose tenía un hijo —replicó lentamente Mrs. Bantry—. Se había peleado con él durante muchos años anteriormente. Creo que era muy rebelde. No obstante, no estaba en manos de sir Ambrose poder desheredarlo ya que Clodderham Court pasaba de padres a hijos. Martin Bercy heredó el título y la hacienda. Sin embargo, sir Ambrose tenía bastantes propiedades más que podía dejar a quien quisiera y que dejó a su pupila Sylvia. Sé que sir Ambrose falleció al cabo de medio año de haber sucedido lo que les estoy contando y no se tomó la molestia de hacer nuevo testamento después de la muerte de Sylvia. Creo que el dinero pasó a la Corona, o tal vez a su hijo como pariente más cercano, no lo recuerdo exactamente.
—De modo que los únicos que podían realmente beneficiarse de la muerte de sir Ambrose eran un hijo que no estaba allí y la muchacha que falleció —resumió sir Henry, pensativo—. No resulta muy prometedor.
—¿La otra mujer no heredó nada? —preguntó Jane—. Ésa que Mrs. Bantry califica de “gata”.
—En el testamento no constaba su nombre —dijo Mrs. Bantry.
—Miss Marple, no nos escucha usted —le dijo sir Henry—, parece estar muy lejos.
—Estaba pensando en el anciano Mr. Badger, el farmacéutico —contestó la aludida—. Tenía un ama de llaves muy joven, lo suficiente no sólo para ser su hija, sino para ser su nieta. No dijo una palabra a nadie, y su familia y un montón de sobrinos abrigaban la esperanza de heredarle. Y cuando falleció, ¿quieren ustedes creerlo?, llevaba dos años casado con ella en secreto. Claro que Mr. Badger era farmacéutico y también un hombre muy rudo y vulgar, y sir Ambrose Bercy un caballero muy fino, según dice Mrs. Bantry, pero en conjunto la naturaleza humana es la misma en todas partes.
Hubo una pausa, durante la cual sir Henry miró fijamente a miss Marple, quien no apartó sus ojos azules e inteligentes hasta que Jane Helier rompió el silencio con una pregunta.