Jane Helier se estremeció.
—Vaya —dijo—, es muy emocionante. Aunque aún no entiendo quién ahogó a quién y qué tiene que ver esa Mrs. Trout con todo eso.
—No tiene nada que ver, querida —replicó miss Marple—. Fue sólo una persona, y no precisamente agradable, que vivía en el pueblo.
—¡Oh! —exclamó Jane—. En el pueblo. Pero si en los pueblos nunca ocurre nada, ¿no es cierto? —suspiró—. Estoy segura de que si viviera en un pueblo sería tonta de remate.
La conversación giraba en torno a los crímenes que quedaban sin resolver y sin castigo. Cada uno por turno dio su opinión: el coronel Bantry, su simpática y gordezuela esposa, Jane Helier, el doctor Lloyd e incluso miss Marple. El único que no habló fue el que, en opinión de la mayoría, estaba más capacitado para ello. Sir Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, permanecía silencioso, retorciéndose el bigote o más bien dicho, tirando de él y con una media sonrisa en sus labios, como si le divirtiera algún pensamiento.
—Sir Henry —le dijo finalmente Mrs. Bantry—, si no dice usted algo, gritaré. ¿Hay muchos crímenes que quedan impunes?
—Usted piensa en los titulares de la prensa, Mrs. Bantry: SCOTLAND YARD FRACASA DE NUEVO y, a continuación, la lista de crímenes sin resolver.
—Que en realidad deben ser un porcentaje muy pequeño, supongo —dijo el doctor Lloyd.
—Sí, los cientos de crímenes que se resuelven y los responsables castigados rara vez se pregonan. Pero eso no es precisamente lo que discutimos. Los crímenes no
descubiertos
y los crímenes que quedan
impunes
son dos cosas por completo distintas. En la primera categoría entran todos los crímenes de los que Scotland Yard ni siquiera ha oído hablar, los que nadie ni siquiera sabe que se han cometido.
—Pero supongo que no debe haber muchos de ésos —dijo Mrs. Bantry.
—¿No?
—¡Sir Henry! ¿No querrá usted decir que sí los hay?
—Yo creo —dijo miss Marple pensativa— que debe de haber muchísimos.
La encantadora anciana, con su aire tranquilo y anticuado, hizo esta declaración con la mayor placidez.
—Mi querida miss Marple... —empezó el coronel Bantry.
—Claro que muchas personas son estúpidas —dijo miss Marple—. Y a las personas estúpidas se las descubre hagan lo que hagan. Pero también hay muchas que no lo son y uno se estremece al pensar lo que serían capaces de hacer de no tener principios muy arraigados.
—Sí —replicó sir Henry—, hay muchísimas personas que no son estúpidas. Muchas veces un crimen llega a descubrirse por un fallo insignificante y uno no deja de hacerse siempre la misma pregunta. De no haber sido por aquel fallo, ¿hubiese llegado a descubrirse?
—Pero esto es muy serio, Clithering —dijo el coronel Bantry—, pero que muy grave.
—¿De veras?
—¿Pero qué dice usted? ¡Lo es! Claro que es serio.
—Usted dice que hay crímenes que quedan impunes, pero ¿es eso cierto? Tal vez no reciban el castigo de la ley, pero la causa y el efecto actúan aun fuera de la ley. Decir que cada crimen conlleva su propio castigo parecerá muy tópico y, no obstante, en mi opinión, nada hay más cierto.
—Tal vez —dijo el coronel Bantry—, pero eso no altera la gravedad... la gravedad...
Se detuvo desorientado.
Sir Henry Clithering sonrió.
—El noventa y nueve por ciento de la gente sin duda comparte su opinión —comentó—. Pero, ¿sabe usted?, no es la culpabilidad lo importante, sino la inocencia. Eso es lo que nadie aprecia.
—No lo entiendo —exclamó Jane Helier.
—Yo sí —replicó miss Marple—. Cuando Mrs. Trent descubrió que le faltaba media corona que llevaba en el bolso, la persona más afectada fue la asistenta, Mrs. Arthur. Desde luego los Trent pensaron que había sido ella, pero eran buenas personas y, como sabían que tenía una familia numerosa y un marido aficionado a la bebida, pues... naturalmente no quisieron tomar medidas extremas. Pero cambiaron totalmente su actitud hacia ella. Ya no la dejaban al cuidado de la casa cuando se ausentaban y otras personas empezaron a comportarse con ella de un modo semejante. Y luego se descubrió de pronto que había sido la institutriz. Mrs. Trent la descubrió, a través de una puerta que se reflejaba en un espejo, por pura casualidad, a la que yo prefiero llamar Providencia. Y creo que eso es lo que quiere decir sir Henry. La mayoría de las personas se hubieran interesado únicamente por saber quién cogió el dinero, que resultó ser la más insospechada, como en las novelas policíacas. Pero, para quien realmente era importante, casi cuestión de vida o muerte, descubrir la verdad era para Mrs. Arthur, que no había hecho nada. Eso es lo que quiso usted decir, ¿verdad, sir Henry?
—Sí, miss Marple, ha dado usted en el clavo. La asistenta de su historia tuvo suerte en el caso que ha expuesto: se demostró su inocencia. Pero algunas personas pueden pasar toda su vida oprimidas por el peso de una sospecha completamente injusta.
—¿Se refiere usted a algún caso en particular, sir Henry? —preguntó Mrs. Bantry con astucia y con verdadera curiosidad.
—Pues, a decir verdad, sí, Mrs. Bantry. Uno muy curioso. Un caso en el que pensábamos que se había cometido un crimen, pero no teníamos la más remota posibilidad de probarlo.
—Veneno, supongo —exclamó Jane—. Algo que no deja rastro.
El doctor Lloyd se removió inquieto y sir Henry negó con la cabeza.
—No, querida señorita. ¡
No
fue el veneno secreto de las flechas de los indios sudamericanos! ¡Ojalá hubiera sido algo así. Tuvimos que habérnoslas con algo mucho más prosaico, tanto, que no cabe la esperanza de dar con el responsable. Un anciano que se cayó por la escalera y se desnucó, uno de tantos accidentes, lamentables accidentes, que ocurren a diario.
—¿Y que sucedió en realidad?
—¿Quién puede decirlo? —Sir Henry se encogió de hombros—. ¿Le empujaron por detrás? ¿Ataron un cordón de lado a lado de la escalera, que luego fue quitado
cuidadosamente? Eso nunca lo sabremos.
—Pero usted cree que... bueno, que no fue un accidente ¿Por qué? —quiso saber el médico.
—Ésa es una historia bastante larga, pero... bueno, sí, estamos casi seguros. Como les digo, no hay posibilidad de poder culpar a nadie, las pruebas serían demasiado vagas. Pero el caso se puede mirar también desde otra perspectiva, la que mencionaba antes. Cuatro son las personas que pudieron hacerlo. Una es culpable,
pero las otras tres son inocentes
. Y, a menos que se averigüe la verdad, permanecerán bajo la terrible sombra de la duda.
—Creo —dijo Mrs. Bantry —que será mejor que nos cuente usted toda la historia.
—En realidad no creo que sea necesario que me extienda tanto —replicó sir Henry—. Puedo resumir el principio. Es sobre una sociedad secreta alemana: “La Mano Vengadora”, algo parecido a la Camorra o a la idea que la gente tiene de ella. Una organización dedicada a la extorsión y el terrorismo. La cosa empezó repentinamente después de la guerra y se extendió con sorprendente rapidez, y fueron numerosas las víctimas de la organización. Las autoridades no pudieron con ella, porque sus secretos eran guardados celosamente y era casi imposible encontrar a nadie que quisiera traicionarlos.
“En Inglaterra no se oyó hablar mucho de ella, pero en Alemania estaba causando un efecto paralizador. Finalmente fue disuelta gracias a los esfuerzos de un hombre, un tal doctor Rosen, que en un tiempo fue un miembro notable del Servicio Secreto. Se hizo miembro de la sociedad, se infiltró en sus círculos más íntimos y fue, tal como les digo, el instrumento que la desmoronó.
“Pero, en consecuencia, se convirtió en un hombre marcado y se consideró prudente que abandonara Alemania, al menos durante algún tiempo. Se vino a Inglaterra y fuimos informados por la policía de Berlín. Se entrevistó personalmente conmigo y advertí enseguida lo resignado de su actitud. No le cabía la menor duda de lo que le reservaba el futuro.
“—Me cogerán, sir Henry —me dijo—, no cabe la menor duda. —Era un hombre alto, de hermosas facciones y voz profunda, que sólo delataba su nacionalidad por su ligera pronunciación gutural—. Es una conclusión inevitable. No me importa, estoy preparado. Ya afronté ese riesgo al emprender esta empresa. He hecho lo que me propuse. La organización no podrá volver a levantarse, pero quedan muchos de sus miembros en libertad y se vengarán de la única manera que pueden: con mi vida. Es sólo cuestión de tiempo, pero desearía alargarlo lo más posible. Estoy reuniendo y preparando material muy interesante, el resultado de toda una vida de trabajo. Y si fuera posible, me gustaría poder completar mi tarea.
“Habló con sencillez, pero con cierta grandeza que no pude dejar de admirar. Le dije que tomaríamos toda clase de precauciones, pero no me dejó insistir.
“—Algún día, más pronto o más tarde, me cogerán —repetía—. Y cuando ese día llegue, no se preocupe. No me cabe la menor duda de que habrá hecho todo lo posible por evitarlo.
“Luego me expuso sus proyectos, que eran bastante sencillos. Se proponía adquirir una casita en el campo donde vivir tranquilamente y continuar su trabajo. Por fin escogió un pueblecito de Somerset, King’s Gnaton, situado a unas siete millas de la estación de ferrocarril y singularmente preservado de la civilización. Compró una casita preciosa en la que llevó a cabo algunas reformas y mejoras, y se instaló en ella muy contento, acompañado de su sobrina Greta, un secretario, una vieja criada alemana que le había servido fielmente durante casi cuarenta años y un mañoso jardinero externo, que era nativo de King’s Gnaton.
—Los cuatro sospechosos —comentó Mr. Lloyd con voz apagada.
—Exacto, los cuatro sospechosos. No hay mucho más que decir. La vida transcurrió apaciblemente en King’s Gnaton durante cinco meses y entonces ocurrió la desgracia. El doctor Rosen se cayó una mañana por la escalera y fue hallado muerto media hora más tarde. En el momento en que debió ocurrir el accidente, Gertrud estaba en la cocina con la puerta cerrada y no oyó nada, o por lo menos
eso dijo
. Miss Greta estaba en el jardín plantando unos bulbos, también
según dijo
. El jardinero, Dobbs, estaba en el cobertizo, desayunando,
según dijo
. Y el secretario había ido a dar un paseo y tampoco tenemos otra cosa mejor que su palabra. Ninguno de ellos tiene una coartada ni es capaz de atestiguar la declaración de los demás. Pero una cosa es cierta: nadie del exterior pudo hacerlo ya que la presencia de un extraño hubiera sido advertida con seguridad en el pueblecito de King’s Gnaton. La puerta principal y la de atrás estaban cerradas, y cada uno de los habitantes de la casa tenía su llave. De modo que ya ven que los sospechosos se reducen a estos cuatro: Greta, la hija de su propio hermano; Gertrud, que llevaba cuarenta años sirviéndole fielmente; Dobbs que nunca había salido de King’s Gnaton, y Charles Templeton, el secretario.
—Sí —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué nos dice de él? A mí me parece el más sospechoso. ¿Qué sabía usted de él?
—Pues lo que sé de él es lo que le deja completamente al margen de sospechas, por lo menos de momento —dijo sir Henry en tono grave—. Charles Templeton era uno de mis hombres.
—¡Oh! —exclamó el coronel Bantry visiblemente sorprendido.
—Sí, quise tener a alguien en la casa y que al mismo tiempo no llamara la atención en el pueblo. Rosen realmente necesitaba un secretario y yo le proporcioné a Templeton. Es un caballero, habla alemán a la perfección y es, en conjunto, un tipo muy capacitado.
—Pues entonces, ¿de quién sospecha usted? —preguntó Mrs. Bantry con extrañeza—. Todos parecen tan... buenos y tan inocentes.
—Sí, eso parece, pero podemos considerar el caso desde un ángulo distinto. Fraülein Greta era su sobrina y una muchacha encantadora, pero la guerra nos ha demostrado a menudo que un hermano puede volverse contra su hermana, un padre contra su hijo, etcétera, etcétera, y que las más encantadoras y gentiles jovencitas eran capaces de cosas sorprendentes. Lo mismo puede aplicarse a Gertrud y quién sabe qué otros factores pudieron obrar en su caso. Tal vez una disputa con su señor, un creciente resentimiento más intenso debido a los largos años de fidelidad. Las mujeres que tienen tantos años y pertenecen a esa clase, algunas veces pueden vivir increíblemente amargadas. ¿Y Dobbs? ¿Queda eliminado por no tener relación alguna con la familia? Con dinero se consiguen muchas cosas. Pudieron aproximarse a él de algún modo y sobornarlo.
“Una cosa parece segura: debió llegar algún mensaje u orden del exterior. De otro modo, ¿por qué aquellos cinco meses de espera? No, los agentes de “La Mano Vengadora” debieron estar trabajando. No estarían seguros de la perfidia de Rosen y debieron retrasar su venganza hasta asegurarse de su posible traición sin ninguna duda. Luego, cuando verificaron sus sospechas, debieron enviar su mensaje al espía que tenían dentro de su misma casa. El mensaje que decía: “Mata”.
—¡Qué horror! —dijo Jane Helier con un estremecimiento.
—Pero ¿cómo llegaría el mensaje? Ése es el punto que traté de aclarar como única esperanza para resolver el misterio. Una de esas cuatro personas debió de ser abordada por alguien o comunicarse con ellos de alguna manera. La orden debía ser ejecutada, lo sabía muy bien, tan pronto como fuera recibido el aviso. Era la peculiaridad de “La Mano Vengadora”.
“Me puse a trabajar de una forma que probablemente les parecerá ridículamente meticulosa. ¿Quiénes habían estado en la casa aquella mañana? No descarté a nadie. Aquí está la lista.
Y sacando un sobre de su bolsillo, escogió un papel entre los que contenía.
—
El carnicero
, que trajo la carne de ternera. Hice averiguaciones y resultaron exactas.
“El
chico
del colmado trajo un paquete de harina de maíz, dos libras de azúcar, una de mantequilla y otra de café. Fueron investigados y resultaron correctos.
“
El cartero
trajo dos circulares para miss Rosen, una carta de la localidad para Gertrud, tres para el doctor Rosen, una con sello extranjero, y dos para Mr. Templeton,
una de ellas también con sello extranjero.
Sir Henry hizo una pausa y luego extrajo varios documentos del sobre.
—Tal vez les interese verlos. Me fueron entregados por los interesados o bien recogidos de la papelera. No necesito decirles que fueron examinados por expertos para ver si se encontraban en ellos rastros de tinta invisible, etcétera. No se ha encontrado nada.