“—Apuesto a que es ahí donde ha sido escondido el oro —exclamó—. De un modo u otro debió ser salvado del naufragio y almacenado en alguna cueva solitaria, en alguna otra parte. Hemos registrado todas las cuevas de la Ensenada de los Contrabandistas y, como que ahora nos dedicamos a buscarlo más hacia el interior, lo han trasladado de noche a una cueva que ya ha sido registrada y que, por consiguiente, no es probable que volvamos a mirar. Por desgracia han tenido por lo menos dieciocho horas para llevárselo de nuevo. Si capturaron a Mr. Newman ayer noche, dudo que encontremos nada allí a estas horas.
“El inspector se apresuró a efectuar un registro en la cueva y encontró pruebas definitivas de que el oro había sido almacenado allí como supuso, pero los lingotes habían sido trasladados una vez más y no existía la menor pista de cuál era el nuevo escondrijo.
“No obstante, sí había una pista y el propio inspector me la señaló al día siguiente.
“—Este camino lo utilizan muy poco los automóviles —dijo —y en uno o dos lugares se ven claramente huellas de neumáticos. A uno de ellos le falta una pieza triangular y deja una huella inconfundible. Eso demuestra que entraron por esta entrada y aquí hay una clara huella que indica que salieron por la otra, de modo que no cabe duda de que se trata del vehículo que andamos buscando. Ahora bien, ¿por qué salieron por la entrada más lejana? A mí me parece clarísimo que el camión vino del pueblo. No hay muchas personas que tengan uno: dos o tres a lo sumo. Kelvin, el posadero de Las Tres Áncoras, tiene uno.
“—¿Cuál era la profesión original de Kelvin? —preguntó Newman.
“—Es curioso que me pregunte usted eso, Mr. Newman. En su juventud Kelvin fue buzo profesional.
“Newman y yo nos miramos significativamente. Las piezas del rompecabezas parecían empezar a encajar.
“—¿No reconoció a Kelvin en uno de los hombres de la playa? —preguntó el inspector.
“Newman negó con la cabeza.
“—Temo no poder ayudarle en eso —dijo pesaroso—. La verdad es que no tuve tiempo de ver nada.
“El inspector, muy amablemente, me permitió acompañarlo a Las Tres Áncoras. El garaje se hallaba en una calle lateral. Sus grandes puertas estaban cerradas, pero al subir por la callejuela lateral encontrarnos una pequeña puerta que daba acceso al interior del mismo y que estaba abierta. Un breve examen de los neumáticos fue suficiente para el inspector.
“—Lo hemos pillado, diantre —exclamó—. Aquí está la marca, tan clara como el día, en la rueda posterior izquierda. Ahora, Mr. Kelvin, veremos de qué le sirve su inteligencia para salir de ésta.
Raymond West hizo un alto en su relato.
—Bueno —dijo la joven Joyce—. Hasta ahora no veo dónde está el problema, a menos que nunca encontrasen el oro.
—Nunca lo encontraron, desde luego —repitió Raymond—, y tampoco pudieron acusa a Kelvin. Supongo que era demasiado listo para ellos, pero no veo cómo se las arregló. Fue detenido por la prueba del neumático, pero surgió una dificultad extraordinaria. Al otro lado de las grandes puertas del garaje había una casita que en verano alquilaba una artista.
—¡Oh, esas artistas! —exclamó Joyce riendo.
—Como tú dices: ¡Oh, esas artistas! Ésta en particular había estado enferma algunas semanas y por este motivo tenía dos enfermeras que la atendían. La que estaba de guardia aquella noche acercó su butaca a la ventana, que tenía la persiana levantada, y declaró que el camión no pudo haber salido del garaje de enfrente sin que ella lo viera y juró que nadie salió de allí aquella noche.
—No creo que esto deba considerarse un problema —comentó Joyce—. Es casi seguro que la enfermera se quedó dormida, siempre se duermen.
—Es lo que siempre ocurre —dijo Mr. Petherick juiciosamente—. Pero me parece que aceptamos los hechos sin examinarlos lo suficiente. Antes de aceptar el testimonio de la enfermera debiéramos investigar de cerca su buena fe. Una coartada que surge con tal sospechosa prontitud despierta dudas en la mente de cualquiera.
—También tenemos la declaración de la artista —dijo Raymond—. Dijo que se encontraba muy mal y pasó despierta la mayor parte de la noche, de modo que hubiera oído sin duda alguna el camión, puesto que era un ruido inusitado y la noche había quedado muy apacible después de la tormenta.
—¡Hum...! —dijo el clérigo—. Eso desde luego es un factor adicional. ¿Tenía alguna coartada el propio Kelvin?
—Declaró que estuvo en su casa durmiendo desde las diez en adelante, pero no pudo presentar ningún testigo que apoyara su declaración.
—La enfermera debió quedarse dormida lo mismo que su paciente —dijo la joven—. La gente enferma siempre se imagina que no ha pegado ojo en toda la noche.
Raymond West lanzó una mirada interrogativa al doctor Pender.
—Me da lástima ese Kelvin. Me parece que es víctima de aquello de “Por un perro que maté...” Kelvin había estado en la cárcel. Aparte de la huella del neumático, que es desde luego algo demasiado evidente para ser mera coincidencia, no parece haber mucho en contra suya, excepto sus desgraciados antecedentes.
—¿Y usted, sir Henry?
El aludido movió la cabeza.
—Da la casualidad —replicó sonriendo— que conozco este caso, de modo que evidentemente no debo hablar.
—Bien, adelante, tía Jane. ¿No tienes nada que decir?
—Espera un momento, querido —respondió miss Marple—. Me temo que he contado mal. Dos puntos del revés, tres del derecho, saltar uno, dos del revés... sí, está bien.
¿Qué me decías, querido?
—¿Cuál es tu opinión?
—No te gustaría, querido. He observado que a los jóvenes nunca les gusta. Es mejor no decir nada.
—Tonterías, tía Jane. Adelante.
—Pues bien, querido Raymond —dijo miss Marple dejando la labor para mirar a su sobrino— creo que deberías tener más cuidado al escoger a tus amistades. Eres tan crédulo, querido, y te dejas engañar tan fácilmente. Supongo que eso se debe a que eres escritor y tienes mucha imaginación. ¡Toda esa historia del galeón español! Si fueras mayor y tuvieses mi experiencia de la vida te habrías puesto en guardia en seguida. ¡Además, un hombre al que conocías sólo desde hacía unas semanas!
Sir Henry lanzó un torrente de carcajadas al tiempo que golpeaba su rodilla.
—Esta vez te han pillado, Raymond —dijo—. Miss Marple, es usted maravillosa. Tu amigo Newman, muchacho, tenía otro nombre, es decir, varios más. En estos momentos no está en Cornualles, sino en Devonshire. En Dartmoor, para ser exacto y en calidad de convicto en la prisión de Princetown. No pudimos cogerlo por el asunto del oro robado, pero sí por robar la cámara acorazada de uno de los bancos de Londres. Cuando revisamos sus antecedentes supimos que buena parte del oro robado fue enterrado en el jardín de Pol House. Fue una idea bastante buena. Por toda la costa de Cornualles se cuentan historias de barcos hundidos llenos de oro. Serviría para justificar el buzo y para justificar el oro. Pero se necesitaba una víctima propiciatoria y Kelvin era la ideal. Newman representó su pequeña comedia muy bien y nuestro amigo Raymond, una celebridad como escritor, hizo de testigo impecable.
—Pero ¿y la huella del neumático? —objetó Joyce.
—Oh, yo lo vi en seguida, querida, y no sé nada de automóviles —dijo miss Marple—. Ya sabes que la gente cambia las ruedas, a menudo lo he visto hacer y, claro, pudieron coger la rueda de la camioneta de Kelvin y sacarla por la puerta pequeña del garaje y salir con ella al callejón. Allí la colocarían en la camioneta de Mr. Newman y bajarían hasta la playa, cargarían el oro y volverían a entrar por la otra entrada al pueblo. Luego volvieron a colocar la rueda en la camioneta de Mr. Kelvin, me imagino, mientras alguien maniataba a Mr. Newton y lo arrojaba a la zanja. Estuvo muy incómodo y probablemente tardaron en encontrarlo más de lo que habían calculado. Imagino que el individuo que se llamaba a sí mismo jardinero debía ocuparse de eso.
—¿Por qué dices que se llamaba a sí mismo jardinero, tía Jane? —preguntó Raymond con extrañeza.
—Pues porque no podía ser un jardinero auténtico —dijo miss Marple—. Los jardineros no trabajan durante el lunes de la Pascua de Pentecostés, todo el mundo lo sabe.
Sonrió sin apartar los ojos de su labor.
—En realidad fue ese pequeño detalle lo que me puso sobre la verdadera pista —dijo.
Luego miró a Raymond.
—Cuando tengas tu propia casa, querido, y un jardinero que cuide de tu jardín, conocerás estos pequeños detalles.
—Es curioso —comenzó a decir Joyce Lempriére—, pero casi me siento inclinada a no contarles mi historia. Sucedió hace mucho tiempo, hace cinco años, para ser exacta, y desde entonces me tiene obsesionada. Tanto su lado brillante, alegre y superficial, como el horror que se escondía en el fondo. Y lo curioso del caso es que el cuadro que pinté entonces está impregnado de la misma atmósfera. Cuando se mira por primera vez, parece sólo el simple boceto de una callejuela de Cornualles bañada por la luz del sol. Pero al contemplarlo con más atención, se descubre en él algo siniestro. Nunca quise venderlo, pero nunca lo miro. Está en mi estudio, en un rincón y de cara a la pared.
“El nombre del lugar es Rathole, un extraño pueblecito pesquero de Cornualles, muy pintoresco, tal vez demasiado pintoresco. En él se respira demasiado la atmósfera de una antigua sala de té de Cornualles. Tiene tiendas en las que muchachas de pelo a lo
garçon
pintan a mano leyendas sobre pergaminos. Es bonito y original, pero se lo creen demasiado.
—No sé por qué será —dijo Raymond West con un gruñido—. Supongo que será debido a esa maldita invasión de autocares llenos de gente. Por estrechos que sean los caminos que llevan a ellos, ninguno de esos pintorescos pueblecitos se libra de ellos. Joyce asintió.
—Los que conducen a Rathole son muy estrechos y empinados como una pared. Bien, sigo con mi historia. Yo había ido a Cornualles a pasar quince días dibujando. En Rathole existía una antigua posada, Las Armas de Polharwith, que se supone es la única casa que dejaron en pie los atacantes españoles cuando bombardearon ferozmente el lugar hacia el 1500 o algo por el estilo.
—No lo bombardearon —replicó Raymond West con el entrecejo fruncido—. Procura no desvirtuar la historia, Joyce.
—Bueno, sea como fuere, desembarcaron cañones a lo largo de toda la costa y con ellos destrozaron las casas. De todas maneras no es ésta la cuestión. La posada era un lugar maravilloso por su antigüedad, con una especie de porche sostenido por cuatro pilares. Conseguí un buen apunte y me disponía a trabajar de firme cuando un coche subió serpenteando por la colina. Por supuesto, fue a detenerse delante de la posada, en el lugar en que más me estorbaba. Se apearon sus ocupantes, un hombre y una mujer, en los que no me fijé gran cosa. Ella llevaba un vestido de lino malva y un sombrero del mismo color.
“E1 hombre volvió a salir de nuevo y, para mi gran satisfacción, llevó el coche hasta el muelle y lo dejó aparcado allí. Al regresar a la posada tuvo que pasar junto a mí, en el preciso momento en que llegaba otro coche, del que se apeó una mujer vestida con el traje más llamativo que viera en mi vida. Creo que su estampado consistía en ponsetias rojas y llevaba uno de esos enormes sombreros de paja que utilizan los nativos, me parece que de Cuba ¿no es eso?, y que también era de un brillante rojo escarlata.
“La mujer no se detuvo delante de la posada, sino que llevó su coche más abajo en el otro lado. Luego se apeó y el hombre le dijo asombrado:
“—Carol, esto sí que es maravilloso. Qué casualidad encontrarte en este apartado rincón del mundo. Hace años que no te veía. Margery está aquí también, mi esposa, ya sabes. Debes venir a conocerla.
“Subieron juntos la empinada calle en dirección a la posada y vi que la otra mujer acababa de salir a la puerta y se dirigía a ellos. Cuando pasaron ante mí, pude echar un vistazo a la mujer llamada Carol, lo suficiente para ver una barbilla muy empolvada y una boca muy roja, y me pregunté, sólo me pregunté, si Margery se alegraría mucho de conocerla. A Margery no la había visto de cerca, pero así de lejos me pareció muy formal, estirada y poco maquillada.
“Bueno, desde luego no era asunto mío, pero a veces se ven pequeños retazos de la vida y no puedes evitar especular sobre ellos. Desde donde estaba podía oír fragmentos de su conversación. Hablaban de ir a bañarse. El marido, cuyo nombre al parecer era Denis, deseaba alquilar un bote y remar por la costa. Había allí una cueva famosa que merecía la pena ver a cosa de una milla de distancia, según dijo. Carol deseaba verla también, pero sugirió la idea de ir andando por los acantilados y verla desde la costa. Dijo que odiaba los botes. Al fin lo acordaron así. Carol iría andando por el camino del acantilado y se reuniría con ellos en la cueva, mientras Denis y Margery cogerían una barca y remarían hasta allí.
“Al oírles hablar de bañarse me entraron ganas a mí también. Era una mañana muy calurosa y no adelantaba apenas mi trabajo. Además, imaginé que la luz de la tarde daría al lugar un efecto más atrayente, de modo que recogí mis bártulos y me dirigí a una pequeña playa que había descubierto, en dirección completamente opuesta a la cueva. Tomé un delicioso baño allí y comí lengua enlatada y dos tomates, volviendo por la tarde a continuar mi apunte llena de entusiasmo y confianza.
“Todo Rathole parecía dormido. Había acertado al imaginar la luz del sol por la tarde: las sombras resultaban mucho más sugerentes, Las Armas de Polharwith eran el tema principal de mi apunte. Un rayo de sol caía oblicuamente sobre la tierra ante la posada y producía un efecto curioso. Supuse que los bañistas habrían regresado felizmente ya que dos trajes de baño, uno rojo y otro azul oscuro, estaban tendidos en el balcón, secándose al sol.
“Había algo que no me salía bien en una de las esquinas de mi apunte y me incliné unos instantes para arreglarlo. Cuando volví a alzar la vista, había una figura apoyada en uno de los pilares de la posada que parecía haber aparecido por arte de magia. Vestía ropas de marinero y supuse que sería un pescador. Además, llevaba una larga barba negra y, si hubiera buscado un modelo para dibujar a un malvado capitán español, no lo hubiera podido encontrar mejor. Me puse a trabajar con entusiasmo antes de que se marchara, aunque a juzgar por su actitud, parecía dispuesto a sostener el pilar por toda la eternidad.