Srta. Marple y 13 Problemas (5 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Srta. Marple y 13 Problemas
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—Eres tan romántico, querido Raymond —dijo miss Marple mirándole con benevolencia.

—Romántico es lo último que soy —respondió su sobrino ligeramente molesto—. Pero ese individuo, Newman, me interesaba por esa razón, como una reliquia curiosa del pasado. Parece ser que cierto barco perteneciente a la Armada y que contenía un enorme tesoro en oro procedente de la parte oriental del mar Caribe, había naufragado en la costa de Cornualles, en las famosas y temibles Rocas de la Serpiente. Newman me contó que a lo largo de los años se habían hecho intentos de rescatar el barco y recuperar el tesoro. Creo que estas historias son muy corrientes, aunque el número de barcos con tesoros mitológicos es mucho mayor que el de los verdaderos. Formaron una compañía, pero quebraron, y Newman pudo comprar los derechos de aquella cosa, o como quieran llamarle, por cuatro cuartos. Se mostraba entusiasmado. Según él, sólo era cuestión de utilizar la maquinaria más moderna. El oro estaba allí, no le cabía la menor duda de que podría ser recuperado.

“Mientras le escuchaba, se me ocurrió pensar en la frecuencia con que ocurren cosas como ésta. Un hombre rico como Newman logra el éxito casi sin esfuerzo y, no obstante, es probable que el valor de su hallazgo en dinero no signifique nada para él. Debo confesar que me contagié de su entusiasmo. Veía galeones surcando las aguas de la costa, desafiando la tormenta, y abatidos y destrozados contra las negras rocas. La palabra «
galeón
» me resultaba romántica. La frase el
«oro español»
emociona a los escolares, y también a los hombres hechos y derechos. Además, yo estaba trabajando por aquel entonces en una novela, algunas de cuyas escenas transcurrían en el siglo XVI, y vi la oportunidad de poder darle un valioso colorido local gracias a Newman.

“Salí de la estación de Paddington el viernes por la mañana, ilusionado ante la perspectiva de mi viaje. El compartimiento del tren estaba vacío, con la sola excepción de un hombre sentado ante mí en el rincón opuesto. Era alto, con aspecto de militar, y no pude evitar la sensación de que lo había visto antes en alguna otra parte. Me estuve devanando los sesos en vano durante algún tiempo y al fin di con ello. Mi compañero de viaje no era otro que el inspector Badgworth, a quien yo conociera cuando escribí una serie de artículos sobre el caso de la misteriosa desaparición de Everson.

“Me di a conocer y no tardamos en charlar amigablemente. Cuando le dije que me dirigía a Polperran comentó que era una coincidencia singular ya que él también iba a aquel lugar. No quise parecer indiscreto y me guardé de preguntarle qué era lo que le llevaba allí. En vez de eso, le hablé de mi propio interés por el lugar, mencionando el naufragio del galeón español. Para mi sorpresa, el inspector parecía saberlo todo al respecto.

“—Seguro que es el Juan Fernández —me dijo—. Su amigo no será el primero que ha dilapidado todo su dinero tratando de sacar el oro a flote. Es un capricho romántico.

“—Y probablemente toda la historia es un mito —repliqué yo—. Nunca habrá naufragado un barco en este lugar.

“—Oh, el hundimiento del barco sí es cosa cierta —me dijo el inspector—, así como el de muchos otros. Le sorprendería a usted conocer el número de naufragios que hubo en esa parte de la costa. A decir verdad, ése es el motivo que me lleva allí ahora. Ahí es donde hace seis meses se hundió el Otranto.

“—Recuerdo haberlo leído —contesté—. Creo que no hubo desgracias personales.

“—No —contestó el inspector—, pero se perdió otra cosa. No es del dominio público, pero llevaba a bordo lingotes de oro.

“—¿Sí? —pregunté muy interesado.

“—Naturalmente utilizamos buzos para los trabajos de salvamento, pero el oro había desaparecido, Mr. West.

“—¡Desaparecido! —exclamé mirándole asombrado—. ¿Cómo es posible?

“—Ese es el problema —replicó el inspector—. Las rocas abrieron un boquete en la cámara acorazada y los buzos pudieron penetrar fácilmente en ella por ese camino, pero la encontraron vacía. La cuestión es, ¿fue robado el oro antes o después del naufragio? ¿Estuvo alguna vez siquiera en la cámara acorazada?

“—Un caso muy curioso —comenté.

“—Lo es, considerando lo que representan los lingotes de oro. No es como un collar de brillantes, que puede llevarse en el bolsillo. Bueno, parece del todo imposible. Debieron de hacer alguna triquiñuela antes de que partiera el barco. Pero, de no ser así, el oro ha tenido que desaparecer en los últimos seis meses, y yo voy a investigar el asunto.

“Encontré a Newman esperándome en la estación. Se disculpó por no traer su automóvil, que se encontraba en Truro a causa de ciertas reparaciones necesarias. En su lugar había traído una camioneta de la finca.

“Tomé asiento a su lado y avanzamos con prudencia por las estrechas callejuelas del pueblecito pesquero, subimos por una pendiente muy pronunciada, yo diría que de un veinte por ciento, recorrimos una corta distancia por un camino zigzagueante y finalmente enfilamos los pilares de granito de la entrada de Pol House.

“Era un lugar encantador, situado sobre los acantilados, con una estupenda vista sobre el mar. Algunas partes tenían unos trescientos o cuatrocientos años de antigüedad, pero se le había añadido un ala moderna. Detrás de ella se extendían unos siete u ocho acres de terreno de cultivo.

“—Bienvenido a Pol House —dijo Newman—. Y a la enseña del Galeón Dorado —y señaló hacia la puerta principal, de donde pendía una reproducción perfecta de un galeón español con todas sus velas desplegadas.

“Mi primera noche allí fue deliciosa e instructiva. Mi anfitrión me mostró viejos manuscritos que hacían referencia al Juan Fernández. Desplegó cartas de navegación ante mí, indicándome posiciones marcadas con líneas de puntos, y me enseñó planos de aparatos de inmersión, los cuales, debo confesar, me satisficieron por completo.

“Le hablé del encuentro con el inspector Badgworth, cosa que le interesó sobremanera.

“—Hay gentes muy extrañas por esta costa —dijo en tono pensativo—. Llevan en la sangre el contrabando y la destrucción. Cuando un barco se hunde en sus costas no pueden evitar considerarlo un pillaje legal para sus bolsillos. Hay aquí un individuo al que me gustaría que conociera. Es un tipo interesante.

“El día siguiente amaneció claro y radiante. Fuimos a Polperran y allí me fue presentado el buzo de Newman, un hombre llamado Higgins. Era un individuo de rostro curtido, extremadamente taciturno y cuyas intervenciones en la conversación se reducían a monosílabos. Después de discutir entre ellos sobre asuntos técnicos, nos dirigimos a Las Tres Áncoras. Una jarra de cerveza contribuyó un poco a desatar la lengua de aquel individuo.

“—Ha venido un detective de Londres —gruñó—. Dicen que ese barco que se hundió en noviembre pasado llevaba a bordo gran cantidad de oro. Bueno, no fue el primero en zozobrar y tampoco será el último. “—Cierto, cierto —intervino el posadero de Las Tres Áncoras—. Has dicho una gran verdad, Bill Higgins.

“—Vaya si lo es, Mr. Kelvin —replicó Higgins.

“Miré con cierta curiosidad al posadero. Era un hombre muy peculiar, moreno, de rostro bronceado y anchas espaldas. Sus ojos parecían inyectados en sangre y tenían un modo muy extraño de evitar la mirada de los demás. Sospeché que aquél era el hombre de que me hablara Newman, al que calificó de sujeto interesante.

“—No queremos extranjeros entrometidos en estas costas —dijo con tono siniestro.

“—¿Se refiere a la policía? —preguntó Newman con una sonrisa.

“—A la policía y a otros —replicó Kelvin significativamente—. Y no lo olvide usted, señor.

“—¿Sabe usted, Newman, que me ha sonado como una amenaza? —le dije cuando subíamos la colina para dirigirnos a casa.

“Mi amigo se echó a reír.

“—Tonterías, yo no le hago ningún daño a la gente de aquí.

“Yo moví la cabeza pensativo. En Kelvin había algo siniestro y salvaje, y comprendí que su mente podía discurrir por sendas extrañas e insospechadas.

“Creo que mi inquietud comenzó a partir de aquel momento. La primera noche había dormido bastante bien, pero la siguiente mi sueño fue intranquilo y entrecortado. El domingo amaneció gris y triste, con el cielo encapotado y la amenaza de los truenos estremeciendo el aire. Me fue difícil disimular mi estado de ánimo y Newman observó el cambio operado en mí.

“—¿Qué le ocurre West? Esta mañana está hecho un manojo de nervios.

“—No lo sé —dije—, pero tengo un horrible presentimiento.

“—Es el tiempo.

“—Sí, es posible.

“No dije más. Por la tarde salimos en la lancha motora de Newman, pero se puso a llover con tal fuerza que tuvimos que regresar a la playa y ponernos inmediatamente ropa seca.

“Aquella noche creció mi ansiedad. En el exterior la tormenta aullaba y rugía. A eso de las diez la tempestad se calmó y Newman miró por la ventana.

“—Está aclarando —anunció—. No me extrañaría que dentro de media hora hiciera una noche magnífica. Si es así, saldré a dar un paseo.

“Yo bostecé.

“—Tengo mucho sueño —dije—. Anoche no dormí mucho y me parece que me acostaré temprano.

“Así lo hice. La noche anterior había dormido muy poco y, en cambio, aquella tuve un sueño profundo. No obstante, mi sopor no me proporcionó descanso. Seguía oprimiéndome el terrible presentimiento de un cercano peligro: soñé cosas horribles, espantosos abismos y enormes precipicios entre los cuales me hallaba vagando, sabiendo que el menor tropiezo de uno de mis pies hubiera significado la muerte. Cuando desperté, mi reloj señalaba las ocho. Me dolía mucho la cabeza y seguía bajo la opresión de mis pesadillas.

“Tan fuerte era ésta que, cuando me acerqué a mirar por la ventana, retrocedí con un nuevo sentimiento de terror, pues lo primero que vi, o creí ver, fue la figura de un hombre cavando una tumba.

“Tardé un par de minutos en rehacerme y entonces comprendí que el sepulturero no era otro que el jardinero de Newman y que 
«la tumba»
 estaba destinada a tres nuevos rosales que estaban sobre el césped esperando a ser plantados.

“El jardinero alzó la cabeza y al verme se llevó la mano al sombrero.

“—Buenos días señor, hermosa mañana.

“—Supongo que lo es, sí —repliqué dubitativo sin poder sacudir por completo mi pesimismo.

“Sin embargo, como había dicho el jardinero, la mañana era espléndida. El sol brillaba en un cielo azul pálido que prometía un tiempo magnífico para todo el día. Bajé a desayunar silbando una tonadilla. Newman no tenía ninguna doncella en la casa, solo un par de hermanas de mediana edad, que vivían en una granja cercana, acudían diariamente para atender a sus sencillas necesidades. Una de ellas estaba colocando la cafetera sobre la mesa cuando yo entré en la habitación.

“—Buenos días, Elizabeth —dije—. ¿No ha bajado todavía Mr. Newman?

“—Debe de haber salido muy temprano, señor —me contestó—, pues no estaba en la casa cuando llegamos.

“Al instante sentí renacer mi inquietud. Las dos mañanas anteriores Newman había bajado a desayunar un poco tarde y en ningún momento supuse que fuese madrugador. Impulsado por mis presentimientos, subí a su habitación. La encontré vacía y, además, sin señales de que hubiera dormido en su cama. Tras un breve examen de su dormitorio, descubrí otras dos cosas. Si Newman salió a pasear debió de hacerlo en pijama, puesto que éste había desaparecido.

“Entonces tuve el convencimiento de que mis temores eran justificados. Newman había salido, como dijo que haría, a dar un paseo nocturno y, por alguna razón desconocida, no había regresado. ¿Por qué? ¿Habría tenido un accidente? ¿Se habría caído por el acantilado? Debíamos averiguarlo en seguida.

“En pocas horas ya había reclutado a un gran número de ayudantes y juntos lo buscamos en todas direcciones, por los acantilados y en las rocas de abajo, pero no había rastro de Newman.

“Al fin, desesperado, fui a buscar al inspector Badgworth. Su rostro adquirió una expresión grave.

“—Tengo la impresión de que ha sido víctima de una mala jugada —dijo—. Hay gente muy poco escrupulosa por esta zona. ¿Ha visto usted a Kelvin, el posadero de Las Tres Áncoras?

“Le contesté afirmativamente.

“—¿Sabía usted que estuvo cuatro años en la cárcel por asalto y agresión?

“—No me sorprende —repliqué.

“—La opinión general de los habitantes de este pueblo parece ser que su amigo se entromete demasiado en cosas que no le conciernen. Espero que no haya sufrido ningún daño.

“Continuamos la búsqueda con redoblado ánimo y hasta última hora de la tarde no vimos recompensados nuestros esfuerzos. Descubrimos a Newman en su propia finca, dentro de una profunda zanja, con los pies y las manos fuertemente atados con cuerdas y un pañuelo en la boca, a modo de mordaza, para evitar que gritase.

“Estaba terriblemente exhausto y dolorido, pero después de unas fricciones en las muñecas y en los tobillos y un buen trago de whisky, pudo referirnos lo que le había ocurrido.

“Cuando aclaró el tiempo, salió a dar un paseo, a eso de las once. Llegó hasta cierto lugar de los acantilados conocidos vulgarmente como la Ensenada de los Contrabandistas debido al gran número de cuevas que hay allí. Allí observó que unos hombres sacaban algo de un pequeño bote y bajó para ver de qué se trataba. Fuera lo que fuera, parecía ser algo muy pesado y lo trasladaban a una de las cuevas más lejanas.

“Sin imaginar que se tratase en realidad de algo ilegal, Newman lo encontró extraño. Se acercó un poco más sin ser visto, mas de pronto se oyó un grito de alarma e inmediatamente dos fornidos marineros cayeron sobre él y le dejaron inconsciente. Cuando volvió en sí, se encontró tendido en un vehículo que iba a toda velocidad y que subía, dando tumbos y saltando sobre los baches, por lo que pudo deducir, por el camino que conduce de la costa al pueblo. Ante su sorpresa el camión penetró por la entrada de su propia casa. Allí, tras sostener una conversación en voz baja, los hombres lo sacaron para arrojarlo a la zanja en el lugar en que su profundidad haría más improbable que fuera hallado por algún tiempo. Después, el camión se puso en marcha y le pareció que salía por la otra entrada, situada una milla más cerca del pueblo. No pudo darnos descripción alguna de los asaltantes, excepto que desde luego eran hombres de mar y, por su acento, cornualleses.

“El inspector Badgworth pareció muy interesado por el relato.

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