Srta. Marple y 13 Problemas (18 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Srta. Marple y 13 Problemas
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—Le escribiré, miss Marple —dijo sir Henry mirándola con curiosidad—. ¿Sabe una cosa? Nunca llegaré a comprenderla. Siempre repara usted en algo que no esperaba.

—Me temo que mi experiencia resulta insignificante —replicó miss Marple humildemente—. Apenas si salgo de St. Mary Mead.

—¡Y no obstante ha resuelto usted lo que podríamos llamar un problema internacional! —dijo sir Henry—. Porque lo ha resuelto. De eso estoy completamente convencido.

Miss Marple enrojeció y luego, parpadeando, explicó:

—Creo que fui bien educada para lo que se acostumbraba en mis tiempos. Mi hermana y yo tuvimos una institutriz alemana, una persona muy sentimental. Nos enseñó el lenguaje de las flores, un estudio casi olvidado hoy en día, pero encantador.Un tulipán amarillo, por ejemplo, simboliza el Amor Sin Esperanza, mientras un Áster Chino significa Muero de Celos a Tus pies. Esa carta estaba firmada: Georgine, que me parece recordar significa dalia en alemán y eso lo dejaba todo muy claro. Ojalá pudiera recordar el significado de dalia, pero escapa a mi memoria, que ya no es tan buena como antes.

—De todas formas no significa MUERTE.

—No, desde luego. Horrible, ¿no? En este mundo hay cosas muy tristes.

—Sí —replicó Mrs. Bantry con un suspiro—. Es una suerte tener flores y amigos.

—Observen que nos coloca en último lugar —dijo el doctor Lloyd.

—Un admirador solía enviarme orquídeas rojas cada noche —dijo Jane Helier con aire soñador.

—“Espero sus favores”, eso es lo que significa —dijo miss Marple con agudeza.

Sir Henry carraspeó de un modo peculiar y volvió la cabeza.

Miss Marple lanzó una repentina exclamación.

—Acabo de recordarlo. La dalia significa “Traición y Falsedad”.

—Maravilloso —replicó sir Henry—. Absolutamente maravilloso.

Y suspiró.

Capítulo X
-
Tragedia navideña

—Debo presentar una queja —dijo sir Henry Clithering, mientras sus ojos chispeantes contemplaban a los reunidos.

El coronel Bantry, con las piernas estiradas, tenía el entrecejo fruncido y los ojos fijos en la repisa de la chimenea, como si fuera un soldado culpable, mientras su esposa hojeaba recelosa un catálogo de bulbos que acababa de llegarle en el último correo. El doctor Lloyd observaba con franca admiración a Jane Helier, y la joven y hermosa actriz sus uñas rojas. Sólo aquella anciana solterona, miss Marple, estaba sentada muy erguida y sus ojos azules se encontraron con los de sir Henry con un guiño interrogador:

—¿Una queja?

—Unas queja muy seria. Nos hallamos reunidos seis personas, tres representantes de cada sexo, y yo protesto en nombre de los caballeros. Esta noche hemos contado tres historias, una cada uno de nosotros. Protesto porque las señoras no cumplen con su parte.

—¡Oh! —exclamó Mrs. Bantry indignada—. Estoy segura de que hemos cumplido. Hemos escuchado con toda atención, adoptando la actitud más femenina, la de no querer exhibirnos ante las candilejas.

—Es una excusa excelente —replicó sir Henry—, pero no sirve. ¡Y eso que tiene un buen precedente en
Las mil y una noches
! De modo que adelante, Scherezade.

—¿Se refiere a mí? —preguntó Mrs. Bantry—. ¡Pero si yo no tengo nada que contar! Nunca me he visto rodeada de sangre ni de misterios.

—No ha de tratarse necesariamente de un crimen sangriento —dijo sir Henry—. Pero estoy seguro de que una de nuestras tres damas tiene algún misterio pequeñito. Vamos, miss Marple, cuéntenos “La extraña coincidencia de la asistenta”, o “El misterio de la reunión de madres”. No me decepcione usted en St. Mary Mead.

Miss Marple meneó la cabeza.

—Nada que pudiera interesarle, sir Henry. Tenemos nuestros pequeños misterios, por supuesto: un kilo de camarones que desapareció de la manera más incomprensible, pero eso no puede interesarle porque resultó ser muy trivial, aunque arrojara mucha luz acerca de la naturaleza humana.

—Usted me ha enseñado a creer en la naturaleza humana —replicó sir Henry en tono solemne.

—¿Y qué nos cuenta usted, miss Helier? —le preguntó el coronel Bantry—. Debe de haber tenido algunas experiencias interesantes.

—Sí, desde luego —intervino el doctor Lloyd.

—¿Yo? —dijo Jane—. ¿Es que... es que quieren que les cuente algo que me haya ocurrido?

—A usted o a alguno de sus amigos —rectificó decididamente sir Henry.

—¡Oh! —dijo Jane con aire ausente—. No creo que nunca me haya ocurrido nada. Me refiero a nada parecido. He recibido muchas flores, por supuesto, y extraños mensajes, pero eso es propio de los hombres, ¿no les parece? No creo... —y haciendo una pausa se quedó absorta en sus recuerdos.

—Veo que tendremos que resignarnos al relato del kilo de camarones —dijo sir Henry—. Vamos, miss Marple.

—Es usted tan aficionado a las bromas, sir Henry. Lo de los camarones es una tontería. Pero ahora que lo pienso, recuerdo un incidente... en realidad, no se trata de un incidente sino de algo mucho más serio, una tragedia. Y yo, en cierto modo, me vi mezclada en ella. Y nunca me he arrepentido de lo que hice. No, en absoluto. Pero no ocurrió en St. Mary Mead.

—Eso me decepciona —dijo sir Henry—, pero procuraré sobreponerme. Sabía que podíamos confiar en usted.

Y adoptó la posición del oyente, mientras miss Marple enrojecía ligeramente.

—Espero que sabré contarlo como es debido —se disculpó preocupada—. Siempre tengo tendencia a
divagar
. Me voy de una cosa a otra sin darme cuenta de que lo hago. Y es tan difícil recordarlo todo con el debido orden. Tienen que perdonarme si les cuento mal la historia. Ocurrió hace tanto tiempo. Como digo, no tiene relación alguna con St. Mary Mead. A decir verdad, ocurrió en un hidro...

—¿Se refiere a uno de esos aviones que van por el mar? —preguntó Jane con los ojos muy abiertos.

—No, querida —dijo Mrs. Bantry, que le explicó que se trataba de un balneario hidrotermal, y su esposo agregó este comentario:

—¡Unos lugares horribles, horribles! Hay que levantarse temprano para beber un vaso de agua que sabe a demonios. Hay montones de ancianas sentadas por todas partes e intercambiando todo el día malvadas habladurías. Cielos, cuando pienso...

—Vamos, Arthur —dijo su esposa en tono amable—. Sabes que te sentó admirablemente.

—Montones de ancianas comentando escándalos —gruñó el coronel Bantry.

—Me temo que eso es cierto —dijo miss Marple—. Yo misma...

—Mi querida miss Marple —exclamó el coronel horrorizado—. No quise decir ni por un momento...

Con las mejillas sonrosadas y un ademán de la mano, miss Marple le hizo callar.

—Pero si es cierto, coronel Bantry. Sólo quería decirle esto. Déjeme ordenar mis ideas. Sí, hablan de escándalos, como usted dice, y casi todo el tiempo. La gente es muy aficionada a eso. Especialmente los jóvenes. Mi sobrino, que escribe libros, y muy buenos según creo, ha dicho cosas terribles sobre el hábito de difamar a otras personas sin tener la menor clase de pruebas, de lo malvado que es eso y demás. Pero lo que yo digo es que ninguna persona joven se para a pensar. En realidad, no examinan los hechos. Y sin duda el problema es éste: ¡
Cuántas veces son ciertas las habladurías
, como usted las llama! ¡Y como les digo, yo creo que, si en realidad examinaran los hechos, descubrirían que son ciertas nueve veces de cada diez! Por eso la gente se molesta tanto por ellas.

—Inspiradas presunciones —dijo sir Henry.

—¡No!, ¡nada de eso! En realidad, se trata de una cuestión de práctica y experiencia. Tengo entendido que, si a un egiptólogo se le enseña uno de esos escarabajos tan curiosos, con sólo mirarlo puede decir si data de antes de Jesucristo o se trata de una vulgar imitación. Y no puede dar una regla definitiva de cómo lo consigue.
Lo sabe
. Se ha pasado toda su vida manejando esas piezas.

“Y eso es lo que estoy tratando de decir (muy mal, ya lo sé). Esas mujeres a quienes mi sobrino califica de “ociosas” disponen de mucho tiempo y su principal interés por lo general es ocuparse de la gente. Y por eso llegan a convertirse en
expertas
. Ahora los jóvenes hablan con toda libertad de cosas que ni siquiera se mencionaban en mis días, pero, en cambio, tienen una mentalidad absolutamente inocente. Creen en todo y en cualquiera. Y si alguien intenta prevenirlos, aunque sea con prudencia, le dicen que tiene una mentalidad victoriana, y eso, según ellos, es como estar en un pozo.

—¿Y qué tienen de malo los pozos? —dijo sir Henry.

—Exacto —respondió miss Marple—, es lo más necesario en una casa. Pero desde luego, no es nada romántico. Ahora debo confesarles que yo también tengo mis sentimientos como cualquiera, y en determinadas ocasiones me han herido profundamente con comentarios hechos sin pensar. Sé que a los caballeros no les interesan las cuestiones domésticas, pero debo mencionar a una doncella que tuve, Ethel, una muchacha muy atractiva y cumplidora. Ahora bien, en cuanto la vi, me di cuenta de que era como Annie Webb y la hija de la pobre Mrs. Bruitt. Si se le presentara ocasión, eso de
lo mío
y de
lo tuyo
no significaría nada para ella. De modo que la despedí a final de mes, dándole una carta de recomendación en la que decía que era honrada y sensata, pero por mi cuenta advertí a Mrs. Edwards para que no la contratara, y mi sobrino Raymond se puso furioso y dijo que nunca había visto una
maldad
semejante, sí, maldad. Pues bien, entró en casa de lady Ashton, a quien yo no tenía obligación de advertirla, ¿y qué ocurrió? Desaparecieron todos los encajes de su ropa interior y dos broches de brillantes. La muchacha se marchó en medio de la noche y nadie ha vuelto tener noticias de ella.

Miss Marple hizo una pausa para tomar aliento y luego continuó:

—Ustedes dirán que esto no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el balneario de Keston Spa, pero lo tiene en cierto modo. Explica que yo no tuviera la menor duda, desde el momento en que vi juntos a los Sanders, de que él pretendía deshacerse de ella.

—¿Eh? —exclamó sir Henry, inclinándose hacia delante.

Miss Marple volvió su apacible rostro hacia él.

—Como le decía, sir Henry, no me cupo la menor duda. Mr. Sanders era un hombre corpulento, bien parecido, de rostro coloradote, muy franco en su trato y popular entre todos. Y nadie podía ser más amable con su esposa. ¡Pero yo sabía que trataba de deshacerse de ella!

—Mi querida miss Marple...

—Sí, lo sé. Eso es lo que diría mi sobrino, Raymond West, que no tenía la menor prueba, pero yo recuerdo a Walter Hones. Una noche que volvía paseando con su esposa, ella se cayó al río y
él
cobró el dinero del seguro. Y también recuerdo a un par de personas que andan sueltas por ahí hasta la fecha. Por cierto que una de ellas pertenece a nuestra misma esfera social. Se marchó a Suiza para hacer excursiones durante el verano con su esposa. Yo le aconsejé que no fuera. La pobre ni siquiera se enfadó conmigo, se limitó a reírse. Le parecía tan gracioso que una viejecita como yo le dijera semejantes cosas de su Harry. Bien, bien, sufrió un accidente y ahora Harry está casado con otra, pero, ¿qué podía hacer yo? Lo
sabía
, pero no tenía la menor prueba.

—¡Oh, miss Marple! —exclamó Mrs. Bantry—. No querrá decir que...

—Querida, estas cosas son muy corrientes, ya lo creo que lo son. Y los caballeros se sienten especialmente tentados por ser mucho más fuertes. Es tan fácil que parezca un accidente. Como les digo, en cuanto vi a los Sanders, lo supe. Fue en un tranvía. Estaba lleno y tuve que subir al piso superior. Nos levantamos los tres para apearnos y Mr. Sanders perdió el equilibrio, se cayó hacia su esposa y la hizo caer escaleras abajo. Por fortuna, el cobrador era un hombre muy fuerte y logró sujetarla.

—Pero pudo tratarse muy bien de un accidente.

—Desde luego que lo fue, nada pudo ser más accidental. Pero Mr. Sanders había pertenecido a la marina mercante, según me dijo, y un hombre que es capaz de conservar el equilibrio en uno de esos barcos que se inclinan tanto, no lo pierde en la imperial de un tranvía, cuando no lo perdió una vieja como yo. ¡No me diga eso! —Y fue entonces cuando se convenció, ¿no es cierto, miss Marple? —manifestó sir Henry.

La anciana asintió.

—Estaba bastante segura, pero otro incidente ocurrido al cruzar la calle no mucho después me convenció todavía más. Ahora le pregunto a usted, sir Henry, ¿qué podía hacer yo? Allí estaba una mujercita casada y feliz que no tardaría en ser asesinada.

—Mi querida amiga, me deja usted sin respiración.

—Eso le pasa porque, como la mayoría de la gente de hoy en día, no se enfrenta usted a los hechos. Prefiere pensar que ciertas cosas son imposibles. Pero son así y yo lo sabía. ¡Pero una se ve atada de pies y manos! Por ejemplo, no podía acudir a la policía y advertir a la joven hubiera sido inútil. Estaba enamorada de aquel hombre. De modo que me dispuse a averiguar todo lo que pudiera acerca de ellos. Hay un sinfín de oportunidades mientras se hace labor alrededor del fuego. Mrs. Sanders, Gladys era su nombre de pila, estaba deseosa de hablar. Al parecer no llevaban mucho tiempo casados. Su esposo debía heredar algunas propiedades, pero por el momento estaban bastante mal de dinero. En resumen, vivían de la pequeña renta de ella. Ya había oído la misma historia otras veces. Se lamentaba de no poder tocar el capital. ¡Al parecer, alguien había tenido un poco de sentido común! Pero el dinero era suyo y podía dejárselo a quien quisiera, según averigüé. Ella y su esposo habían hecho testamento, poco después de su matrimonio, uno a favor del otro. Muy conmovedor. Claro que cuando a Jack le fueran bien las cosas... Esa era la carga que debían soportar y entretanto andaban bastante apurados. Por aquel entonces tenían una habitación en el piso más alto, entre las del servicio, y muy peligrosa en caso de incendio, aunque tenían una escalera de incendios precisamente delante de la ventana. Me informé prudentemente de si tenían balcón. Son tan peligrosos los balcones... un empujoncito y...

“Le hice prometer a ella que no se asomaría al balcón, que había tenido un sueño. Esto la impresionó. A veces se puede hacer algún favor aprovechándose de la superstición. Era una joven rubia, de facciones un tanto desdibujadas, que llevaba los cabellos recogidos en un moño sobre la nuca. Y muy crédula. Le contó a su marido lo que yo le había dicho y observé que él me miraba con curiosidad un par de veces. Él no era crédulo y sabía que yo iba en aquel tranvía.

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