—No lo creo —replicó de inmediato miss Marple.
—¿Por qué no?
—Porque no tengo lo que ustedes llaman
pruebas
.
—¿Quiere decir que sólo es una opinión suya?
—Puede llamarse así, pero en realidad no es eso.
Lo sé
, estoy en posición de saberlo. Pero si le doy mis razones al inspector Drewitt, se echará a reír y no podré reprochárselo. Es muy difícil comprender lo que pudiéramos llamar un “conocimiento especializado”.
—¿Como cuál? —le sugirió sir Henry.
Miss Marple sonrió ligeramente.
—Si le dijera que lo sé porque un hombre llamado Peasegood (Buenguisante) dejó nabos en vez de zanahorias cuando vino con su carro a venderle verduras a mi sobrina hará varios años...
Se detuvo con ademán elocuente.
—Un nombre muy adecuado para su profesión —murmuró sir Henry—. Quiere decir que juzga el caso sencillamente por los hechos ocurridos en un caso similar...
—Conozco la naturaleza humana —respondió miss Marple—. Es imposible no conocerla después de vivir tantos años en un pueblo. El caso es, ¿me cree usted o no?
Le miró de hito en hito mientras se acentuaba el rubor de sus mejillas.
Sir Henry era un hombre de gran experiencia y tomaba sus decisiones con gran rapidez, sin andarse por las ramas. Por fantástica que pareciese la declaración de miss Marple, se dio cuenta en seguida de que la había aceptado.
—La creo, miss Marple, pero no comprendo qué quiere que haga yo en este asunto ni por qué ha venido a verme.
—Le he estado dando vueltas y vueltas al asunto —explicó la anciana—. Y, como le digo, sería inútil acudir a la policía sin hechos concretos. Y no los tengo. Lo que quería pedirle es que se interese por este asunto, cosa que estoy segura halagará al inspector Drewitt. Y si la cosa prosperara, al coronel Melchett, el jefe de policía. Estoy segura de que sería como cera en sus manos.
Le miró suplicante.
—¿Y qué datos va a darme usted para empezar a trabajar?
—He pensado escribir un nombre, el del culpable, en un pedazo de papel y dárselo a usted. Luego, si durante el transcurso de la investigación usted decide que esa persona no tiene nada que ver, pues me habré equivocado. —Hizo una breve pausa y agregó con un ligero estremecimiento—: Sería terrible que ahorcaran a una persona inocente.
—¿Qué diablos? —exclamó sir Henry sobresaltado.
Ella volvió su rostro preocupado hacia sir Henry.
—Puedo equivocarme, aunque no lo creo. El inspector Drewitt es un hombre inteligente, pero algunas veces una inteligencia mediocre puede resultar peligrosa y no le lleva a uno muy lejos.
Sir Henry la contempló con curiosidad.
Miss Marple abrió un pequeño bolso del que extrajo una libretita y, arrancando una de las hojas, escribió unas palabras con todo cuidado.
Después de doblarla en dos, se la entregó a sir Henry.
Éste lo abrió y leyó el nombre, que nada le decía, mas enarcó las cejas mirando a miss Marple mientras se guardaba el papel en el bolsillo.
—Bien, bien —dijo—. Es un asunto extraordinario. Nunca había intervenido en nada semejante, pero voy a confiar en la buena opinión que usted me merece, se lo aseguro, miss Marple.
Sir Henry se hallaba en la salita con el coronel Melchett, jefe de policía del condado, así como con el inspector Drewitt. El jefe de policía era un hombre de modales marciales y agresivos. El inspector Drewitt era corpulento y ancho de espaldas, y un hombre muy sensato.
—Tengo la sensación de que me estoy entrometiendo en su trabajo —decía sir Henry con su cortés sonrisa—. Y en realidad no sabría decirles por qué lo hago. —Lo cual era rigurosamente cierto.
—Mi querido amigo, estamos encantados. Es un gran cumplido.
—Un honor, sir Henry —dijo el inspector.
El coronel Melchett pensaba: “El pobre está aburridísimo en casa de los Bantry. El viejo criticando todo el santo día al gobierno, y ella hablando sin parar de sus bulbos.”
El inspector decía para sus adentros: “Es una lástima que no persigamos a un delincuente verdaderamente hábil. He oído decir que es uno de los mejores cerebros de Inglaterra. Qué lástima, realmente una lástima, que se trate de un caso tan sencillo.”
El jefe de policía dijo en voz alta:
—Me temo que se trata de un caso muy sórdido y claro. Primero se pensó que la chica se había suicidado. Estaba esperando un niño. Sin embargo, nuestro médico, el doctor Haydock, que es muy cuidadoso, observó que la víctima presentaba unos cardenales en la parte superior de cada brazo, ocasionados presumiblemente por una persona que la sujetó para arrojarla al río.
—¿Se hubiera necesitado mucha fuerza?
—Creo que no. Seguramente no hubo lucha, si la cogieron desprevenida. Es un puente de madera, muy resbaladizo. Tirarla debió de ser lo más sencillo del mundo, en un lado no hay barandilla.
—¿Saben con seguridad que la tragedia ocurrió allí?
—Sí, lo dijo un niño de doce años, Jimmy Brown. Estaba en los bosques del otro lado del río y oyó un grito y un chapuzón. Había oscurecido ya y era difícil distinguir nada. No tardó en ver algo blanco que flotaba en el agua y corrió en busca de ayuda. Lograron sacarla, pero era demasiado tarde para reanimarla.
Sir Henry asintió.
—¿El niño no vio a nadie en el puente?
—No, pero como le digo era de noche y por allí siempre suele haber algo de niebla. Voy a preguntarle si vio a alguna persona por allí antes o después de ocurrir la tragedia. Naturalmente, él imagino que la joven se había suicidado. Todos lo pensamos al principio.
—Sin embargo, tenemos la nota —dijo el inspector Drewitt volviéndose a sir Henry.
—Una nota que encontramos en el bolsillo de la víctima. Estaba escrita con un lápiz de dibujo y, aunque estaba empapada de agua, con algún esfuerzo pudimos leerla.
—¿Y qué decía?
—Era del joven Sandford. “De acuerdo —decía—. Me reuniré contigo en el puente a las ocho y media. R. S.” Bueno, fue muy cerca de esa hora, pocos minutos después de las ocho y media, cuando Jimmy Brown oyó el grito y el chapuzón.
—No sé si conocerá usted a Sandford —continuó el coronel Melchett—. Lleva aquí cosa de un mes. Es uno de esos jóvenes arquitectos que construyen casas extravagantes. Está edificando una para Allington. Dios sabe lo que resultará, supongo que alguna fantochada moderna de ésas, mesas de cristal y sillas de acero y lona. Bueno, eso no significa nada, por supuesto, pero demuestra la clase de individuo que es Sandford, un bolchevique, un tipo sin moral.
—La seducción es un crimen muy antiguo —dijo sir Henry con calma—, aunque desde luego no tanto como el homicidio.
El coronel Melchett lo miró extrañado.
—¡Oh, sí! Desde luego, desde luego.
—Bien, sir Henry —intervino Drewitt—, ahí lo tiene: es un asunto feo, pero claro como el agua. Este joven, Sandford, seduce a la chica y se dispone a regresar a Londres. Allí tiene novia, una señorita bien con la que está prometido. Naturalmente, si ella se entera de eso, puede dar por terminadas sus relaciones. Se encuentra con Rose en el puente. Es una noche oscura, no hay nadie por allí, la coge por los hombros y la arroja al agua. Un sinvergüenza que tendrá su merecido. Ésa es mi opinión.
Sir Henry permaneció en silencio un par de minutos. Casi podía palpar los prejuicios subyacentes. No era probable que un arquitecto moderno fuese muy popular en un pueblo tan conservador como St. Mary Mead.
—Supongo que no existirá la menor duda de que ese hombre, Sandford, era el padre de la criatura... —preguntó.
—Lo era, desde luego —replicó Drewitt—. Rose Emmott se lo dijo a su padre, pensaba que se casaría con ella. ¡Casarse con ella! ¡Qué ingenua!
“¡Pobre de mí! —pensó sir Henry—. Me parece estar viviendo un melodrama victoriano. La joven confiada, el villano de Londres, el padre iracundo. Sólo falta el fiel amor pueblerino. Sí, creo que ya es hora de que pregunte por él.”
Y en voz alta añadió:
—¿Esa joven no tenía algún pretendiente en el pueblo?
—¿Se refiere a Joe Ellis? —dijo el inspector—. Joe es un buen muchacho, trabaja como carpintero. ¡Ah! Si ella se hubiera fijado en él...
El coronel Melchett asintió aprobador.
—Uno tiene que limitarse a los de su propia clase —sentenció.
—¿Cómo se tomó Joe Ellis todo el asunto? —quiso saber sir Henry.
—Nadie lo sabe —contestó el inspector—. Joe es un muchacho muy tranquilo y reservado. Cualquier cosa que hiciera Rose le parecía bien. Lo tenía completamente dominado. Se limitaba a esperar que algún día volviera a él. Sí, creo que ésa era su manera de afrontar la situación.
—Me gustaría verlo —dijo sir Henry.
—¡Oh! Nosotros vamos a interrogarlo —explicó el coronel Melchett—. No vamos a dejar ningún cabo suelto. Había pensado ver primero a Emmott, luego a Sandford y después podemos ir a hablar con Ellis. ¿Le parece bien, Clithering?
Sir Henry respondió que le parecía estupendo.
Encontraron a Tom Emmott en la taberna el Blue Boat. Era un hombre corpulento, de mediana edad, mirada inquieta y mandíbula poderosa.
—Celebro verles, caballeros. Buenos días, coronel. Pasen aquí y podremos hablar en privado. ¿Puedo ofrecerles alguna cosa? ¿No? Como quieran. Han venido por el asunto de mi pobre hija. ¡Ah! Rose era una buena chica. Siempre lo fue, hasta que ese cerdo... (perdónenme, pero eso es lo que es), hasta que ese cerdo vino aquí. Él le prometió que se casarían, eso hizo. Pero yo haré que lo pague muy caro. La arrojó al río. El cerdo asesino. Nos ha traído la desgracia a todos. ¡Mi pobre hija!
—¿Su hija le dijo claramente que Sandford era el responsable de su estado? —preguntó Melchett crispado.
—Sí, en esta misma habitación.
—¿Y qué le dijo usted? —quiso saber sir Henry.
—¿Decirle? —el hombre pareció desconcertado.
—Sí, usted, por ejemplo, no la amenazaría con echarla de su casa o algo así.
—Me disgusté mucho, eso es natural. Supongo que estará de acuerdo en que eso era algo natural. Pero, desde luego, no la eché de casa. Yo no haría semejante cosa —dijo con virtuosa indignación—. No. ¿Para qué está la ley?, le dije. ¿Para qué está la ley? Ya le obligarán a cumplir con su deber. Y si no lo hace, por mi vida que lo pagará.
Y dejó caer su puño con fuerza sobre la mesa.
—¿Cuándo vio a su hija por última vez? —preguntó Melchett.
—Ayer... a la hora del té.
—¿Cómo se comportaba?
—Pues como siempre. No noté nada. Si yo hubiera sabido...
—Pero no lo sabía —replicó el inspector en tono seco.
Y dicho esto se despidieron.
“Emmott no es un sujeto que resulte precisamente agradable”, pensó sir Henry para sus adentros.
—Es un poco violento —contestó Melchett—. Si hubiera tenido oportunidad ya hubiese matado a Sandford, de eso estoy seguro.
La próxima visita fue para el arquitecto. Rex Sandford era muy distinto a la imagen que sir Henry se había formado de él. Alto, muy rubio, delgado, de ojos azules y soñadores, y cabellos descuidados y demasiado largos. Su habla resultaba un tanto afeminada.
El coronel Melchett se presentó a sí mismo y a sus acompañantes y, pasando directamente al objeto de su visita, invitó al arquitecto a que aclarara cuáles habían sido sus actividades durante la noche anterior.
—Debe comprender —le dijo a modo de advertencia —que no tengo autoridad para obligarle a declarar y que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. Quiero dejar esto bien claro.
—Yo, no... no comprendo —dijo Sandford.
—¿Comprende que Rose Emmott murió ahogada ayer noche?
—Sí, lo sé. ¡Oh! Es demasiado... demasiado terrible. Apenas si he podido dormir en toda la noche, y he sido incapaz de trabajar nada hoy. Me siento responsable, terriblemente responsable.
Se pasó las manos por los cabellos enmarañándolos todavía más.
—Nunca tuve intención de hacerle daño —dijo en tono plañidero—. Nunca lo pensé siquiera. Nunca pensé que se lo tomara de esa manera.
Y sentándose junto a la mesa escondió el rostro entre las manos.
—¿Debo entender, Mr. Sandford, que se niega a declarar dónde estaba ayer noche a las ocho y media?
—No, no, claro que no. Había salido. Salí a pasear.
—¿Fue a reunirse con miss Emmott?
—No, me fui solo. A través de los bosques. Muy lejos.
—Entonces, ¿cómo explica usted esta nota, que fue encontrada en el bolsillo de la difunta?
El inspector Drewitt la leyó en voz alta sin demostrar emoción alguna.
—Ahora —concluyó—, ¿niega haberla escrito?
—No... no. Tiene razón, la escribí yo. Rose me pidió que fuera a verla. Insistió, yo no sabía qué hacer, por eso le escribí esa nota.
—Ah, así está mejor —le dijo Drewitt.
—¡Pero no fui! —Sandford elevó la voz—. ¡No fui! Pensé que era mejor no ir. Mañana pensaba regresar a la ciudad. Tenía intención de escribirle desde Londres y hacer algún arreglo.
—¿Se da usted cuenta, señor, de que la chica iba a tener un niño y que había dicho que usted era el padre?
Sandford lanzó un gemido, pero nada respondió.
—¿Era eso cierto, señor?
Sandford escondió todavía más el rostro entre las manos.
—Supongo que sí —dijo con voz ahogada.
—¡Ah! —El inspector Drewitt no pudo disimular su satisfacción—. Ahora háblenos de ese paseo suyo. ¿Le vio alguien anoche?
—No lo sé, pero no lo creo. Que yo recuerde, no me encontré a nadie.
—Es una lástima.
—¿Qué quiere usted decir? —Sandford abrió mucho los ojos—. ¿Qué importa si fui a pasear o no? ¿Qué tiene que ver eso con que Rose se suicidase?
—¡Ah! —exclamó el inspector—. Pero es que no se suicidó, la arrojaron al agua deliberadamente, Mr. Sandford.
—Que ella... —tardó un par de minutos en sobreponerse al horror que le produjo la noticia—. ¡Dios mío! Entonces...
Se desplomó en una silla.
El coronel Melchett hizo ademán de marcharse.
—Debe comprender, Mr. Sandford —le dijo—, que no le conviene abandonar esta casa.
Los tres hombres salieron juntos, y el inspector y el coronel Melchett intercambiaron una mirada.
—Creo que es suficiente, señor —dijo el inspector.
—Sí, vaya a buscar una orden de arresto y deténgalo.
—Discúlpenme —exclamó sir Henry—. He olvidado mis guantes.