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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (11 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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No fue una batalla, sino una masacre. Dos de los hombres de Peredur opusieron cierta resistencia, pero Leofric apartó con el hacha sus dos lanzas y murieron gritando. Peredur cayó bajo mi espada, sin resistencia alguna: parecía resignado a una muerte que administré con bastante rapidez. Cenwulf y sus dos compañeros hicieron lo que les había ordenado, interceptar el baúl de plata, y nosotros los rodeamos mientras los jinetes de Svein perseguían a los fugitivos. El único hombre que escapó fue Asser, el monje, cosa que consiguió echando a correr hacia el norte en lugar de hacia el oeste. Los jinetes de Svein recorrían la colina ensartando a los hombres de Peredur por la espalda, y Asser vio enseguida que por aquella vía solo había muerte, de modo que con una rapidez sorprendente y los faldones recogidos, cambió de dirección y echó a correr a toda velocidad dejando atrás a mis hombres: yo les grité a los de mi derecha que mataran a aquel cabrón, pero ellos me miraron y lo dejaron huir.

—¡Os he dicho que lo matéis! —les grité.

—¡Es un monje! —repuso uno de ellos—. ¿Queréis que vaya al infierno?

Observé a Asser bajar corriendo por el valle: lo cierto era que tampoco me importaba demasiado si vivía o moría. Pensé que los jinetes de Svein lo atraparían, pero quizá no lo vieran. Sí pillaron en cambio al padre Mardoc, y uno de ellos le rebanó la cabeza al cura de un solo movimiento, lo que provocó que algunos de mis hombres se persignaran.

Los jinetes remataron la faena, pero los demás daneses de Svein formaron un muro de escudos enfrentado a nosotros: en el centro, bajo el estandarte del caballo blanco, estaba el propio Svein con la máscara de jabalí. Su escudo lucía un caballo pintado sobre los tableros, y su arma era un hacha: el hacha de guerra más grande que había visto nunca. Mis hombres se pusieron nerviosos.

—¡Quietos! —les rugí.

—Hasta el cuello —murmuró Leofric.

Svein nos miraba, y note el brillo de la muerte en sus ojos. Tenía ganas de sangre, y nosotros éramos sajones. Se oía el acoplarse de los escudos al montar el muro sus hombres, así que lance a
Hálito-de-serpiente
al aire. La lancé tan alto que la enorme hoja giró reflejando el sol: evidentemente todos estaban pendientes de si la recogería o caería al suelo de un golpe.

La cogí, le hice un guiño a Svein y envainé el arma. Él se rió, y las ganas de sangre pasaron al echar cuentas de que no podía permitirse las bajas que inevitablemente le infligiríamos al enfrentarse a nosotros.

—¿De verdad creías que iba a atacaros? —me gritó desde el otro lado de la mullida hierba.

—Confiaba en que lo hicieras —le grité yo en respuesta—, así no tendría que compartir el botín contigo.

Bajó el hacha, se acercó a nosotros, yo me acerqué a él y nos abrazamos. Los hombres de ambos bandos bajaron las armas.

—¿Nos llevamos también por delante al pueblo cochambroso de ese cabrón? —preguntó Svein.

Así que bajamos todos colina abajo, dejando atrás los cuerpos de los hombres de Peredur, y como no había nadie defendiendo la empalizada de espinos del poblado, no tuvimos dificultad alguna para entrar. Unos pocos hombres intentaron proteger sus casas: duraron poco, la mayor parte de la gente huyó a la playa, pero no había suficientes barcos para todos, así que los hombres de Svein los rodearon y empezaron a dividirlos entre útiles y muertos. Los útiles eran las mujeres jóvenes y los que podían ser vendidos como esclavos, los inútiles eran el resto.

Yo no participé en aquello. En cambio, con todos mis hombres, me dirigí directamente a la casa de Peredur. Algunos daneses, convencidos de que allí estaría la plata, también subieron la colina, pero yo llegue primero, abrí la puerta, y… encontré a Iseult esperándome.

Juro que me estaba esperando, pues su rostro no mostraba miedo ni sorpresa. Estaba sentada en el trono del rey, pero se puso en pie como para darme la bienvenida cuando entré en la estancia. Entonces se quitó la plata del cuello, las muñecas y los tobillos y me la entregó sin mediar palabra, a modo de ofrenda. Yo la cogí y se la lancé a Leofric.

—Lo compartiremos con Svein —le dije.

—¿Y a ella? —parecía divertido—. ¿La compartiremos también?

En vez de contestar le quité la capa a Iseult. Debajo llevaba un vestido negro. Aún tenía en la mano a
Hálito-de-Serpiente y
usé la hoja ensangrentada para cortar la capa. Iseult me observaba con el rostro impertérrito. Cuando hube cortado una tira, le devolví la capa, y até un extremo de la tela a su cuello y el otro a mi cinturón.

—Ella es mía —repuse.

Entraron más daneses en la casa; algunos lanzaron miradas voraces a Iseult, pero entonces llegó Svein y les rugió a todos que empezaran a excavar el suelo de la casa en busca de monedas o plata. Sonrió al ver la correa de Iseult.

—Puedes quedártela, sajón —me dijo—. Es guapa, pero a mí me gustan con más carne.

Mantuve a Iseult a mi lado durante el festín de aquella noche. Había considerable cantidad de cerveza y aguamiel en el poblado, de modo que ordené a mis hombres evitaran pelearse con los daneses; Svein siguió mi ejemplo, y más o menos nos obedecieron, aunque inevitablemente algunos hombres se enfrentaron por las mujeres capturadas y uno de los chicos que me había traído de mi hacienda acabó con un cuchillo en la barriga y murió a la mañana siguiente.

A Svein le divertía que hubiéramos llegado allí con un barco sajón.

—¿Os ha enviado Alfredo? —me preguntó.

—No.

—No quiere pelear, ¿verdad?

—Peleará —contesté—, pero cree que su dios se hará cargo de la batalla.

—Pues es imbécil —contestó Svein—. Los dioses no obran según nuestra voluntad. Ojalá fuera así. —Sorbió un hueso de cerdo—. ¿Y qué estás haciendo aquí?

—Busco dinero —repuse—. Como tú.

—Yo busco aliados —contestó él.

—¿Aliados?

Estaba suficientemente borracho para hablar con más libertad que la primera vez que nos encontramos, y me convencí de que aquél era de hecho el Svein que, se decía, reclutaba hombres en Gales. Lo admitió, pero también añadió que no poseía aún suficientes guerreros.

—Guthrum puede conducir a dos mil hombres a la batalla, ¡quizá más! Yo tengo que igualarle.

Así que era rival de Guthrum. Reservé ese dato para más adelante.

—¿Creías que los cornualleses lucharían a tu lado?

—Eso prometieron —dijo, escupiendo un trozo de cartílago—. Para eso vine. Pero los muy cabrones me mintieron. Callyn no es un rey de verdad, ¡es el jefe de un poblado! Aquí pierdo el tiempo.

—¿Podríamos derrotar entre los dos a Callyn? —le pregunté.

Svein pensó en ello, después asintió.

—Podríamos. —Repentinamente frunció el ceño, dirigió la mirada a la zona en sombra de la estancia, y vi que estaba observando a uno de sus hombres, que tenía una chica en el regazo. Enseguida fue evidente que le gustaba la chica, porque pegó un manotazo a la mesa, la señaló, hizo un gesto para que se acercaran y el hombre la llevó hasta él a regañadientes. Svein la sentó, le abrió la túnica para verle los pechos, y le entregó su cuenco de cerveza—. Me lo pensaré.

—¿O estás pensando en atacarme a mí? —le pregunté.

El sonrió.

—Eres Uhtred Ragnarson —me dijo—, y he oído hablar de la batalla junto al río en la que mataste a Ubba.

Evidentemente poseía más reputación entre mis enemigos de la que tenía entre mis mal llamados amigos. Svein insistió en que le contara la historia de la muerte de Ubba, cosa que hice, y le conté la verdad sin omitir detalle alguno: Ubba había resbalado y se había caído, y eso me permitió arrebatarle la vida.

—Sin embargo, los hombres dicen que peleaste bien —respondió Svein.

Iseult parecía escuchar con atención. No hablaba nuestra lengua, pero sus grandes ojos parecían seguir cada palabra, cuando el festín terminó, me la llevé a una de las pequeñas estancias en la parte de atrás de la casa, y ella empleó la correa para tirar de mí hasta su habitación de madera. Yo preparé una cama con nuestras capas.

—Cuando terminemos —le dije en palabras que no podía entender—, habrás perdido tu poder.

Ella me puso un dedo sobre los labios para que me callara y, como era una reina, la obedecí.

Por la mañana, terminamos de saquear el poblado. Iseult me enseñó qué casas podían guardar algo de valor, y en gran parte acertó, aunque la búsqueda implicaba destrozar las casas, pues la gente ocultaba sus pequeños tesoros en la paja del tejado. Así que pusimos en fuga a ratas y ratones mientras acometíamos contra la paja enmohecida, y después excavamos debajo de cada hogar, o en cualquier lugar donde un hombre pudiera enterrar plata. Recogimos cada pedazo de metal, cada olla o gancho de pesca, y el registro llevó todo el día. Por la noche, dividimos el botín en la playa.

Estaba claro que Svein había pensado en Callyn, y que había pensado en él estando sobrio: había decidido que era demasiado fuerte.

—Podríamos vencerle sin dificultad —me dijo—, pero perderíamos hombres.

La tripulación de un barco sólo puede hacer frente a un número determinado de pérdidas. No habíamos perdido a un solo hombre contra Peredur, pero Callyn era un rey más poderoso y era lógico que sospechara de Svein, lo que significaba que tendría a sus tropas preparadas para la batalla.

—Y tampoco hay tanto que repartirse —añadió Svein con desprecio.

—¿Te paga?

—Me paga —contestó Svein—, como te pagaba Peredur.

—Pero yo he partido lo que me ofreció contigo —repuse.

—No el dinero que te entregó antes de la pelea —dijo Svein con una sonrisa picara—, ése no lo has repartido.

—¿Qué dinero? —contesté yo.

—Estamos a la par —repuso; y era cierto: a ambos nos había salido bastante rentable la muerte de Peredur, pues Svein había conseguido más esclavos y ambos poseíamos más de novecientos chelines en plata y metal, que no era una fortuna, especialmente una vez repartido entre los hombres, pero era mejor de lo que había conseguido hasta la fecha en mi viaje. Además tenía a Iseult. Ya no la llevaba atada, pero seguía a mi lado, y presentía que a ella le parecía bien. Sin duda había obtenido un placer perverso al ver su hogar destruido, y decidí que debía de odiar a Peredur. El la temía y ella lo detestaba, y si era cierto que era capaz de ver el futuro, entonces me había visto y había aconsejado mal a su marido para que el futuro se volviera cierto.

—¿Y adonde vas ahora? —me preguntó Svein. Caminábamos por la playa y habíamos dejado atrás al montón de esclavos, que nos observaban con ojos oscuros y cargados de resentimiento.

—Estaba pensando —le conté— acercarme al mar del Saefern.

—Allí no queda nada —repuso con desdén.

—¿Nada?

—Ya está limpio —contestó, lo que quería decir que los barcos daneses de los hombres del norte habían desangrado las costas hasta hacerse con todos sus tesoros—. Lo único que vas a encontrar en el mar del Saefern —prosiguió— es a nuestros barcos, que traen hombres de Irlanda.

—¿Para atacar Wessex?

—¡No! —me sonrió—. Se me ha ocurrido empezar a comerciar con los reinos de Gales.

—Y a mí se me ha ocurrido —contesté—, acercarme con mi barco a la luna y montar allí un salón de festines.

Estalló en carcajadas.

—Hablando de Wessex —dijo—, he oído que van a construir una iglesia donde mataste a Ubba.

—Eso parece.

—Una iglesia con altar de oro.

—También yo lo he oído —concedí. Oculté mi sorpresa porque conociera los planes de Odda
el Joven,
pero no tendría que haberme sorprendido. Los rumores del oro se extendían como la mala hierba—. Lo he oído, pero no me lo creo.

—Las iglesias tienen dinero —dijo pensativo, después frunció el ceño—, pero ése es un lugar extraño para construir una.

—¿Extraño por qué?

—¿Tan cerca del mar? ¿Un lugar tan fácil de atacar?

—Quizá quieran precisamente eso: que ataques —repuse—, y tengan hombres preparados para defenderla.

—¿Una trampa, quieres decir?

—Pensó en ello.

—¿Y no ha dado Guthrum órdenes de que no hay que provocar a los sajones del oeste?

—Guthrum puede ordenar lo que le plazca —repuso Svein cortante—, pero yo soy Svein, el del Caballo Blanco, y no acepto órdenes de Guthrum. —Prosiguió con el paseo, con expresión cariacontecida mientras pisaba las redes de pesca que hombres ahora muertos habían extendido en la arena para repararlas—. Los hombres dicen que Alfredo no es un insensato.

—No lo es.

—Si ha puesto objetos valiosos junto al mar —dijo—, no va a dejarlos sin protección. —Era un guerrero, pero como los mejores guerreros no era ningún loco. Cuando la gente habla estos días de los daneses, parecen estar convencidos de que eran paganos salvajes, que en su terrible violencia no meditaban, pero la mayoría eran como Svein y temían perder hombres. Ése había sido siempre el gran miedo danés, y su gran debilidad. El barco de Svein se llamaba el
Caballo Blanco
y poseía una tripulación de cincuenta y tres hombres; si una docena de esos hombres caían en combate o recibían heridas graves, el
Caballo Blanco
quedaría debilitado de manera fatal. Una vez en la batalla, por supuesto, era como todos los daneses, terrorífico, pero siempre lo pensaba mucho antes de enzarzarse en una. Se rascó la cabeza para acabar con un inquieto piojo, después señaló con un gesto hacia los esclavos que sus hombres habían capturado—. Además, tengo a éstos.

Lo que implicaba que no iría a Cynuit. Los esclavos le reportarían plata; sin duda había echado cuentas y descartado Cynuit porque no le compensaba.

A la mañana siguiente, Svein necesitó mi ayuda. Su barco estaba en la bahía de Callyn, y me pidió que lo lleváramos a él y a una veintena de sus hombres para recogerlo. Dejamos al resto de su tripulación en el poblado de Peredur. Guardaban a los esclavos que iban a llevarse, y de paso lo quemaron todo mientras transportábamos a su jefe hacia el este, hasta el asentamiento de Callyn. Allí esperamos un día; mientras Svein aclaraba las cuentas con aquel reyezuelo, nosotros aprovechamos el tiempo para vender a los comerciantes de Callyn la lana y el estaño, y aunque nos los pagaron bastante mal, era mejor viajar con plata que con un cargamento voluminoso. La bodega del
Jyrdraca
relucía de plata, y la tripulación, consciente de que recibiría su parte correspondiente, estaba contenta. Haesten quería que nos uniéramos a Svein, pero yo rechacé su petición.

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