Read Svein, el del caballo blanco Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (13 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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Hallamos una profunda ensenada donde refugiarnos. Las rocas guardaban la entrada, y una vez dentro estábamos a salvo de viento y mar. Dimos la vuelta al barco, de modo que la proa quedara mirando a mar abierto, aunque la lengua de mar era tan estrecha que la popa del
Jyrdraca
rascó la roca al virar. Dormimos a bordo, los hombres y sus mujeres tendidos bajo los bancos de los remeros. Había una docena de mujeres a bordo, todas capturadas en el poblado de Peredur, y una de ellas consiguió escapar aquella noche, probablemente escabulléndose por la borda y nadando hasta la orilla. No fue Iseult. Ella y yo dormíamos en el pequeño espacio oscuro situado bajo el timón, un agujero cubierto con una capa, y allí fue donde me despertó Leofric al alba, preocupado porque la fugitiva levantara al país contra nosotros. Me encogí de hombros.

—No nos vamos a quedar mucho tiempo.

Pero esperamos en la ensenada todo el día. Quería tender una emboscada a los bateos que daban la vuelta por la costa, y llegamos a ver dos, pero viajaban juntos y no podíamos atacar a más de un barco al mismo tiempo. Ambos navegaban a vela, aprovechando el viento del suroeste, y ambos eran daneses, o quizá noruegos, e iban cargados de guerreros. Debían de proceder de Irlanda, o quizá de la costa este de Northumbria, y sin duda viajaban para unirse a Svein, excitados por la perspectiva de capturar la buena tierra sajona.

—Burgweard tendría que subir aquí arriba la flota entera —comenté—. Podría despedazar a esos cabrones.

Dos jinetes se acercaron por la tarde para inspeccionarnos. Uno llevaba una cadena brillante alrededor del cuello, lo que sugería que era de alto rango, pero ninguno de ellos bajó a la playa. Observaron desde la cumbre, en el pequeño valle que se precipitaba hasta la cala, y al cabo de un rato se marcharon. El sol estaba bajo, pero era verano, así que los días eran largos.

—Si traen hombres… —dijo Leofric cuando los dos jinetes se marcharon, pero no acabó la frase.

Miré los altos riscos que rodeaban la ensenada. Se podrían lanzar rocas desde allí y aplastar al
Jyrdraca
como a un huevo.

—Podríamos poner centinelas ahí arriba… —sugerí, pero justo en ese momento Eadric, que comandaba a los hombres de la parte de delante de estribor, gritó que había un barco a la vista. Corrí hasta él y entonces pude verlo: la presa perfecta.

* * *

Era un barco grande, quizá no tanto como el
Jyrdraca
pero grande igualmente, y su línea de flotación indicaba que iba muy cargado. De hecho, transportaba tanta gente que la tripulación no se atrevía a izar la vela porque, aunque el viento no era fuerte, lo habría escorado peligrosamente. Así que navegaba a remo, y lo hacía cerca de la orilla, sin duda en busca de un lugar donde pasar la noche. La tripulación se había visto tentada por nuestra cala, y sólo ahora reparaban en que ya estaba ocupada. Vi a un hombre en la proa que parecía señalar al timonel otro punto en la costa; mientras tanto, mis hombres empezaron a armarse y yo le grité a Haesten que cogiera el timón. Sabíamos qué hacer y yo estaba seguro de que íbamos a hacerlo bien, aunque supusiera la muerte de algunos compañeros daneses. Cortamos los cabos que nos amarraban a la orilla y enseguida apareció Leofric con mi cota de malla, casco y escudo. Me vestí para la batalla mientras levantábamos los remos, me puse el casco y de repente perdí la visión periférica, pues la visera me la tapaba.

—¡Vamos! —grité, los remos picaron y el
Jyrdraca
salió. Algunas de las palas chocaban contra las rocas al bogar, pero ninguna se rompió. Yo miraba el barco que teníamos delante, tan cerca. En la proa lucía un lobo rugiendo, vi hombres y mujeres observándonos, sin poder creer lo que veían. Pensaban que era un barco danés, uno de los suyos, pero estaba armado e iba a por ellos. Un hombre empezó a lanzar gritos y todos se abalanzaron a las armas. Leofric gritó a los nuestros que pusieran sus corazones en la boga, y los luchaderos Se pandearon por el esfuerzo al saltar el
Jyrdraca
sobre el pequeño oleaje. Grité que dejaran los remos y subieran a proa, y Cenwulf y los doce hombres que comandaba ya estaban allí cuando nuestra enorme proa chocó y despedazó los remos enemigos de estribor.

Haesten lo había hecho bien. Le había dicho que lo condujera hacia la parte delantera del barco, por donde la borda estaba más baja, y nuestra proa embistió de lado, de modo que lo hundió aún más en el agua. Nos tambaleamos con el impacto, pero entonces salté al vientre del barco con cabeza de lobo, Cenwulf y sus hombres me siguieron y empezó la matanza.

El barco enemigo iba tan cargado de hombres que probablemente nos superaran en número, pero estaban agotados tras un día entero sentados al remo, no esperaban el ataque, y nosotros estábamos hambrientos de riquezas. Lo habíamos hecho antes y la tripulación estaba bien entrenada. Se abrieron paso a tajos, volaban las espadas y hachas, y el agua entraba en el barco por un costado, de modo que nos llegaba ya a los pies al alcanzar los bancos de los remeros. Se tiñó de rojo. Algunas de nuestras víctimas saltaron por la borda y se agarraron a los remos rotos en un intento de escapar de nosotros. Un hombre, de enorme barba y ojos enfurecidos, atacó con una espada gigantesca, y Eadric le hincó una lanza en el pecho al tiempo que Leofric le asestaba un tajo con el hacha, le dio un golpe más y la sangre salpicó la vela, recogida sobre la verga y situada de proa a popa. El hombre cayó de rodillas y Eadric clavó su lanza más hondo aún, de modo que la sangre empezó a derramarse por el agua. Yo casi perdí pie cuando una ola inclinó el barco medio anegado. Otro hombre grito y se abalanzo sobre mí con una lanza. La paré con el escudo, me la quité de encima y embestí con
Hálito-de-Serpiente
hacia su cara. Por poco se cae al intentar escapar del lance, y yo lo empujé por la borda con los tachones de mi pesado escudo. Presentí movimiento a mi derecha, maniobré con
Hálito-de-Serpiente
como si fuera una guadaña y le di en la cabeza a una mujer. Cayó al suelo como un ternero sacrificado, con una espada en la mano. Le pegué una patada a la espada y pisé el vientre de la mujer. Una niña gritó, la aparte, ataqué a un hombre en jubón de cuero, paré el golpe de su hacha y lo ensarte en
Hálito-de-Serpiente.
La espada se clavó profundamente en su estómago, tanto que se quedó atrapada y me tuve que poner encima de él para liberarla. Cenwulf pasó a mi lado, con su rostro fiero cubierto de sangre, haciendo molinetes con la espada. El agua me llegaba por las rodillas; me tambaleé y por poco me caigo, y reparé entonces en que habíamos llegado hasta la orilla y estábamos encallados en las rocas. Había dos caballos atados en la panza del barco, y las bestias relincharon al olor de la sangre. Uno rompió la cuerda y saltó por la borda, nadando con los ojos en blanco hacia mar abierto.

—¡Matadlos! ¡Matadlos! —me oí gritar. El único modo de capturar el barco era vaciándolo de guerreros, pero se estaba vaciando solo pues los supervivientes saltaron a las rocas y se escabulleron como pudieron. Media docena de hombres se habían quedado a bordo del
Jyrdraca
y lo defendían de las rocas con los remos. Sentí un tajo en la parte de atrás de mi tobillo derecho, y me di la vuelta para descubrir a un hombre herido que intentaba cortarme el tendón con un cuchillo corto. La emprendí a tajos con él, hasta despedazarlo en las cruentas aguas; creo que fue el último hombre en morir a bordo, aunque unos cuantos daneses seguían aferrados a un costado del barco, y a ésos nos los quitamos de encima a golpes.

El
Jyrdraca
se encontraba entonces en el lado del mar del barco sentenciado, y les grité a los hombres a bordo que lo acercaran. Se tambaleaba arriba y abajo, mucho más alto que el barco semihundido, y lanzamos el botín a la cubierta de nuestro barco. Había sacos, cajas y barriles. La mayoría eran pesados y en algunos tintineaban las monedas en su interior. Dejamos a los muertos limpios: sacamos seis cotas de malla, una docena de cascos y tres cotas más que encontramos en la bodega inundada. Yo cogí ocho brazaletes de hombres muertos. Lanzamos las armas a bordo del
Jyrdraca y
cortamos las jarcias del barco capturado. Solté al otro caballo, que estaba tiritando semihundido en el agua. Cogimos también la verga y la vela del barco, mientras los supervivientes nos observaban desde la orilla, donde algunos habían encontrado un precario refugio encima de unas rocas bañadas por el mar. Me dirigí al espacio bajo la plataforma y encontré allí un enorme casco de guerra, un hermoso objeto con una visera y la cabeza de un lobo moldeada en la coronilla, tiré el viejo casco al
Jyrdraca y
me puse el nuevo, después empecé a pasar los sacos de monedas. Debajo de los sacos había lo que pensé debía de ser un pequeño escudo envuelto en paño negro, y casi lo dejé allí, pero al final acabé lanzándolo al
Jyrdraca.
Éramos ricos.

—¿Quién eres? —me gritó un hombre desde tierra.

—¡Uhtred! —contesté.

Me escupió y yo me reí. Nuestros hombres regresaban al
Jyrdraca
.Algunos recuperaban los remos del agua, y Leofric lo apartaba como podía de la orilla, por miedo a que quedara atrapado en las rocas.

—¡Sube a bordo! —me gritó, y entonces vi que decía el último hombre, así que me agarré a la popa del
Jyrdraca,
puse un pie en un remo, y subí por la borda—. ¡Remad! —gritó Leofric, y así empezamos a alejarnos del naufragio.

Habían subido a un par de jóvenes con el resto del botín y las encontré llorando junto al mástil del
Jyrdraca.
Una no hablaba ningún idioma que yo reconociera, y más tarde descubrimos que era irlandesa, pero la otra era danesa y, en cuanto me agaché a su lado, me abofeteó y me escupió a la cara. Le devolví el bofetón y ella me soltó otro sopapo. Era alta, fuerte, con una maraña de pelo rubio y relucientes ojos azules. Intentó clavarme las uñas en la cara, así que tuve que arrearle otra vez, lo que hizo reír a mis hombres. Algunos la jaleaban para que siguiera peleando conmigo, pero de repente estalló en llanto y se recostó contra el mástil. Me quité el casco y le pregunté su nombre, y aunque su única respuesta fue aullar que quería morir, cuando le dije que era libre para lanzarse al mar, no se movió. Se llamaba Freyja, tenía quince años y su padre era el propietario del barco que habíamos hundido. Era el hombretón de la espada gigantesca, respondía al nombre de Ivar y había poseído tierras en Dyflin, dondequiera que estuviera aquello, y Freyja empezó a llorar de nuevo al mirar mi nuevo casco, que había pertenecido a su padre.

—Murió sin cortarse las uñas —me dijo en tono acusador, como si yo fuera responsable de tan mala fortuna, y era sin duda una suerte aciaga, pues ahora los seres malignos del mundo subterráneo usarían las uñas de Ivar para construir el barco que traería el caos cuando llegara el fin del mundo.

—¿Adonde os dirigíais? —le pregunté.

Iban a reunirse con Svein, por supuesto. Ivar estaba descontento en Dyflin, un asentamiento que se encontraba en Irlanda, y donde vivían más noruegos que daneses; al parecer, también había en esa zona algunas tribus nativas poco amistosas y más bien salvajes. Le seducía la idea de poseer tierras en Wessex, así que había abandonado su refugio irlandés, cargado sus barcos con todas sus riquezas y posesiones y navegado hacia el este.

—¿Barcos? —le pregunté.

—Éramos tres al zarpar —contesto Freyja—, pero perdimos el contacto con los otros durante la noche.

Supuse que serían los dos barcos que habíamos visto antes, pero los dioses habían sido buenos conmigo, pues Freyja me confirmó que su padre había cargado sus posesiones más valiosas en su propio barco, y ése era el que habíamos capturado; habíamos tenido suerte, pues eran barriles llenos de monedas y cajas de plata. Ámbar, azabache y marfil. Armas y armaduras. Lo contamos por encima mientras el
Jyrdraca se
alejaba de la costa y apenas podíamos creernos nuestra buena suerte. Una caja contenía pequeños pedazos de oro, más o menos en forma de tablas, pero lo mejor de todo era el objeto envuelto que yo imaginé un pequeño escudo, cuando retiramos el paño, resultó ser una gran bandeja de plata con una crucifixión labrada. —Alrededor de la escena de muerte, abarrotando el pesado borde de la bandeja, había santos. Doce. Supuse que serían los apóstoles y que la bandeja formaba parte del tesoro de alguna iglesia o monasterio irlandés, antes de que Ivar la capturara. Se la mostré a mis hombres.

—Esto —dije con reverencia— no es parte del botín. Esto debe regresar a la Iglesia.

Leofric me lanzó una mirada elocuente, pero no se rió.

—Regresa a la Iglesia —repetí, y algunos de mis hombres, los más piadosos, murmuraron que era lo correcto. Envolví la bandeja y la metí bajo la plataforma del timón.

—¿Cuánto dices que le debes a la Iglesia? —me preguntó Leofric.

—Tienes por mente un agujero sucio como el culo de una cabra —le contesté.

El se rió, después miró a mis espaldas.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.

Pensaba que preguntaba qué debíamos hacer con el resto de nuestras afortunadas vidas, pero lo que hacía era observar la orilla donde, a la luz de la tarde, se apreciaba una lila de hombres armados en la cumbre de un acantilado. Los britanos de Dyfed habían venido a por nosotros, aunque demasiado tarde. Con todo, su presencia implicaba que no podíamos regresar a nuestra cala, así que ordené a los hombres que remaran hacia el este. Los britanos nos siguieron por la orilla. La mujer que había escapado por la noche sin duda les había dicho que éramos sajones, y debieron de andar rezando porque buscáramos refugio en tierra para poder venir a por nosotros. Pocos barcos se quedaban en el mar por la noche, a menos que se vieran obligados a ello, pero yo no me quise arriesgar, así que puse rumbo al sur y nos alejamos de la orilla, mientras el sol en el oeste despedía rayos de un rojo encendido a través de las brechas en las nubes, como si el cielo entero brillara porque dios se desangraba.

—¿Qué vas a hacer con la chica? —me preguntó Leofric.

—¿Freyja?

—¿Así se llama? ¿La quieres?

—No —repuse.

—Pues yo sí.

—Te va a comer vivo —le avisé. Debía de sacarle una cabeza a Leofric.

—Me gustan así —me dijo.

—Toda tuya —repuse; así es la vida: Un día Freyja era la hija mimada de un conde, y al siguiente, una esclava.

Entregue las cotas de malla a aquellos que las merecían. Habíamos perdido dos hombres, y había tres más gravemente heridos, pero era un coste que se podía asumir. Después de todo, habíamos acabado con veinte o treinta daneses, y los supervivientes estaban en la orilla, donde los britanos podían o no tratarlos bien. Lo mejor de todo era que nos habíamos convertido en hombres ricos, y aquel pensamiento fue un consuelo al caer la noche.

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