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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (17 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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Nadie reparó en mi llegada. El salón estaba oscuro, pues la débil luz del sol invernal apenas conseguía atravesar las pequeñas y elevadas ventanas. Había braseros para proporcionar algo de calor, pero su utilidad era escasa: sólo contribuían a viciar aún más el ambiente cargado de humo que se acumulaba en las altas vigas. En el enorme hogar central el fuego estaba apagado para dejar espacio al círculo de taburetes, sillas y bancos del
witangemot.
Un hombre alto con capa azul estaba en pie al llegar yo. Hablaba de la necesidad de reparar los puentes, de que los jefes locales se escabullían de la obligación y sugería que el rey nombrara un oficial para revisar el estado de las carreteras del reino. Otro interrumpió para quejarse de que dicho nombramiento chocaría con los privilegios de los
ealdormen
de las comarcas, y aquello suscitó un coro de voces, algunas a favor de la propuesta, la mayoría en contra, mientras dos curas, sentados a una pequeña mesa junto a la tarima de Alfredo, intentaban recoger todos los comentarios. Reconocí a Wulfhere, el
ealdorman
de Wiltunscir, que bostezaba prodigiosamente. Junto a él se encontraba Alewold, el obispo de Exanceaster, envuelto en pieles. Seguían sin reparar en mí. Beocca me había mantenido en segundo plano, como si esperara un receso en los procedimientos para encontrarme un asiento. Dos sirvientes trajeron cestos de leña para alimentar los braseros, y fue entonces cuando Ælswith me vio, y se inclinó para susurrar algo al oído de Alfredo. El prestaba atención a la discusión, pero por un instante se olvidó de su consejo para mirarme de hito en hito.

Y el silencio se hizo en aquel gran salón. Había surgido un murmullo al ver al rey distraído de la discusión sobre los puentes, entonces todos se volvieron para mirarme y se hizo el silencio, que rompió el estornudo de un cura y el repentino removerse de los hombres que estaban más cerca de mí; aquellos que estaban sentados junto a las frías piedras del hogar se hicieron a un lado. No me dejaban paso, me evitaban.

Ælswith sonreía, y fue entonces cuando supe que tenía problemas. Mi mano se dirigió instintivamente a mi costado izquierdo, pero evidentemente no había ninguna empuñadura que tocar para darme suerte.

—Hablaremos de los puentes más tarde —dijo Alfredo. Se puso en pie. Lucía una diadema de bronce a modo de corona, y una túnica azul rematada en piel, a juego con la de su esposa.

—¿Qué sucede? —le pregunté a Beocca.

—¡Mantendréis silencio! —Era Odda
el Joven.
Iba vestido en toda su gloria guerrera, brillante malla cubierta con una túnica negra, botas altas y un tahalí de cuero rojo del que colgaban sus armas pues a Odda, como comandante de las tropas del rey, se le permitía entrar armado en el salón real. Lo miré a los ojos y vi regocijo en su mirada, el mismo que había en el rostro amargado de la dama Ælswith, y supe que no había venido a recibir el favor del rey, sino para enfrentarme a mis enemigos.

Tenía razón. Llamaron a un cura de la bandada negra junto a la puerta. Era un hombre joven con rostro enfurruñado y colgante. Se movía con rapidez, como si el día no tuviera suficientes horas para completar sus tareas. Hizo una reverencia al rey, después tomó un pergamino de la mesa en la que se sentaban los escribanos y se dirigió al centro del círculo del
witan.

—Hay una cuestión urgente —dijo Alfredo—, que con el permiso de el contábamos a tratar ahora mismo. —Nadie iba a objetar nada, así que un murmullo bajo mostró su aprobación por interrumpir las cuestiones más mundanas. Alfredo asintió—. El padre Erkenwald leerá los cargos —dijo el rey, y volvió a tomar asiento en su trono.

¿Cargos? Estaba confundido como un jabalí atrapado entre perros y lanzas, y parecía incapaz de moverme, así que me limité a quedarme donde estaba mientras el padre Erkenwald desplegaba el pergamino y se aclaraba la garganta.

—Uhtred de Oxton —dijo, con una voz aguda y precisa—, sois acusado en el día de hoy por el crimen de tomar un barco del rey sin su consentimiento, y con ese barco dirigiros al país de Cornwalum y hacer allí la guerra contra los britanos, de nuevo sin el consentimiento de nuestro rey, y podemos demostrarlo con juramentos. —Se oyó un pequeño murmullo en la sala, un murmullo que Alfredo acalló al levantar su delgada mano—. También sois acusado —prosiguió Erkenwald— de aliaros con el pagano Svein, y con su ayuda asesinar a los cristianos de Cornwalum, a pesar de que aquella gente vivía en paz con nuestro rey, y también esto podemos demostrarlo con juramentos. —Se detuvo, y el silencio en la sala era total—. Y sois acusado —la voz de Erkenwald era ahora más tenue, como si apenas pudiera creer lo que estaba leyendo—, de uniros al pagano Svein en un ataque al bendito reino de nuestro rey y cometer vil asesinato y un robo impío en Cynuit. —En esta ocasión no hubo murmullo, sino un alboroto indignado que Alfredo no hizo nada por acallar, así que Erkenwald tuvo que alzar la voz para terminar la acusación—. También esto —gritaba mientras los hombres pedían silencio para poder escuchar— podemos probarlo con juramentos. —Bajó el pergamino, me lanzó una mirada de puro odio, y regresó hasta el borde de la plataforma.

—Está mintiendo —rugí.

—Tendréis oportunidad de hablar en su momento —espetó un eclesiástico de mirada fiera sentado junto a Alfredo. Llevaba hábito de monje, pero por encima lucía una media capa de sacerdote ricamente bordada con cruces. Tenía una espesa cabellera cana, y la voz profunda y severa.

—¿Quién es ése? —le pregunté a Beocca.

—El muy santo Etelredo —dijo Beocca en voz baja, quien, al ver que no reconocía el nombre, añadió—: Arzobispo de Contwaraburg, por supuesto.

El arzobispo se inclinó hacia delante para hablar con Erkenwald. Ælswith me miraba, jamás le había gustado, y ahora contemplaba mi destrucción y obtenía gran placer de ella. Alfredo, mientras tanto, estudiaba las vigas del techo, como si jamás hubiera reparado antes en ellas, y yo caí en la cuenta de que no tenía intención de tomar parte en aquel juicio, pues de un juicio se trataba. Dejaría que otros hombres demostraran mi culpabilidad, pero sin duda él pronunciaría la sentencia, y no sólo contra mí, por lo que parecía, porque el arzobispo frunció el ceño.

—¿Está aquí el segundo prisionero?

—En los establos —contestó Odda
el Joven.

—Tendría que estar aquí —repuso el arzobispo indignado—. Un hombre tiene derecho a escuchar a sus acusadores.

—¿Qué otro hombre? —quise saber.

Ahora Leofric, al que trajeron al salón encadenado, y no hubo protestas porque la gente lo percibía como mi seguidor. El crimen era mío, a Leofric lo habían metido en la trampa, y ahora iba a sufrir por ello, pero claramente gozaba de la simpatía de los hombres en el salón cuando lo pusieron en pie a mi lado. Lo conocían, era de Wessex, mientras que yo era un intruso northumbrio. Me dedicó una mirada cargada de reproche cuando los guardias lo pusieron a mi lado.

—Hasta el culo —murmuró.

—¡Silencio! —susurró Beocca.

—Confía en mí —le dije.

—¿Que confíe en ti? —me preguntó Leofric con amargura.

Pero yo había mirado a Iseult y ella me dedicó un leve gesto con la cabeza, una indicación, entendí, de que había visto el desenlace de aquel día, y sin duda era bueno.

—Confía en mí.

—Que los prisioneros guarden silencio —dijo el arzobispo.

—Hasta nuestros reales culos —comentó Leofric por lo bajo.

El arzobispo hizo una señal al padre Erkenwald.

—¿Tenéis testigos? —preguntó.

—Los tengo, señor.

—Pues oigamos al primero.

Erkenwald hizo una señal a otro cura que estaba junto a la puerta que conducía al pasadizo tras el salón. La puerta se abrió, y una menuda figura con capa negra entró. No vi su rostro pues llevaba capucha. Se apresuró al frente de la tarima, y allí hizo una profunda reverencia al rey y se hincó de rodillas frente al arzobispo, que le tendió una mano pesadamente enjoyada para que la besara. Sólo entonces se puso el hombre en pie, se quitó la capucha y se volvió para mirarme.

Era el Burro. Asser, el monje galés. Se me quedó mirando mientras otro cura le traía un evangelio sobre el que apoyó su frágil mano.

—Juro —dijo en un inglés con mucho acento, todavía mirándome—, que voy a decir la verdad, y que Dios me ayude en dicho trance y me condene al fuego eterno del infierno si me aparto de ella. —Se postró para besar el evangelio con la ternura de un hombre que acaricia a su amante.

—Hijo de puta —murmuré.

Asser juraba bien. Habló con claridad, describió cómo había llegado a Cornwalum en un barco que lucía una cabeza de bestia en la proa y otra en la popa. Contó que había accedido a ayudar al rey Peredur, que estaba siendo atacado por un vecino que había contratado al pagano Svein, y cómo había traicionado a Peredur al aliarme con el danés.

—Juntos —prosiguió Asser— provocaron una gran matanza, yo mismo vi a un santo padre ajusticiado.

—Corriste como una gallina —le dije—. No pudiste ver nada.

Asser se volvió al rey e hizo una reverencia.

—Corrí, mi señor el rey. Soy un monje, no un guerrero, cuando Uhtred tiñó aquella colina de rojo con sangre cristiana, no dudé en huir. No me siento orgulloso de ello, mi señor el rey, y he buscado sinceramente el perdón de Dios por mi cobardía.

Alfredo sonrió y el arzobispo desestimó las observaciones de Asser con un gesto de la mano, como si no fueran nada.

—Y cuando abandonasteis la matanza —preguntó Erkenwald—, ¿qué ocurrió entonces?

—Observé desde lo alto de una colina —dijo Asser—, y vi a Uhtred de Oxton abandonar el lugar en compañía del barco pagano. Dos barcos que navegaban hacia el oeste.

—¿Navegaban hacia el oeste? —preguntó Erkenwald.

—Hacia el oeste —confirmó Asser.

Erkenwald se me quedó mirando. Se hizo el silencio en el salón, mientras los hombres se esforzaban por escuchar todas y cada una de las acusatorias palabras.

—¿Y qué quedaba al oeste? —preguntó Erkenwald.

—No puedo decirlo —dijo Asser—. Pero si no fueron al fin del mundo, supongo que darían la vuelta a Cornwalum hasta el mar del Saefern.

—¿Y no sabéis nada más? —preguntó Erkenwald.

—Sé que colaboré en enterrar a los muertos —contestó Asser—, dije oraciones por sus almas, y vi las ascuas humeantes de la iglesia quemada, pero de lo que hizo Uhtred al abandonar aquel lugar de muerte no sé nada. Sólo sé que se dirigió al oeste.

Alfredo ostentosamente no tomaba parte en el procedimiento, pero era claro que le gustaba Asser pues, cuando el galés terminó su testimonio, le hizo un gesto para que se acercara, le recompensó con una moneda y mantuvieron un momento de conversación privada. El
witan
habló entre sí, en ocasiones mirándome con la curiosidad que uno dedica a los condenados. La dama Ælswith, repentinamente llena de gracia, sonrió a Asser.

—¿Tenéis algo que decir? —me preguntó Erkenwald cuando Asser fue despedido.

—Esperaré —dije— a que terminéis con todas vuestras meninas.

Lo cierto, por supuesto, era que Asser había contado la verdad, la había contado de manera llana, clara y convincente. Los consejeros del rey habían quedado impresionados, tan impresionados como quedaron con el segundo testigo de Erkenwald.

Ese testigo era Steapa
Snolor,
el guerrero que jamás se alejaba demasiado de la vera de Odda
el Joven.
La espalda erguida, los hombros recios, y un rostro fiero en el que su piel estirada mostraba expresión sombría. Me lanzó una mirada, hizo una reverencia al rey, después posó una enorme mano sobre el libro del evangelio y dejó que Erkenwald lo guiara en el juramento. Juró decir la verdad por toda la agonía eterna del infierno, y después mintió. Mintió con calma con un tono invariable, tranquilo. Dijo que estaba a cargo de los soldados que guardaban el sitio de Cynuit, donde se estaba construyendo la nueva iglesia, y que dos barcos habían llegado al alba: describió cómo los guerreros bajaron de los barcos, como había peleado contra ellos y matado a seis, pero eran demasiados, demasiados para él, se había visto obligado a retirarse, aunque pudo ver a los atacantes asesinar a los curas, y había oído al líder pagano gritar su nombre en un alarde.

—Svein, se llamaba.

—¿Y Svein había traído dos barcos?

Steapa se detuvo, frunció el ceño, como si temiera dificultades para contar hasta dos, y asintió.

—Dos barcos.

—¿Comandaba ambos?

—Svein comandaba uno de los barcos —dijo Steapa. Después me señaló con un dedo—. Y él el otro.

El público empezó a gruñir, y el ruido era tan amenazante que Alfredo dio un manotazo al brazo de la silla y al final se tuvo que poner en pie para imponer silencio. Steapa no parecía inmutarse. Se puso en pie, sólido como un roble, y aunque no había contado su historia con tanta convicción como el hermano Asser, había algo muy inculpatorio en su testimonio. Era tan dado por sentado, contado de un modo tan poco emocional, de una manera tan directa… aunque nada de ello era cierto.

—Uhtred comandaba el segundo barco —intervino Erkenwald—, ¿pero se unió Uhtred a la matanza?

—¿Unirse? —preguntó Steapa—. La comandaba —rugió aquellas palabras, y los hombres del salón expresaron su furia.

Erkenwald se volvió al rey.

—Mi señor el rey —dijo—, Uhtred debe morir.

—¡Y mis tierras y propiedades deben ser requisadas! —gritó el obispo Alewold, con tanta emoción que un escupitajo aterrizó en el brasero más cercano y produjo un chisporroteo—. ¡Requisadas para la Iglesia!

Los hombres del salón patearon el suelo para expresar su aprobación. Ælswith asintió vigorosamente, pero el arzobispo pidió orden con unas palmas.

—No ha hablado aún —recordó a Erkenwald, después me hizo un gesto—. Hablad —ordenó sin más.

—Pide clemencia —me aconsejo Beocca en voz baja.

Cuando estás hasta el culo de mierda, sólo se puede hacer una cosa: atacar, así que admití que había estado en Cynuit, y esa admisión provocó algunos gritos ahogados en el salón.

—Pero no estuve este verano —proseguí—. Estuve en primavera, época en la que mate a Ubba Lothbrokson. ¡Y hay hombres en esta sala que me vieron hacerlo! Aun así, Odda
el Joven
se atribuyó el mérito. Recogió el estandarte de Ubba que yo cercené, se lo llevó a su rey y aseguró haber matado a Ubba. Ahora, para que no extienda la verdad, la verdad de que es un mentiroso y un cobarde, quiere asesinarme con mentiras. —Señalé a Steapa—. Miente.

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