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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (21 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—¿Qué cojones hacías antes? —me preguntó Leofric.

—¿Antes? —la pregunta me confundió.

—¡Bailando con Steapa como un mosquito! ¡Habría aguantado todo el día!

—Le herí —dije— dos veces.

—¿Que le heriste? ¡Por el amor de Dios, se hace más daño él afeitándose!

—Ahora tampoco importa, ¿no crees? —Supuse que Steapa estaría muerto a esas alturas. O quizás hubiese escapado. No lo sabía. Ninguno sabía qué estaba pasando aparte de que habían venido los daneses. ¿Y Mildrith? ¿Y mi hijo? Estaban lejos, y presumiblemente recibirían aviso del ataque danés, pero no albergaba ninguna duda de que los daneses seguirían avanzando por Wessex, y que no había nada que pudiera hacer por Oxton. No tenía caballo, ni hombres, ni oportunidad alguna de llegar a la costa sur antes que los soldados montados de Guthrum.

Vi a un danés pasar a caballo con una chica cruzada en la silla.

—¿Qué pasó con la chica danesa que te llevaste a casa? —le pregunté a Leofric—. La que capturamos en Gales.

—Sigue en Hamtun —dijo—, y ahora que no estoy allí probablemente ande en la cama de otro.

—¿Probablemente? Eso ni lo dudes.

—Pues el muy cabrón se la puede quedar —dijo—. Llora demasiado.

—Mildrith también lloriquea a menudo —le dije entonces, y después, tras una pausa, añadí—: Eanflaed estaba enfadada contigo.

—¿Eanflaed? ¡Enfadada conmigo! ¿Por qué?

—Porque no habías ido a verla.

—¿Y cómo iba a hacerlo? Estaba encadenado. —Parecía satisfecho de que la puta hubiera preguntado por él—. Eanflaed no llora, ¿verdad?

—No que yo haya visto.

—Buena chica. Seguro que le gustaría Hamtun.

Si es que Hamtun seguía existiendo. ¿Habría venido una flota danesa desde Lundene? ¿Estaría Svein atacando desde el mar del Saefern? Sólo sabía que Wessex estaba sufriendo el caos y la derrota. Empezó a llover otra vez, una fina llovizna, fría y punzante. Iseult se acurrucó aún más y yo la protegí con mi escudo. La mayoría de la gente que se había reunido para ver la pelea junto al río había huido hacia el sur, y sólo un puñado había tomado nuestro camino, lo que significaba que había menos daneses junto a nuestro escondite; los que se hallaban en los prados al norte del río recogían ahora el botín. Despojaban a los cadáveres de armas, cinturones, cotas de malla, ropa, cualquier cosa de valor. Unos cuantos sajones habían sobrevivido, pero se los llevaban con los niños y las mujeres para ser vendidos como esclavos. Mataron a los viejos. Un hombre herido se arrastraba por el suelo, y una docena de daneses lo atormentaban como gatos jugando con un gorrión herido, pinchándolo con lanzas y espadas, desangrándolo hasta morir lentamente. Haesten era uno de los torturadores.

—Siempre me gustó Haesten —dije con tristeza.

—Es un danés —comentó Leofric despectivo.

—Aun así, me gustaba.

—Lo mantuviste con vida —replicó Leofric— y ahora ha vuelto con los suyos. Tendrías que haberlo matado. —Observé a Haesten dar patadas al herido, que gritaba preso de la agonía y suplicaba que lo mataran, pero el grupo de jóvenes siguió entreteniéndose con él, hasta que llegaron los primeros cuervos. A menudo me he preguntado si los cuervos huelen la sangre: el cielo puede estar despejado todo el día, pero cuando un hombre muere, aparecen de ninguna parte a cubrirlo de relucientes alas negras. Quizá los envíe Odín, pues los cuervos son sus aves; fuera como fuera, en aquel momento aterrizaban para empezar a darse un banquete de ojos y labios, el primer plato de todos los banquetes de cuervos. Los perros y los zorros no tardarían en aparecer.

—El fin de Wessex —exclamó Leofric con tristeza.

—El fin de Inglaterra —añadí yo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Iseult.

Yo no tenía respuesta. Ragnar debía de estar muerto, lo que significaba que no tenía refugio entre los daneses, y Alfredo estaba probablemente muerto o huido; mi obligación era ahora para con mi hijo. Sólo era un bebé, pero era mi hijo y llevaba mi nombre. Bebbanburg sería suyo si podía recuperarlo, y si yo no lo lograba, sería su deber capturar de nuevo la fortaleza, para que el nombre de Uhtred de Bebbanburg se mantuviera hasta el tumulto que sería el caos final del mundo moribundo.

—Tenemos que llegar a Hamtun —dijo Leofric—, y encontrar a nuestra tripulación.

Lástima que los daneses ya estuvieran allí. O de camino. Sabían dónde residía el poder de Wessex, dónde poseían sus casas los grandes señores, dónde se reunían los soldados, y Guthrum habría enviado hombres allí para quemar, matar y desarmar al último reino de los sajones.

—Necesitamos comida —dije—, comida y calor.

—Enciende aquí una hoguera —farfulló Leofric—, y estamos muertos.

Decidimos esperar. La llovizna se tornó aguanieve. Haesten y sus nuevos compañeros, ahora que su víctima estaba muerta, se marcharon, dejando el prado vacío salvo por los cadáveres y su séquito de cuervos. Y seguimos esperando, pero Iseult, que era tan delgada como Alfredo, estaba temblando incontroladamente así que, al caer la tarde, me quité el casco y me desaté el pelo.

—¿Qué estás haciendo?

—Por el momento —dije—, somos daneses. Tú cierra el pico.

Los guié hacia la ciudad. Habría preferido esperar hasta que se hiciera de noche, pero Iseult tenía demasiado frío para esperar más, y yo confié en que los daneses se hubieran calmado. Podría parecer un danés, pero seguía siendo un movimiento peligroso. Era probable que me cruzara con Haesten, y si les contaba a los otros la emboscada que había tendido al barco danés de Dyfed, podía no esperar otra cosa que una muerte lenta. Así que avanzamos nerviosos, caminando entre cadáveres ensangrentados por el camino junto al río. Los cuervos protestaban cuando nos acercábamos, aleteaban indignados hacia los sauces invernales, y regresaban a su festín cuando ya habíamos pasado. Había más cadáveres apilados junto al puente, donde los jóvenes que habían sido capturados para ser vendidos como esclavos eran obligados a cavar una tumba. Los daneses que los vigilaban estaban borrachos, y nadie nos dijo nada al cruzar el puente de madera y el arco de la puerta, aún adornado de acebo y enredadera para celebrar la Navidad.

Las hogueras empezaban a apagarse, extinguidas por la lluvia o por los daneses, que se afanaban en saquear casas e iglesias. Yo me quedé en el más estrecho de los callejones, pasando de refilón una herrería, una tienda de pieles y un lugar en el que se vendían ollas. Nuestras botas crujían sobre los pedazos de cerámica. Un danés joven estaba vomitando a la entrada del callejón y me contó que Guthrum se hallaba en el complejo real, donde celebrarían una fiesta esa noche. Se enderezó, tomó aire, y recuperó la sobriedad lo suficiente para ofrecerme una bolsa de monedas por Iseult. Había mujeres gritando o llorando en las casas, y el ruido que hacían empezaba a enojar a Leofric, pero yo le recomendé que se calmara. Entre los dos no íbamos a liberar Cippanhamm, y si el mundo se hubiera vuelto del revés y hubiese sido un ejército sajón el que capturara una ciudad danesa, el sonido no habría sido distinto.

—Alfredo no lo permitiría —rezongó Leofric.

—Lo habríais hecho igualmente —repuse—. Tú lo has hecho.

Quería noticias, pero ninguno de los daneses de la calle me decían nada con sentido. Habían llegado de Gleawecestre, partido mucho antes del alba, habían capturado Cippanhamm, y ahora querían disfrutar de todo lo que la ciudad les ofrecía. La gran iglesia había ardido. Pero los hombres buscaban plata entre las ascuas. Como no teníamos nada mejor que hacer, subimos la colina hasta la taberna de Rey de Codornices, donde siempre acudíamos a beber, y encontramos a Eanflaed, la pelirroja, tumbada en una mesa con dos daneses jóvenes que la sujetaban, mientras otros tres, ninguno mayor de diecisiete o dieciocho años, se turnaban para violarla. Una docena más de daneses bebían con bastante calma, apenas prestando atención a la violación.

—Si la quieres —dijo uno de los jóvenes dirigiéndose a mí—, tendrás que esperar.

—La quiero ahora —dije.

—Pues puedes saltar al pozo de mierda —añadió. Estaba borracho. Tenía barba rala y mirada insolente—. Puedes saltar al pozo de mierda —repitió, evidentemente encantado con el insulto, después señaló a Iseult—, y yo me la trajino a ella mientras tú te ahogas.

Le aticé, le rompí la nariz y le puse la cara perdida de sangre, y mientras cogía aliento, le metí un patadón entre las piernas. Cayó al suelo, sollozando, y le aticé a un segundo hombre en el estómago mientras Leofric descargaba la frustración de todo el día en un ataque salvaje a un tercero. Los dos que sujetaban a Eanflaed se nos echaron encima, y uno de ellos gritó cuando la prostituta lo agarró por los pelos y le clavó sus afiladas uñas en los ojos. El contrincante de Leofric estaba en el suelo, le pisó la garganta, y yo arrinconé a mi chico a cabezazos junto a la puerta, le di otro en las costillas, rescaté a la víctima de Eanflaed, le partí la mandíbula, y después regresé hacia el muchacho que había amenazado con violar a Iseult. Le arranqué un aro de plata de la oreja, le quité uno de sus brazaletes y le robé la bolsa, en la que sonaban algunas monedas. Se la tiré a Eanflaed al regazo, le asesté una patada entre las piernas, otra más, y lo saqué a la calle.

—Anda y salta a un pozo de mierda —le grité, después cerré de un portazo. Los demás daneses, aún bebiendo al otro extremo de la taberna, habían contemplado la pelea divertidos, y ahora nos aplaudían irónicamente.

—Cabrones —dijo Eanflaed, evidentemente hablando con los hombres que acabábamos de ahuyentar—. Me duele todo el cuerpo. ¿Qué estáis haciendo vosotros dos aquí?

—Creen que somos daneses —le dije.

—Necesitamos comida —dijo Leofric.

—Se la han comido casi toda —repuso Eanflaed, señalando a los daneses sentados—, pero creo que queda algo en la parte de atrás. —Se abrochó la cotilla—. Edwulf está muerto. —Edwulf era el propietario de la taberna—. ¡Y gracias por ayudarme, cabrones lisiados! —les gritó a los daneses, que no la entendieron y estallaron en carcajadas. Después se dirigió hacia la parte de atrás para buscarnos comida, pero uno de los hombres tendió una mano para detenerla.

—¿Adonde vas? —le preguntó en danés.

—Va a pasar por donde tú estás —le grité.

—Quiero cerveza —dijo—. ¿Y tú, quién eres?

—Soy el tipo que te va a rebanar el cuello si le impides que vaya a por comida —contesté.

—¡Tranquilos, tranquilos! —intervino un hombre mayor—. ¿No te conozco?

—Estuve con Guthrum en Readingum —le dije—, y en Werham.

—Eso será. Esta vez le ha salido mejor, ¿eh?

—Sí, parece que sí —coincidí.

El hombre señaló a Iseult.

—¿Tuya?

—No está en venta.

—Sólo preguntaba, hombre, sólo preguntaba.

Eanflaed nos trajo pan rancio, cerdo frío, manzanas arrugadas y un queso duro como la piedra en el que se retorcían unos gusanos rojos. El hombre mayor acercó una jarra de cerveza a nuestra mesa, evidentemente como ofrenda de paz, se sentó y empezó a hablar conmigo, así que me enteré de algo más. Guthrum se había traído cerca de tres mil hombres para atacar Cippanhamm. El propio Guthrum se encontraba ahora en las dependencias de Alfredo, y la mitad de sus hombres se quedarían como guarnición en Cippanhamm mientras el resto planeaba dirigirse al sur o al este por la mañana.

—Para que estos cabrones no se aburran —dijo el hombre, después miró hacia Leofric—. No dice demasiado.

—Es mudo —le dije.

—Conocí a un hombre que tenía una mujer muda. Qué feliz era. —Miró celoso mis brazaletes—. ¿Ya quién sirves?

—A Svein el del Caballo Blanco.

—¿Svein? No estaba en Readingum. Ni en Werham.

—Estaba en Dyflin —dijo—, pero entonces yo servía a Ragnar
el Viejo
.

—¡Ah, Ragnar! Pobre diablo.

—Supongo que su hijo estará muerto, ¿no? —pregunté.

—No puede ser de otro modo —respondió el hombre—. Los rehenes, pobres cabrones. —Pensó por un instante, después frunció el ceño—. ¿Qué está haciendo aquí Svein? Pensaba que venía en barco.

—Y viene —dije—, nosotros estamos aquí para hablar con Guthrum.

—¿Svein envía a un mudo para hablar con Guthrum?

—Me envía a mí para hablar —le dije—, y a él —y señalé con el pulgar la cara de pocos amigos de Leofric— para matar a quienes hagan demasiadas preguntas.

—¡Está bien, está bien! —El hombre alzó una mano para calmar mi beligerancia.

Dormimos en la parte de arriba del establo, protegidos por la paja, y nos marchamos al alba; en aquel momento, cincuenta sajones habrían podido capturar de nuevo Cippanhamm, pues los daneses estaban borrachos, dormidos, y se habían olvidado del mundo. Leofric robó espada, hacha y escudo a un hombre que roncaba en la taberna. Después salimos sin problemas por la puerta oeste. En el campamento exterior, encontramos unos cien caballos, guardados por dos hombres que dormían en una cabaña de paja, y habríamos podido llevarnos todos los animales, pero no teníamos sillas ni estribos así que, aunque de mala gana, decidí que iríamos andando. Ahora éramos cuatro, pues Eanflaed había decidido acompañarnos. Había envuelto a Iseult en dos enormes capas, pero la muchacha britana seguía temblando.

Caminamos primero hacia el oeste y después hacia el sur por una carretera que se enroscaba entre pequeñas colinas. Nos dirigíamos a Batum; desde allí podría bajar directamente hasta Defnascir para intentar recuperar a mi hijo, aunque era evidente que los daneses nos llevaban la delantera. Algunos debían de haber tomado aquel camino el día anterior, pues en el primer pueblo al que llegamos no había gallos cantando, no se oía nada, y lo que al principio había tomado por niebla matutina era humo de las granjas quemadas. Delante se veía aún más humo, lo que sugería que los daneses podían haber llegado ya a la ciudad, que conocían bien porque ya habían negociado allí una de sus treguas. Poco después, por la tarde, una horda de daneses montados apareció en la carretera tras nosotros, y no tuvimos más remedio que escondernos en las colinas al oeste.

Vagamos durante una semana. Buscamos cobijo en casuchas que apenas se mantenían en pie. Algunas estaban desiertas y otras aún contenían gente asustada, pero todos los cortos días de invierno se vieron manchados de humo a medida que los daneses saqueaban Wessex. Un día descubrimos una vaca, atrapada en su corral en una granja por lo demás desierta. La vaca tenía un ternero que mugía desesperadamente, muerto de hambre, y aquella noche nos dimos un banquete de carne fresca. Al día siguiente, no nos pudimos mover porque hacía un frío que pelaba; la lluvia azotaba desde el este, y los árboles se mecían como en agonía, el edificio que nos daba cobijo tenía goteras, la hoguera nos asfixiaba, e Iseult se sentó, con los ojos bien abiertos y vacíos, a observar las llamas.

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