Svein, el del caballo blanco (9 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—Suficientes —respondí sin más.

—¿No depende eso —observó el monje astutamente— de cuántos posee el enemigo?

—No —repuse—. Depende de esto —y le di una palmada a la empuñadura de
Hálito-de-Serpiente.
Era una respuesta buena y arrogante, y probablemente lo que el monje esperaba. Y lo cierto es que resultaba convincente, pues yo era de espaldas anchas y un gigante en aquella casa, donde sacaba más de una cabeza a cualquier otro—. ¿Y quién eres tú, monje? —quise saber.

—Me llamo Asser —respondió. Era un nombre britano, por supuesto, y en la lengua inglesa su nombre significaba burro, así que a partir de aquel momento pensé en él como el Burro. Y eso fue bastantes veces, pues aunque aún no lo sabía, acababa de conocer al hombre que me perseguiría toda mi vida con la obstinación de un pollino. Acababa de conocer a otro enemigo, aunque aquel día en la casa de Peredur no era más que un extraño monje britano que sobresalía entre sus compañeros porque se lavaba. Me invitó a seguirlo por una pequeña puerta a un extremo de la estancia y, tras hacer una señal a Haesten y Cenwulf para que se quedaran donde estaban, agaché la cabeza y me metí por la puerta para encontrarme encima de un montón de estiércol, aunque el objetivo de sacarme fuera había sido el de enseñarme la vista hacia el este.

Ante mí se extendía un valle. En la loma más cercana, estaban los tejados ennegrecidos por el humo del poblado de Peredur. Después venía la empalizada de espinos, que se prolongaba por un arroyo que discurría hasta el mar. Al otro extremo del arroyo, las colinas ascendían con suavidad hasta una cordillera lejana y allí, rompiendo la línea del horizonte como si fuera un forúnculo, se encontraba Dreyndynas.

—El enemigo —me aclaró Asser.

Un pequeño fuerte, me dije.

—¿Cuántos hombres hay allí?

—¿Os importa? —preguntó Asser con sorna, devolviéndomela por no haberle querido decir antes cuántos comandaba yo, aunque yo había supuesto que el padre Mardoc habría echado la cuenta de la tripulación mientras estaba a bordo del
Jyrdraca,
así que mis bravuconadas no habían sido más que eso: pura jactancia.

—Vosotros los cristianos —le dije— creéis que tras la muerte, vais al cielo, ¿no?

—¿Y?

—Sin duda os encantará ese destino. Estar cerca de vuestro dios.

—¿Me estáis amenazando?

—Yo no amenazo a alimañas —dije, disfrutando—. ¿Cuántos hombres hay en ese fuerte?

—¿Cuarenta? ¿Cincuenta? —Estaba claro que no lo sabía—. Nosotros podemos reunir cuarenta.

—Pues mañana —le dije—, tu rey tendrá otra vez su fuerte.

—No es mi rey —replicó Asser, irritado por la suposición.

—Sea o no tu rey —contesté—, puede recuperar su fuerte siempre y cuando nos pague como es debido.

La negociación se prolongó hasta bien entrada la noche. Peredur, como el padre Mardoc había dicho, estaba dispuesto a pagar más de cien monedas de plata, pero temía que nos lleváramos el dinero y nos marcháramos sin pelear, así que quería algún tipo de garantía. Quería rehenes, cosa que yo me negaba a darle, por lo que, tras más de una hora de discusión, seguíamos sin llegar a un acuerdo, y fue entonces cuando Peredur convocó a su reina. Para mí no significaba nada, pero vi que el Burro se enderezaba como si se sintiera ofendido, y que los demás hombres de la casa se mostraban inquietos. Asser protestó, pero el rey zanjó con un gesto de la mano, se abrió una puerta al fondo de la estancia e Iseult entró en mi vida.

Iseult. Encontrarla fue como descubrir una joya de oro en un estercolero. La vi y olvidé a Mildrith. La oscura Iseult, Iseult la de cabellos negros, la de ojos grandes. Era menuda, delgada como un elfo, con un rostro luminoso y el pelo tan negro como el plumaje de un cuervo. Llevaba una capa negra, aros de plata alrededor del cuello, pulseras y tobilleras del mismo material, y las joyas tintineaban con suavidad al caminar hacia nosotros. Era quizá dos o tres años menor que yo, pero de algún modo, a pesar de su juventud, conseguía acobardar a los cortesanos de Peredur. que se alejaron de ella. El rey parecía nervioso, mientras Asser, de pie a mi lado, se persignó y escupió para alejar el mal.

Yo me la quedé mirando, fascinado. Había dolor en su rostro, como si la vida le pareciera insoportable, y había miedo en el rostro de su esposo al hablar con ella, con una voz queda y respetuosa. Se estremeció al hablar él, y pensé que quizás estuviera loca, pues la mueca de su rostro era horrenda, desfiguraba su belleza, pero después se calmó y se me quedó mirando, mientras el rey volvía a hablar con Asser.

—Tenéis que decirle a la reina quién sois y qué vais a hacer por el rey Peredur —me dijo Asser con voz distante y en un tono de evidente desaprobación.

—¿Habla danés? —pregunté.

—Por supuesto que no —espetó él—. Decídselo y terminemos con esta farsa.

La miré a los ojos, aquellos ojos grandes y oscuros, y tuve la asombrosa sospecha de que veía a través de mi mirada y descifraba mis más íntimos pensamientos. Pero por lo menos no hacía muecas al mirarme, como había hecho al hablar con su marido.

—Me llamo Uhtred Ragnarson —dije—, y he venido a luchar por vuestro esposo si me paga lo que valgo. Si no me paga, nos marcharemos.

Pensaba que Asser traduciría, pero el monje se quedó callado.

Iseult seguía mirándome, y yo le sostuve la mirada. Su piel estaba impoluta, no había sido tocada por la enfermedad, y tenía un rostro enérgico, aunque triste. Triste y hermosa. Fiera y hermosa. Me recordaba a Brida, la angla que había sido mi amante y estaba ahora con Ragnar, mi amigo. Brida estaba tan llena de furia como una vaina llena de espada, y presentí lo mismo en aquella reina tan joven, extraña, oscura y encantadora.

—Me llamo Uhtred Ragnarson —me oí decir al volver a tomar la palabra, aunque ni siquiera había sido consciente de que era necesario volver a hablar—, y obro milagros.

No sé por qué lo dije. Más tarde supe que ella no tenía ni idea de lo que había dicho, pues en aquella época la única lengua que hablaba era la de— los britanos, pero aun así pareció entenderme y sonrió. Asser tomó aire.

—Cuidado, danés —susurró—. Es una reina.

—¿Una reina? —pregunté aún mirándola—, ¿o la reina?

—El rey ha sido bendecido con tres esposas —contesto el monje en tono de reproche.

Iseult se dio la vuelta y habló con el rey. Él asintió, después le indicó con un gesto respetuoso la puerta por la que había venido. Estaba claro que la habían invitado a salir, y ella se marchó obedientemente, pero se detuvo allí y me echó una última e intrigante mirada. Luego salió.

Y de repente fue fácil. Peredur accedió a pagarnos un tesoro en plata. Nos mostró el botín, que estaba oculto en la sala de— atrás. Había monedas, joyas rotas, copas abolladas, y tres candelabros de una iglesia, y cuando pesé la plata, usando una balanza del mercado, descubrí que valía trescientos dieciséis chelines, que no era una nimia cantidad. Asser la dividió en dos pilas, una mucho más pequeña que la otra.

—Os entregaremos esta noche la porción más pequeña —dijo el monje—, y el resto cuando recuperemos Dreyndynas.

—¿Me tomas por idiota? —le pregunté, consciente de que tras la pelea sería difícil hacerse con el resto.

—¿Y vos a mí? —replicó, consciente de que si nos entregaba toda la plata, el
Jyrdraca
se desvanecería al alba.

Al final, acordamos que nos llevaríamos un tercio entonces, y que los otros dos tercios restantes serían transportados al campo de batalla, de modo que fueran fácilmente accesibles. Peredur confiaba en que dejara la parte más grande en mi casa, y entonces habría tenido que enfrentarme a una pelea colina arriba a través de sus calles cubiertas de estiércol, una pelea que sin duda habría perdido: probablemente había sido la perspectiva de dicha batalla la que había evitado que los hombres de Callyn atacaran la casa de Peredur. Esperaban matarlo de hambre, o al menos eso creía Asser.

—Háblame de Iseult —quise saber del monje cuando terminamos de negociar.

Adoptó un aire despectivo.

—Puedo leer vuestra mente con la misma facilidad con que leería un misal —dijo.

—Sea un misal lo que sea —contesté fingiendo ignorancia.

—Un libro de oraciones —replicó—. Y vais a necesitarlas, si la tocáis. —Se persignó otra vez—. Es malvada —añadió con vehemencia.

—Es una reina, una reina joven —dije—. ¿Cómo puede ser malvada?

—¿Qué sabéis de los britanos?

—Que apestan como mofetas —contesté—, y que son ladrones como las urracas.

Me miró cargado de amargura y, por un momento, pensé que se negaría a decir mas, pero se tragó su orgullo britano.

—Somos cristianos —dijo—, y gracias a Dios por esa gran misericordia, pero entre nuestras gentes aún medran las antiguas supersticiones. Los modos paganos. Iseult forma parte de ello.

—¿Qué parte?

No le gustaba hablar de eso, pero él había sacado el tema de la maldad de Iseult, así que a regañadientes se explicó.

—Nació en primavera —dijo—, hace dieciocho años, durante su nacimiento hubo un eclipse de sol, y la gente de estas tierras son unos crédulos insensatos y creen que una niña oscura nacida durante la muerte del sol tiene poder. La han convertido en una… —se detuvo, pues no conocía la palabra danesa—, en una
gwrach
—una palabra que no significaba nada para mí—.
Dewines
—añadió irritado, y cuando seguí sin comprender, encontró por fin la palabra—. Una hechicera.

—¿Una bruja?

—Y Peredur se casó con ella. La convirtió en su reina de las sombras. Eso es lo que hacían antaño los reyes con esas chicas. Las meten en sus familias para poder usar su poder.

—¿Qué poder?

—La habilidad que el demonio da a las reinas de las sombras, por supuesto —prosiguió irritado—. Peredur cree que puede ver el futuro. Pero es una habilidad que sólo conservará mientras se mantenga virgen.

Me reí de eso.

—Si tanto os desagrada, monje, entonces os haría un favor si la desvirgara. —Hizo caso omiso o, por lo menos, no dio más respuesta que una mueca agria—. ¿Puede ver el futuro?

—Os vio victorioso —dijo—, y le dijo al rey que podía confiar en vos, así que vos sabréis.

—En ese caso, está claro que puede ver el futuro.

El hermano Asser mostró su desdén por la respuesta.

—Tendrían que haberla estrangulado con su propio cordón al nacer —espetó—. Es una perra pagana, una herramienta del demonio, lleva la maldad en sus entrañas.

Aquella noche hubo una fiesta, una fiesta para celebrar nuestro pacto, y yo esperé ver a Iseult, pero no apareció. La esposa mayor de Peredur estaba presente, pero era una criatura hosca y mugrienta con dos forúnculos purulentos en el cuello que apenas hablaba. Con todo, fue una fiesta sorprendentemente buena. Había pescado, buey, cordero, pan, cerveza, aguamiel, y queso, y, mientras comíamos, Asser me contó que venía del reino de Dyfed, que quedaba al norte del mar del Saefern, y que su rey, que tenía un nombre britano imposible y que sonaba como un hombre tosiendo y escupiendo al mismo tiempo, lo había enviado a Cornwalum para disuadir a los reyes britanos de que apoyaran a los daneses.

Eso me sorprendió, hasta el punto que, por una vez, aparté la mirada de las muchachas que servían la comida. Un arpista tocaba al otro extremo de la casa, y un par de las chicas se balanceaban al ritmo de la música al caminar.

—No te gustan los daneses —dije.

—Sois paganos —replicó Asser cargado de desdén.

—¿Y cómo es posible que hables la lengua pagana? —pregunté.

—Porque mi abad quería enviar misioneros a tierras danesas.

—Deberías ir —le dije—. Sería un camino rápido hacia el cielo. Ignoró el comentario.

—Aprendí también la lengua de los sajones. Y vos, creo, no nacisteis en Dinamarca.

—¿Cómo lo sabéis?

—Por vuestra voz —dijo—. ¿Sois de Northumbria?

—Soy un hombre del mar —repuse.

Se encogió de hombros.

—En Northumbria —prosiguió con severidad—, los daneses han corrompido tanto a los sajones que se consideran daneses. —No tenía razón, pero yo no estaba en posición de corregirlo—. Peor aún —prosiguió—, han extinguido la luz de Cristo.

—¿Es la luz de Thor demasiado deslumbrante para ti?

—Los sajones del oeste son cristianos —dijo—, y es nuestra obligación apoyarlos, no porque les tengamos aprecio, sino por nuestro amor común a Cristo.

—¿Has conocido a Alfredo de Wessex? —le pregunté con amargura.

—Tengo muchas ganas de conocerlo —replicó cargado de fervor—, pues me cuentan que es un buen cristiano.

—Eso me cuentan también a mí.

—Y Cristo lo recompensa —prosiguió Asser.

—¿Lo recompensa?

—Cristo envió la tormenta que destruyó la flota danesa —dijo Asser—, y los ángeles de Cristo destruyeron a Ubba. Esa es la prueba del poder de Dios. Si luchamos contra Alfredo, nos alinearemos en contra de Cristo, así que no debemos hacerlo. Ese es mi mensaje para los reyes de Cornwalum.

Me impresionó que un monje britano en el extremo de la tierra de Britania supiera tanto de lo que ocurría en Wessex, y pensé que a Alfredo le habría encantado oír las estupideces de Asser, aunque, evidentemente, Alfredo había enviado muchos mensajeros a los britanos. Sus mensajeros eran curas o monjes, y aquellos predicaban el evangelio de su Dios masacrando daneses. Estaba claro que Asser había acogido su mensaje de manera entusiasta.

—¿Y por qué luchas contra Callyn? —le pregunté.

—Porque pretende unirse a los daneses —repuso Asser.

—Y vamos a ganar —le dije—, así que Callyn es sensato.

Asser sacudió la cabeza.

—Dios se impondrá.

—Eso esperas —dije, jugueteando con el martillo de Thor—. Pero si te equivocas, monje, tomaremos Wessex, y Callyn compartirá el botín.

—Callyn no va a compartir nada —repuso Asser con rencor—, porque vos vais a matarlo mañana.

Los britanos jamás aprendieron a apreciar a los sajones. De hecho, nos odian, y en aquellos años en que el último reino inglés estaba al borde de la destrucción, habrían nivelado la balanza uniéndose a Guthrum. En cambio, contuvieron el brazo de la espada, y por ello los sajones deben dar gracias a la iglesia. Los hombres como Asser habían decidido que los herejes daneses eran peor enemigo que los ingleses cristianos, y si yo fuera britano, les guardaría rencor, porque los britanos habrían podido recuperar buena parte de sus tierras perdidas de haberse aliado con los paganos hombres del norte. La religión hace extraños compañeros de cama.

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